Revista de literatura i traducció A Journal of Literature & Translation Revista de literatura y traducción Saltana El contagio del cólera visto por Marcel Schwob
INTRODUCCIÓN
Las epidemias han estado presentes en la literatura desde las desconocidas fiebres con las que el dios Apolo castigara al campamento aqueo al principio de la Ilíada. Durante siglos, quizá el flagelo más temido fue la peste, a la que Daniel Defoe dedicó en el siglo XVIII el espeluznante Diario del año de la peste. Desaparecida momentáneamente la peste, el siglo XIX vivirá bajo el temor de antiguos azotes, como el tifus, la disentería, la tuberculosis y la sífilis, y enfermedades nuevas o hasta entonces benignas experimentarán súbitos despertares, como el cólera y la gripe. Desde Emma (1816) de Jane Austen hasta Tifus (1887) de Antón Chéjov, pasando por La mascarada de la Muerte Roja (1838) de Edgar Allan Poe, la prosa del siglo XIX abunda en representaciones de enfermedades infecciosas. A lo largo del siglo, estas representaciones se adaptarán al compás de la historia. Durante el romanticismo, la adopción del nuevo lenguaje médico del contagio como estratagema narrativa o métafora se añadirá a la vieja concepción bíblica de la plaga; el relato fantástico explorará alegóricamente la infección como una maldición o una condena colectivas. Con la novela realista, los universos de ficción se poblarán de espantosas imágenes de sus peores escenarios, del barrio pobre al hospital, y de estampas del enfermo y las prácticas médicas asociadas en el seno de la familia burguesa. A partir del último tercio de siglo, el tratamiento narrativo de la enfermedad infecciosa servirá cada vez más para expresar los males sociales y morales contemporáneos. En Naná (1880) de Émile Zola, por ejemplo, el retrato de la corrupción del Segundo Imperio se lleva a cabo mediante la historia de una jovencísima prostituta que, tras un paso fulgurante como amante de diversos personajes de la alta sociedad, termina con el horror de un rostro deforme y una muerte miserable a causa de la viruela. En Fantasmas (1885) de Henrik Ibsen, la sífilis se reproduce en un hijo cuyo padre, que llevó una vida de excesos, había fallecido por la misma enfermedad. La hija del estanciero de Sin rumbo (1885) del argentino Eugenio Cambacéres parece pagar con la difteria la escabrosa vida de su progenitor, que termina suicidándose. Muchos de estos temas, recursos y figuras que atraviesan la narrativa romántica, realista y naturalista se prolongarán en la narrativa del siglo XX. La difteria en el mundo rural es el trasfondo de La tráquea de acero (1927) de Mijaíl Bulgákov, una cruda descripción de la ansiedad que provoca una traqueotomía, narrada por el inexperto médico que la practica por primera vez. La gripe destruye los sueños y esperanzas de la heroína de Pálido caballo, pálido jinete (1939) de Katherine Anne Porter, que enferma en un mundo en guerra. La alegoría de la infección se impregna de reflexión filosófica con el sanatorio de tuberculosos de La montaña mágica (1923) de Thomas Mann, símbolo de la enfermedad y decadencia de la civilización europea, o la cuarentena de una Orán diezmada que Albert Camus utiliza en La peste (1947) para hablar del sentimiento de amenaza y exilio que acompaña la existencia humana. Relatos como el popular La plaga escarlata (1915) de Jack London, donde una extraña epidemia situada en el 2013 provoca un cataclismo social, inauguran las recurrentes amenazas microbiológicas de la literatura de ciencia-ficción. Aunque que la generalización de la higiene y el avance de la medicina desde el último tercio del siglo XIX permitirán domeñar muchas enfermedades infecciosas y erradicar otras, el proceso fue lento e inseguro. El siglo XX se abre con la pandemia más mortal de la que hay registro histórico, la gripe de 1918-1920, que causó entre veinte y cincuenta millones de muertos, más que la Primera Guerra Mundial, y se cierra con otra, la del sida, que ya ha entrado también al reino de la literatura.

El tren 081, un extraordinario cuento de Marcel Schwob en el que una terrible sucesión de acontecimientos fortuitos irrumpe en la vida de un maquinista de tren, tiene como telón de fondo un hecho real: la epidemia de cólera de 1865-1866, que se creía que había llegado a Francia a través de los puertos de Tolón y Marsella, y se saldó con 45.000 víctimas. En los actas de la Academia de Ciencias francesa correspondientes a 1866 figura incluso el nombre de uno de los vapores portadores en el puerto de Marsella, el buque inglés Stella, y la descripción que hace Schwob de su propagación por medio del ferrocarril no es descabellada. De hecho, se organizaron fumigaciones y controles sanitarios en la línea París-Lyon-Marsella durante una epidemia posterior, en 1884. En el momento de escribir y publicar el cuento, veinticinco años después de la fecha en que sitúa con erudita minuciosidad su historia ficticia, el cólera azotaba todavía Europa. Sólo en Francia se llevó otras 10.000 víctimas entre 1890 y 1893. Salvando la geografía, el accidental encuentro del protagonista con el cólera podría haberse dado perfectamente mucho más tarde: la enfermedad desapareció de Europa y América del Norte en 1923 para reaparecer en la década de 1960-1970 y diseminarse de nuevo por Asia, África y América Latina.

Más allá del verismo en cuanto a la información y la vigencia de la situación, la epidemia tiene en este relato finisecular un carácter abstracto que es premonitorio de los nuevos mecanismos con los que la narrativa del siglo XX reconciliará lo real con lo imaginario. El cólera es un deus ex machina impersonal, sin otros atributos que su condición de agente infeccioso, carente de identidad, objetivamente temible. Este planteamiento de Schwob es, sin duda, deliberado. El tren 081 forma parte de su primer libro de cuentos Corazón doble, publicado en 1891, donde el autor se proponía llevar a cabo una disección literaria del terror desde una doble perspectiva psicológica e histórica. De acuerdo con el criterio de que la finalidad del arte es la búsqueda de «lo general en lo contingente», cada uno de los cuentos pretende ser en cierto modo un arquetipo, un modelo. La primera de las dos colecciones que componen el libro está integrada por relatos fantásticos o extraños, donde el terror se presenta bajo la forma de crímenes, magia, supersticiones, locura y fatalidades; mientras que la segunda, titulada La leyenda de los mendigos, recoge una serie de historias dramáticas o crueles enmarcadas en una suerte de orden cronológico que va desde la prehistoria al «terror futuro», pasando por la Edad Media, el Renacimiento y la Revolución francesa. Gracias a esta estructura, global y de cada colección, Corazón doble constituye no sólo un catálago de las múltiples facetas del miedo, sino también una recapitulación —y anticipación— de sus temas literarios modernos. En el extenso prefacio, Schwob analiza la naturaleza literaria del terror siguiendo la antigua concepción de la Poética de Aristóteles de que el drama inspira dos pasiones fundamentales, el temor y la piedad, pero las presenta bajo una luz harto distinta, social. El temor nace del «egoísmo vital», del instinto de conservación, y se opone a la piedad entendida como humanidad, como empatía y necesidad de los demás:

[..] el día en que la persona se representa, en los demás seres, los temores que ella misma sufre, ha llegado a concebir con exactitud sus relaciones sociales.

Según Schwob, los sucesos particulares narrados en El tren 081 entrarían en la categoría de aquellos terrores que se deben a «circunstancias independientes», externas a la voluntad, y que son «sobrenaturales» en el sentido de que se experimentan como un destino del que no se puede escapar. En este caso, el hacedor último del destino es el cólera, un cólera ciego y sordo, sin propósito, omnipresente, sobre el que no hay posibilidad de dominio ni de intervención. Schwob transforma simbólicamente el momento del encuentro entre la enfermedad y el maquinista de tren en una alucinación donde éste ve avanzar por una vía paralela otro ferrocarril en el cual se duplican su propios gestos y acciones. De este modo, a través del desdoblamiento, la experiencia del horror se desencadena antes de la inminente llegada del cólera, una llegada que el protagonista desconoce todavía en este instante. La pesadilla del tren infernal precede, anuncia e introduce la infección en la vida del maquinista, y funciona como un recurso narrativo que posibilita la transición entre un estado de normalidad y el terror; aturdido, el maquinista pierde en esta transición toda percepción exacta de lo que en verdad acontece: «las ideas se me esfumaron para dar paso a una imaginación extraordinaria».

Lo que parece mostrar El tren 081 es que el artificio narrativo puede organizar con precisión los miedos que emanan del mundo real al convertir lo improbable en inevitable, y hacerlo, además, sin negar lo que podría hipotéticamente decir el racionalista al respecto. Schwob se sirve en todo momento de la ambigüedad entre el plano de lo lógico y el plano de lo vivido para dejar claro que no puede haber otra causa de los hechos narrados que el mismo cólera, cuya presencia material es apenas descrita por la cianosis en las facciones de una de las víctimas. Quizá sea esta sobrenaturalidad sin mitos ni dioses ni moral, esta manera de transformar un implacable fenómeno objetivo en catalizador de un drama personal, subjetivo, donde se interroga el sentido de la relación del hombre consigo mismo y lo que lo rodea, lo que subyace en las aproximaciones más convicentes a la infección y la epidemia en la narrativa del siglo XX. (S)
El cólera según una ilustración publicada
en Le Petit Journal, 1912
Fumigación de pasajeros procedentes de Marsella y Tolón en la estación de Lyon, 1884
Llegada de un tren a
la estación de Lyon
hacia 1890
NOTICIA BIOGRÁFICA
Nacido en 1867 el seno de una culta familia burguesa de ascendencia judía, y fallecido en 1905, a la edad de treinta y siete años, Marcel Schwob —pseudónimo de André Mayer— fue quizá el escritor que cosechó más admiradores en los círculos literarios parisinos de los últimos años del siglo XIX y primeros del XX. Schwob se educó en una ambiente políglota, en el que convivían el francés de la familia con el inglés y alemán de gobernantas y preceptores, y fue acogido durante sus estudios de bachillerato y filología en París por su tío, Léon Cahun, conservador de la biblioteca Mazarino. La temprana convivencia con miles de libros y la relación con Léon Cahun estimularon su gusto por la erudición, de la paleografía griega y el sánscrito a las novelas de aventuras, así como su fascinación por François Villon, al que dedicaría una larga investigación que duraría casi toda su vida, jalonada por la publicación de diversos ensayos. Apasionado por el argot, sobre el que escribió un estudio en colaboración con Georges Guieysse, colaborador de diversas revistas literarias y luego director del influyente suplemento de L'Écho de Paris, crítico de excepción, fue asimismo traductor e introductor en Francia de literatos como Daniel Defoe, Oscar Wilde, Thomas de Quincey, Georges Meredith o Robert Louis Stevenson.

De la polifacética pluma de Schwob salieron numerosos e inquietantes cuentos donde predomina lo fantástico o lo insólito —una parte de los cuales agrupó en vida en tres libros (Corazón doble, El rey de la máscara de oro, La cruzada de los niños)—, y diversos textos en prosa donde prescindía de las fronteras tradicionales entre géneros y elaboraba una poética en la que se confundían iluminación estética, una vasta cultura y el malestar vital ante la modernidad. El primero fue El libro de Monelle (1891), un relato de carácter fragmentario y tono nihilista, inspirado en el recuerdo de una joven obrera fallecida de la que había estado enamorado, donde mezclaba el aforismo, el cuento y el poema en prosa. A éste le siguió Mimas (1893), una colección de poemas en prosa inspirados en textos de la Antigüedad. El último fue Vidas imaginarias (1896), una recopilación de retratos en la que reinventaba la vida de personajes históricos singulares, destinado a dejar una profunda huella en el joven Borges. Schwob fue corresponsal y amigo —y en ocasiones consejero o promotor— de otros literatos franceses que eran o estaban en trance de convertirse en autores reconocidos, como Jules Renard, Paul Claudel, Alfred Jarry, André Gide, Paul Valéry, Paul Léautaud, Henri de Régnier o Colette, y de los ingleses contemporáneos a quienes había traducido, como Wilde, Meredith y, sobre todo, Stevenson. En los últimos años de su vida, gravemente enfermo, tradujo a Shakespeare para el teatro y realizó un largo viaje por los mares australes y Samoa, siguiendo las huellas de Stevenson, que había muerto en la isla en 1894.

Pese al lugar destacado que Schwob ocupó en el panorama literario del fin de siglo, la posteridad le fue adversa. Según el prefacio de Borges a la traducción argentina de Vidas imaginarias, los fieles a Schwob durante el siglo XX fueron un grupo minúsculo: constituían «pequeñas sociedades secretas», devotas de un autor que «escribió deliberadamente para los happy few, para los menos». Lo cierto es que se lo etiquetó muy pronto como heraldo menor del simbolismo y su nombre quedó excluido del panteón de los autores mayores, como testimonia el hecho de que, hasta tiempos muy recientes, su única biografía fuera la que realizó Pierre Champion en 1927. (S)
Marcel Schwob según
una fotografía publicada
en la biografía de Pierre Champion
 
OBRA | ŒUVRE
EL TREN O81
 
FUENTE | SOURCE
(Or)  Marcel SCHWOB, Cœur double, Paris: Paul Ollendorf, 1891.
ENLACES | LIENS
Dossier Marcel Schwob: esquisse biographique par Bernard Gauthier, textes et sites. La Revue des Ressources.
Marcel SCHWOB, Cœur double, Paris: P. Ollendorf, 1891. Gallica, Bibliothèque nationale de France.
Roger BOZZETTO, «Le fantastique fin de siècle, hanté par la realité», Europe, n° 751/752, novembre/decembre 1991. Reproduit dans CARULI, site de bibliographie consacré à la science-fiction, à l'utopie, aux merveilleux et aux fantastiques.
María José HERNÁNDEZ GUERRERO, «La traduction chez Schwob», Çédille, 3, 2007.
OTRAS TRADUCCIONES EN LA RED | AUTRES TRADUCTIONS DANS LA WEB
The Amber-Trader, translated by Iain White, from The King in the Golden Mask, Manchester: Carcanet New Press, 1982.
Morphiel the Demiurge, translated by Michael Shreve, The Cafe Irreal, Issue 30.
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