Saltana Revista de literatura i traducció A Journal of Literature & Translation Revista de literatura y traducción La Bruyère, un moralista del siglo XVII
INTRODUCCIÓN
¿Un lugar para La Bruyère?

La modernidad tiende a asimilar los acontecimientos pasados como un único hecho, y concibe la historia de tal modo que convierte la memoria en una sucesión de escenas estáticas, en una naturaleza muerta. La creencia de que el individuo va construyendo el espacio y el tiempo, un individuo avaramente propietario de sí mismo y de las cosas, quien posee una exacerbada conciencia del futuro que lo catapulta hacia un proyecto existencial antes que hacia una vida, reflejan la incapacidad de mirar a la redonda y pensar que no hay un centro. Es la imposición de la vida como obra técnica, que diría Emanuele Severino, y, como tal, está sometida a una continua transformación. Y transformar lleva implícita la noción de producir. El pensamiento mismo como elemento de producción, tan asimilado al ideario surgido durante la Ilustración, ha llevado a interpretar el pasado como un lugar en ruinas, a erigir al género humano en testigo de algo que no recuerda, que no ha visto, como si observara el cuadro vuelto del revés pintado en 1670 por Cornelis Norbertus Gijsbrechts. Borrar los rastros, todo vestigio, y considerar que éstos convienen más a un museo que a la conciencia, ha provocado un desencuentro entre los hombres, y sobre todo un olvido: reparar en que el mundo es uno, el de siempre, y que las generaciones lo moldean a su antojo.

En este sentido es muy llamativa la interpretación de Roland Barthes acerca de Jean de La Bruyère, con ocasión de un prefacio escrito a una edición de Los caracteres, impresa en 1963. Es un texto lleno de idas y venidas, un crucigrama semiológico, un repertorio de afirmaciones que al poco tienen su enmienda, un racimo de argumentos que no parecen satisfacerle para situar «en el ahora» al que fuera uno de los moralistas más importantes del siglo XVII francés. Aduce que la perfección de su escritura, su ponderación y mesura, le han valido un gran reconocimiento, llamémosle académico, pero que, sin embargo, no ha interesado —son sus palabras— ni a los historiadores, ni a los filósofos, ni a los sociólogos, ¡ni a los psicoanalistas! Afirma, además, que no ha sido insertado en ninguno de esos diálogos que los escritores franceses han tenido entre sí, léase Pascal y Montaigne, Voltaire y Racine, Valéry y La Fontaine. En su obstinación, echa de menos que La Bruyère no sea un escritor radical —es extraño que unas líneas más abajo admita que el libro «lo arrasa todo a su paso»—, y lo proclama «inutilizado para usos prácticos». ¿Estamos hablando de un material de desguace?

Da la impresión de que Barthes no sabe qué hacer con él, dónde ubicarlo, y que su empeño en buscarle un lugar en la modernidad es empresa inútil. Lamenta que su pesimismo no sea tan drástico como el de La Rochefoucauld, y lo califica de moralista atemperado, que no quema. No deja de ser curioso que este crítico observe en la obra de La Bruyère una escena inmóvil, un lienzo del siglo XVII «que no nos es próximo». Pero eso es tanto como apostillar que un retrato de Van Dyck nos remite a una realidad evaporada, que el miedo, la soberbia o la virtud murieron con los protagonistas del cuadro, que aquel mundo sucedió y quedó soterrado, sin más. Se toma por regresión lo que en realidad es capacidad de mirar, y se diría que hay una proclividad a no querer reconocer los espacios del origen. Y olvida decir que la mirada del ser humano siempre ha tenido un buen acopio de vejez, y así también sus debilidades.

Los personajes de los que habla La Bruyère son arquetípicos, y por su condición tienen una irreparable vigencia. El hipócrita, el posibilista, el fatuo, el fanfarrón, el malévolo, el adulador, el ambicioso, el opresor o el ingrato nos rodean y siguen conformando los tentáculos de lo que eufemísticamente suele llamarse «nuestro prójimo». Así es, y así será. Nada ni nadie variará nuestra naturaleza, bien perfilada en Los caracteres, que muestran, con la mayor sutileza, pero sin rodeos, esa herida que a menudo recibimos de los demás, y que también nosotros proferimos. No creo que La Bruyère necesite una puesta al día, como tampoco lo requieren la música de Marin Marais o la pintura de Nicolas Poussin. Sus páginas son un espejo que devuelven la cara y la cruz de la invariable condición humana, de ahí que resulte ocioso preguntarse sobre la actualidad de un autor que ha examinado a los hombres de cerca, con tiento afinadísimo. Sólo puede admitirse que ha cambiado la percepción de los hechos, pero la sustancia es la misma.

Una ilusión óptica

Lo que Barthes concibe en Los caracteres como parcelación de las clases de individuos, es en sí un mosaico, una réplica de lo acaecido en la sociedad y un análisis de las relaciones entre quienes la componen. La Bruyère demostró conocer muy bien la materia que tenía entre manos: nunca estuvo al soslayo de los acontecimientos; no podía estarlo quien vivía en la corte de Luis XIV, esplendorosa aunque, como todas, poblada de taimados y advenedizos, un mercado de intereses instalado en salones de sillería blanca y dorada, un ajedrez en el que las torres y los caballos podían ser fulminados por el más artero de los peones. Allí, en 1684, sufrió al colérico Louis, duque de Borbón y nieto del Gran Condé, quien había encomendado a La Bruyère, gracias a la recomendación de Bossuet, parte de su instrucción. El trato de aquel muchacho epiléptico y desganado fue tortuoso, y sólo un golpe de fortuna le llevaría dos años después a un discreto cargo de bibliotecario y secretario. Saint-Simon, en una carta de 1710 dirigida a «la maison de Condé et M. le Duc en particulier», habla de la ferocidad extrema, los insultos y las «plaisenteries cruelles» que La Bruyère soportó del guillado Louis. El camino había sido áspero, pero le condujo a un empleo idóneo para quien deseaba hacer de la mirada y la escritura un arte, pero también un oficio.

Mientras traducía Los caracteres de Teofrasto, teniendo en cuenta la versión latina que Casaubon había publicado en 1592, iba imbuyéndose del agudo espíritu del que fuera oyente de Platón y luego discípulo de Aristóteles, al cual sustituyó en la dirección del Liceo cuando el maestro se retiró a Calcis. Teofrasto, prolífico, incisivo también, escribió sobre los más varios asuntos: en su interés se hallaban no sólo las cuestiones como la naturaleza de la miel, los sabores, el cabello, el mareo y el vértigo, el sudor, las plantas, el viento, los metales, las piedras, la astronomía, la música; su amplia relación de libros dejó asimismo buenos legajos de páginas sobre la melancolía, la insensatez, las pasiones, el castigo, la amistad, la ambición, el ridículo, el elogio, la calumnia, la virtud, la instrucción del soberano, la injusticia, temas todos ellos que reclamaron en mayor o menor medida la atención de La Bruyère. Precisamente, la injusticia aparece con reiteración en Los caracteres: su sentido de la equidad, el desprecio hacia el opresor, la crítica ante las infamantes condiciones de los campesinos, la defensa del desvalido o el llamamiento a los pueblos para reclamar sus derechos ha hecho que algunos estudiosos consideren al autor como avanzadilla de los valores ilustrados. Ilusión óptica. Nuevo deseo de pensar que el mundo vino al mundo en el siglo XVIII. Más cerca del ideario que pueda encontrarse en las páginas de Étienne de la Boëtie, aseveró que «En dejarse gobernar hay tanta debilidad como pereza» [157].

No son casuales la admiración por Montaigne y su prolija lectura de Pascal; reflexionó sobre Descartes, estimó al controvertido Gassendi, se asomó al ventanal que abriera Mersenne, disfrutó con Molière, tomó partido por Racine y no por Corneille. Su posicionamiento a favor de los «Antiguos» frente a los «Modernos», querella surgida a raíz de una lectura de «El siglo de Luis el Grande», largo poema que Charles Perrault declamó en 1687 en las estancias de la Academia, le granjearon no pocos enemigos. La Bruyère estaba en el punto de mira de los optimistas, de los creadores de espejismos, esos que, como embriones volterianos, vivían con el convencimiento de que algo anunciaba las redentoras Lumières: un nuevo mesías iba a poner las cosas en su sitio, y para siempre. Pero el autor de Los caracteres, que no pensaba en términos políticos, sabía que los mecanismos del poder, sus jerarquías, están en el hombre. No se trata de una aceptación de las reglas, sino de negarse a entrar en un juego de farsantes, de no dar una vuelta más a la tuerca y, de paso, fortalecer la estructura inhumana de la herramienta, que diría Ivan Illich.

En su Discours de ingreso en la Academia, que tuvo lugar en 1693, no se guardó ni un bolsín de pólvora, y a los progresistas de salón del Mercure Galant les trató de pajarracos siniestros, cuervos viejos, «oiseaux lugubres»; no calló, recibieron su parte el noble y el burgués, el eclesiástico y el político, y tanto fue así que el texto se consideró un ignominioso panfleto, un atentado contra las formas y contra aquellos que pretendían cambiarlas, aunque sólo fuera en su pura apariencia. Y precisamente los que se llenaban la boca con la palabra libéralité trataron de impedir que el Discours prononcé dans l´Académie Française llegara a la imprenta. Pero La Bruyère era un moralista, no un filósofo; un esprit prudente, no un jaleador, y su tarea nada tenía en común con esa litigante fuente de entelequias alimentada por algunos filósofos. Así, hombre de mundo y solitario a un mismo tiempo, el que redactara unos Diálogos sobre el quietismo —aparecidos póstumamente en 1698— ha sido observado por la crítica, incluso por sus más constantes estudiosos, como un cristiano ejemplar, como un demócrata. Fácil conclusión si pensamos que el siglo XVII francés fue en líneas generales poco subversivo, plagado de artistas, escritores e intelectuales nacidos de la monarquía y amparados por ella.

Un baile de máscaras

Montaigne, evocando las palabras de Pitágoras referidas a los juegos olímpicos, señala que hay tres clases de hombres: los que ejercitan el cuerpo para alcanzar la gloria, los mercaderes que venden allí sus productos con el fin de obtener ganancias, y los que no buscan otra cosa que mirar todo aquello que acontece a su alrededor, «espectadores de las vidas de otros hombres para juzgar y ordenar sobre ellos, la suya» (Ensayos, I, 26). La Bruyère se encuentra entre estos últimos. Capaz de fijar la mirada, se acerca, reconoce, toca, se aleja, concluye. Giovanni Macchia (1988) cree que a un noble como La Rochefoucauld jamás le hubieran interesado los escenarios que no tuvieran un telón cortesano, y menos las miserias de los campesinos, nunca inadvertidas al preceptor del duque de Borbón, pues reparó en las vicisitudes de las gentes, en la difícil supervivencia de una sociedad azotada por la carestía y los abusos, hecha a la insalubridad de unas viviendas ahumadas y apenas iluminadas por pequeños vanos. Los moralistas franceses estaban acostumbrados a ver de lejos a sus semejantes, a constituirse en una especie de predicadores laicos, pero La Bruyère se aproxima y detiene ante cada mujer, ante cada hombre, «li esamina uno per uno, caso per caso», dice el estudioso italiano.

No por su implacable censura debe considerársele necesariamente un escritor revolucionario: no es patrimonio exclusivo de revolucionarios denunciar lo ilícito. Un partidario de los «Antiguos» puede también, a las puertas del Siglo de las Luces, apoyar el discurso del irónico Pio Rosso sobre la mentira, o participar del escepticismo mostrado por un admirador de Sexto Empírico como lo fuera François de La Mothe le Vayer, autor de Du mesonge. Porque el traductor de Teofrasto, habituado a codearse con la nobleza y las familias de la burguesía, que caminó con un fajo de libros bajo el brazo por los corredores de Chantilly y Versalles y recorrió palmo a palmo las calles de París, cuyas casas de fortuna consolidada solía frecuentar, también conoció el claroscuro de los distintos estratos sociales; comprobó lo que ya sabía: que a todos es común la ambición, el miedo, la estupidez, y que el amor propio es un filón inagotable. Como Vauvenargues, La Bruyère pensó que un baile de máscaras, en el que se entrelazan las manos, para, poco después, separarse y no añorarse nunca más, ofrecía una idea exacta del mundo.

Van Delft (1998) le llama «espectador de la vida», expresión que le había aplicado ya Sainte-Beuve en 1836. Ciertamente, la figura del espectador está hecha a propósito para una realidad vivida como espectáculo, con la debilidad humana como decorado y en primer plano los personajes que dan vida al huraño, al licencioso, al militar consumido en su gloria, al torpe, al fingidor o al codicioso. No es una percepción misantrópica o pesimista la de este teatro moral de la vida, sino la visión de quien reconoce sin aspavientos que no hay otra obra en el repertorio. Los más impenitentes aducen con puerilidad que se trata de una perspectiva antropocéntrica —¡como si los hombres pudieran acceder a otra!—, pero como hoy, en el Versalles de Luis XIV, en la Inglaterra isabelina o en la España del entarimado Siglo de Oro, la teatralidad era una divisa y también un modo de expiar las flaquezas tanto individuales como colectivas. Se es siempre actor y espectador a un tiempo, al igual que lo fueron Bierce y Schnitzler, Pirandello y Zweig, por referir ejemplos próximos. Desde luego, el citado Van Delft muestra más tino que Barthes a la hora de «enfocar» a La Bruyère, primero porque el asunto de su actualidad parece no preocuparle, y segundo porque considera una labor ilusoria asignar a un escritor una posición definida. Lo entronca, y no es difícil percatarse del lazo, con un maestro como Montaigne, cuyos Ensayos constituyen la puerta triunfal de entrada en el siglo XVII y «le royal accès aux Caractères». El anhelo de sabiduría, de sagesse, proclamado por Monsieur Eyquem comporta no juzgar a los hombres, sino comprender la causa de sus acciones, observarlas sin acudir a abstracciones, a discursos metafísicos, que son otras formas de religión. El que podría pasar por ser un cristiano ferviente y ávido de verdades no fue en realidad un moralista devoto, a lo Francisco de Sales, ni un anatomista, como Madame de Scudéry. La Bruyère se supo un espectador del theatrum mundi por el que desfilan todas las muecas y tonos de voz posibles.

Tantos lectores como enemigos

El mundo barroco, que fue un zarpazo a la credulidad, un volver la espalda a la utopía, una vocación de vacío, asoma su esencia en Los caracteres. Su autor no esbozó un dibujo de trazo inanimado, sino una realidad en constante movimiento sobre la que recae un comentario moral. Con causticidad a veces, con circunspección otras. Pero las páginas de esta galería humana tienen una impronta muy cercana a Molière, una cómica acritud que aquilina el perfil de los protagonistas y los envuelve en calzas labradas y capas de seda, actores que toman muy en serio su papel, acostumbrados a los carruajes aparatosos y a unos afeites salidos de los más refinados ateliers parisinos. Escenas de fondo impresionista, pródigas en caricaturas, capaces de pasar en un destello de lo burlesco a lo trágico. Espíritu desmitificador, soliviantador, publicó sin firmar la primera edición de Los caracteres en 1688, mas no había cortesano ni burgués que no supiera que sus páginas correspondían a aquel hombre retirado, «que desea vivir en paz con sus amigos y sus libros; que ni busca ni huye del placer», así lo definió el abate D´Olivet en su Histoire de l´Académie Française. Seguramente muchos paseantes de las Tullerías, y no menos los que simulaban trabajar en la corte, se vieron sorprendidos en el juego especular que poco a poco fue tramando La Bruyère. Consiguió, podría decirse, un laberinto de espejos que reflectan, más que el físico, la conciencia. Espejos de los que nos habla Jurgis Baltrusaitis, colocados estratégicamente y de los cuales es imposible zafarse. Supongamos que cada uno de dichos espejos corresponde a un capítulo de Los caracteres, «Del mérito personal», «Del hombre», «De la ciudad», «De la corte», «De las mujeres», «Del corazón», «De los grandes», «De la moda»: en alguno de ellos asomará nuestro rostro. Otros son más circunstanciales, pero no de menor significación, como «Del soberano o la República», apartado sobre el que se ha enfatizado acerca de la presunta sumisión de La Bruyère a la figura de Luis XIV; hueca reflexión si se tiene en cuenta, como se ha dicho, que era moneda obligada a los intelectuales, artistas y escritores que recibían la protección del llamado Rey Sol.

Pese a todo, Los caracteres tuvieron tanto éxito que año tras año, y durante aproximadamente una década —con adición de máximas y a partir de 1691 firmados— visitaron la imprenta para una nueva impresión. Su editor Michallet debió sentirse satisfecho, pues La Bruyère había destinado todas las ganancias en dotar a la hija de éste, dote que ascendió a casi 300.000 francos. Walckenaer, en el Étude sur La Bruyère citado por Sainte-Beuve, cuenta que el escritor acudía a menudo a la librería del tal Michallet, donde se divertía con las agudezas de la pequeña. Un día, se acercó al susodicho editor y le dijo: «¿Quiere imprimir esto? —eran Los caracteres—. No sé si os saldrán las cuentas, pero si así fuere los frutos serán para ma petite amie». Michallet pondría en luz la obra de un escritor al que se miraba de reojo, que hacía sentir los zapatos pequeños a quienes deseaban caminar a zancadas. Malezieux le dijo que ganaría tantos lectores como enemigos —«Voilà de quoi vous attirer beaucoup de lecteurs et beaucoup d´ennemis»—, y así fue. A su muerte incluso corrió el rumor de que había sido envenenado, y los miembros del Mercure Galant se apresuraron a decir que la causa de su fallecimiento había sido una opípara cena.

Construir un reloj, escribir un libro

Muy comentado el impresionismo de su escritura, el detallismo que la caracteriza, a momentos digna de un pendulista, La Bruyère tuvo conciencia de ser un escritor y no sólo un moralista; escribió para instruir y deleitar, como los clásicos, pero lo hizo desde una perspectiva que hoy llamaríamos literaria. Ahora sí, Barthes acierta a decir que, desde una noción nueva entonces, la del hombre de letras, el autor sabía que escribir es propiamente un oficio, en su sentido más estricto, «lo cual es un modo a un tiempo de desmoralizarlo y de darle la seriedad de una técnica». En el capítulo «De las obras del espíritu» se lee: «Escribir un libro es un oficio, como lo es construir un reloj» [3]. Su estructura y estilo nada tienen que ver con la sequedad de las máximas de La Rochefoucauld ni con la desnudez de Vauvenargues, y mucho menos con el irregular y a veces amontonado Boileau. Al contrario, La Bruyère aparece como un trabajador del lenguaje que tiende —fórmula muy barroca— a enmascarar el concepto bajo la percepción y crear un orden de significados en correspondencia con el lector, lo cual permite situarnos en un punto medio entre el testimonio y el escritor. Hace metáfora de lo que podría pensarse como evidente, y para ello recurre al fragmento más que a la máxima. No es, pues, amigo de la frase lapidaria, de la sentencia, antes prefiere el párrafo largo que le posibilite esgrimir un despliegue, llamémoslo literario, que no disminuya la eficacia del discurso. Ello también facilita una mayor libertad interpretativa y de paso le deja al lector un espacio más holgado para ejercitar su imaginación. Sus fragmentos, ciertamente, son una maquinaria compleja sobre la que no prevalece el estilo, antes bien persigue que cada cuadro se presente como una trama combinatoria de situaciones susceptible de ocultar un final sorpresivo. De ahí que La Bruyère procure no pocos estímulos, tanto intelectuales como sensoriales, gracias a lo detallado de sus descripciones y a la pericia mostrada al desgranar las gradaciones de significados de una palabra, de un color, los armónicos de un sonido.

No es raro, teniendo en cuenta estos principios, que La Bruyère reflexionara con insistencia acerca del «oficio de escritor»: lo revelan sin disimulo su «Prefacio» y el capítulo inaugural «De las obras del espíritu», en los que se presenta un proyecto de lenguaje, un instrumento verbal lo suficientemente valioso como para reproducir un mundo verosímil y por ello incontenible, dispar, con relieve, sin atenuantes. En dichas páginas preliminares no esconde su disgusto —como el dicharachero Diego de Torres Villarroel lo hace en el preámbulo de su autobiografía— ante los muchos libros aburridos e insulsos que se dan a la imprenta, «sin reglas ni estilo», denosta aquellos que están «escritos con precipitación», usa expresiones como «redondear mi estilo», y muestra la coherencia de un planteamiento al expresar su propósito: «he pretendido pintar a los hombres en general, así como las razones que justifican el orden de los capítulos y la sucesión de las reflexiones que los componen». Su admirador Sainte-Beuve puso de manifiesto este aspecto, asegurando que La Bruyère, «assez aisément à Montaigne», enriqueció la lengua como pocos, la desbrozó y la redujo a la frase puramente francesa. Aprovecha Sainte-Beuve para decir a sus coetáneos que tomen como ejemplo el modelo de Los caracteres por amor a la sobriedad y «à la proportion de la pensée au langage», una clave que parece propia de Lampedusa. Tampoco ahorró elogios Saint-Simon, tras la muerte del escritor, a quien consideró ilustre por su ingenio, por su estilo, por su temperancia y conocimiento de los hombres.

Como es preceptivo, tuvo sus detractores —no sólo ideológicos, como los «corveaux» del Mercure Galant—. D´Olivet le reprocha una escritura afectada, un abuso de metáforas, y a dicho académico vino a sumarse Suard, que le reconoció «más imaginación que gusto». La cita se encuentra en L´Esprit des Journaux de 1782 recogida por Sainte-Beuve. Algo similar vemos en los Jugements historiques et littéraires sur quelques écrivains (1840), donde M. de Feletz aceptó en La Bruyère un gran dominio de la lengua, a la que, admite, dio prosperidad, no sin remarcar su afición a alterar y violar sus reglas («en viole les règles»). Pero más allá de los estudiosos, nos importa la opinión de un moralista como Vauvenargues, contenida precisamente en el mismo número de L´Esprit, fechado en febrero, que preparó un autor cuyo nombre no ha llegado hasta nosotros y el cual asegura que el malogrado Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues, poco amigo de los ilustrados, fue quien ensalzó con mayor énfasis el talento y la originalidad de La Bruyère, cosa lógica si tenemos en cuenta que el anónimo recopilador de escritos sobre el bibliotecario de Versalles añade, convencido, de que éste tuvo en un mismo ramillete la sabiduría y amplitud de espíritu propios de Locke, el pensamiento original de Montesquieu, la claridad estilística de Pascal, «mêlée au goût de la prose de Voltaire». Eso es mucho decir, pero toda obra tiene sus panegiristas y sus impugnadores, y con más razón la que posee una sustancia moral, caso de Los caracteres, que son la expresión de un hombre que no aceptó el simulacro, que no pudo declararse estoico según la moda, que vio en la literatura una asimilación de la inteligencia y la técnica, una búsqueda de sentido. Quizá por esta causa se creyó legitimado para exigir del lenguaje la propiedad de no dejar a oscuras ningún recoveco del espíritu. Barthes no puede echarse atrás al reconocer, como lo hace Van Delft, que el de La Bruyère es un libro de saber total, y que para ello, a poco menos de un siglo, «se necesitarían los treinta y tres volúmenes de la Enciclopedia». (T)
Jean de la Bruyère
según un retrato contemporáneo de
Netscher Caspar
Luis III (1668-1710), duque de Borbón y nieto del principe de Condé,
según un retrato anónimo
Recepción de un académico en el Louvre durante el reinado de Luis XIV, grabado de Pouilly a partir de un cuadro de Lancelet
Portada del Mercure Galant de mayo de 1691, dedicado
al Delfín
Los caracteres de Teofrasto editados junto con Los caracteres de La Bruyère, 1688
CRONOLOGÍA DE LA VIDA DE LA BRUYÈRE
1645: Nace en París, donde el 17 de agosto es bautizado en la iglesia de Saint-Christophe-en-Cité. Primogénito de Louis, cobrador de rentas de la ciudad, y de Isabelle Hamonyn, hija de un acomodado procurador de Châtelet. D'Olivet, en su Historia de la Academia señaló que La Bruyère había nacido cerca de Dourdan en 1644, un error que mantiene Voltaire en El siglo de Luis XIV al referirse al autor, que al parecer tenía en sus antepasados paternos algunos miembros «fondateurs de la Ligue».

1650: Fallece su abuelo, Guillaume, en cuya acta de defunción aparece como «de la Brière». Estreno de Andrómeda, de Corneille. Muere René Descartes en Estocolmo.

1652: Fallece Georges de La Tour a causa de la peste.

1655: Inicia sus estudios de humanidades. Más tarde será alumno de derecho civil en Orleans, y posteriormente de derecho canónico en París, cuyo estudio culminará en 1665. Denis Gaultier, Réthorique des dieux, su más famosa compilación para laúd. Fallecen Pierre Gassendi y Eustache Lesueur.

1660: Charles Le Brun termina algunas de las decoraciones encargadas por Luis XIV —que contrajo matrimonio este mismo año— para las Tullerías, el Louvre y Versalles. Nace André Campra.

1662: Muere Blaise Pascal. Molière, La escuela de las mujeres. Philippe de Champaigne pinta Ex voto.

1665: La Rochefoucauld imprime sus Máximas. La compañía de Molière representa Alejandro, de Racine. Es el año de la muerte de Nicolas Poussin.

1666: Muere Louis La Bruyère. Molière, El misántropo.

1667: Corneille, Atila. Racine, Andrómaca.

1668: Nace François Couperin.

1670: Bossuet es nombrado preceptor del Delfín; se publican los Pensamientos de Pascal. Lully, sobre el texto de Molière, presenta la «comédie-ballet» El burgués gentilhombre. Jacques Champion, Les pièces de clavecin. Desavenencias crecientes entre Racine y Corneille.

1671: La Bruyère recibe una herencia de su tío Jean, fallecido este año, que repartió entre sus sobrinos. Henry Du Mont escribe sus Motets a cuatro voces.

1673: Adquiere un cargo de Tesorero en la Oficina de Finanzas de Caen, que le procura una renta anual de 2.350 libras. Philippe Quinault, Cadmo y Hermíone. Muere Molière.

1674: El 22 de septiembre presta juramento de su cargo en el Tribunal de Cuentas de Ruán, entidad dependiente de la Oficina de Finanzas de Caen. Regresa a París para instalarse con su hermano Louis. Dada la estrechez económica de éste, Jean le cede unas tierras cerca de Plaiseau, donde la familia pasará los veranos. Boileau, Arte poética.

1675: Luis XIV nombra arquitecto real a Jules Hardouin Mansard. Nicolas Malebranche, La búsqueda de la verdad. Nace Saint-Simon.

1678: Mme. de la Fayette, La princesa de Clèves.

1680: La Bruyère conoce a Bossuet. Muere La Rochefoucauld.1682 Pierre Bayle, Pensamientos sobre el cometa. Nicolas de Largillière se establece en París, donde retrata a la nobleza y personas relevantes. Su lienzo de La Bruyère es una obra muy lograda. Henry Desmarets presenta en Versalles la «tragédie-lyrique» Endimión.

1683: Nace Jean-Philippe Rameau. Marc-Antoine Charpentier, Orphée descendant aux enfers.

1684: Gracias a Bossuet, es llamado por el Gran Condé para impartir lecciones de historia, filosofía y geografía a su colérico nieto Luis, duque de Borbón, al que aquejaba la epilepsia: «Triste éleve dont les inapplications exercent l'opiniâtreté du maitre!». El padre del duque estableció también una difícil relación con La Bruyère. La hija legitimada de Luis XIV y de Mme. de Montespan, que se casará con Luis en 1686, también asiste a las clases. Fallece Corneille.

1685: Muere Isabelle Hamonyn. La Bruyère cede otro terreno a su hermano Louis, esta vez en la Vendôme. De Machy imprime sus Pièces de viole.

1686: Muere en Fontainebleau el príncipe de Condé. La Bruyère dimite como tesorero de la Oficina de Finanzas de Caen al serle otrorgada, tras la muerte de aquél, una pensión de 3.000 libras a cambio de sus servicios como bibliotecario y secretario. El matrimonio entre sus alumnos le exime de las clases. Marin Marais, Pièces à 1 et 2 violes. Fontenelle, Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos.

1687: El librero Étienne Michallet obtiene un privilegio real, con una duración de diez años, para imprimir Los caracteres. Charles Perrault lee en la Academia El siglo de Luis el Grande, poema que desatará la querella entre Antiguos y Modernos. Fénelon, Tratado de la educación de las jóvenes. Bossuet termina sus Oraciones fúnebres, iniciadas en 1656. Muere Lully.

1688: Se editan, sin el nombre del autor, Los caracteres de Teofrasto traducidos del griego, con Los caracteres o las costumbres de este siglo. Este mismo año se producirán dos reimpresiones de la obra. La Bruyère renuncia a sus derechos en bien de su editor, a fin de contribuir a la dote de su hija, todavía adolescente.

1689: Cuarta edición de Los caracteres, esta vez aumentada y retocada. El éxito espoleará una nueva edición al año siguiente, con 159 observaciones más. Nacen Montesquieu y Joseph Bodin de Boismortier.

1691: La sexta edición aparece por primera vez con el nombre de La Bruyère. Añade 74 observaciones. Pierre Mignard pinta La marquesa de Seignelay como Tetis.

1692: Séptima edición de Los caracteres, a la que agrega 76 fragmentos.

1693: Elegido miembro de la Academia, en plena disputa entre Antiguos y Modernos. Recibe numerosas críticas por la acrimonia del discurso pronunciado el 15 de junio, y al que se tilda de verdadero panfleto, sobre todo por parte de algunos componentes del Mercure Galant, a quienes La Bruyère había llamado en su Discurso «vieux corbeaux [...] oiseaux lugubres», es decir, cuervos viejos, pájaros lúgubres «de cris continuels». Precisamente esos «continuos graznidos» hicieron presiones y sembraron toda suerte de intrigas para que el texto no llegara a la imprenta, cosa que finalmente no sucedió. Bossuet, Política sacada de la Sagrada Escritura.

1694: Octava edición de Los caracteres, con 47 observaciones más y una esmerada revisión; se añade al volumen el Discurso pronunciado en la Academia francesa. Boileau, Sátira de las mujeres. Fénelon, Carta a Luis XIV. Primeras controversias sobre el quietismo. El propio Fénelon y Mme. Guyon defienden su doctrina; La Explicación de las máximas de los santos acerca de la vida interior (1697) del primero, en la línea de Miguel de Molinos y su Guía espiritual (1675) en España, y de P. M. Petrucci en Italia, autor de La nada de las criaturas y el todo de Dios, recibirá la condena de Inocencio XII en 1699.

1695: Muere su hermano Louis, y La Bruyère pasa a ser tutor de sus sobrinos. Empieza a escribir los Diálogos sobre el quietismo. También es el año de la muerte de La Fontaine, de quien había aparecido en 1668 la primera colección de las Fábulas.

1696: Muere en Versalles el 11 de mayo, víctima de dos ataques de apoplegía. Sus enemigos del Mercure Galant atribuyen maliciosamente su muerte a una indigestión. En la corte se suceden los rumores acerca de un posible envenenamiento. Antes de mayo había revisado, pero no aumentado, la que será su novena edición de Los caracteres.

1698: Aparición de los Diálogos póstumos sobre el quietismo.

1699: Última edición —la décima— de Los caracteres, que a lo largo de un siglo conocerán más de cuarenta reimpresiones. (T)
Charles Perrault según
un grabado de Gerard Edelinck, 1694
Antonio Pignatelli,
el papa Inocencio XII (1693-1701), que condenó el quietismo
 
OBRA | ŒUVRE
LOS CARACTERES O LAS COSTUMBRES DE ESTE SIGLO (EXTRACTOS)
 
FUENTE | SOURCE
(Or)  Jean de la BRUYÈRE, Les Caractères ou les Mœurs de ce Siècle, Louis VAN DELFT (ed.), Paris: Imprimerie Nationale, 1998.
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ENLACES | LIENS
Les caractères de Théophraste traduits du grec ; avec Les caractères ou les moeurs de ce siècle par Jean de La Bruyère, Paris: chez Estienne Michallet, 1694. Gallica, Bibliothèque nationale de France.
Jean de LA BRUYÈRE, Discours de réception à l'Académie française: Portrait du cardinal de Richelieu, prononcé le 15 juin 1693, Le Louvre, Paris. Site de l'Académie française.
Hyppolite RIGAULT, Histoire de la querelle des anciens et des modernes, París: Hachette, 1856. Gallica, Bibliothèque nationale de France.
Etienne ALLAIRE, La Bruyère dans la maison de Condé : études biographiques et historiques sur la fin du XVIIe siècle, Paris: Firmin-Didot, 1886, 2 vol. Gallica, Bibliothèque nationale de France.
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