NEUS GALÍ
UNIVERSIDAD POMPEU FABRA (BARCELONA)

En cualquier estudio acerca del tópico ut pictura poesis se menciona al poeta lírico Simónides de Ceos como el punto de origen de las comparaciones entre pintura y poesía. En efecto, él es el primero en establecer una equivalencia entre dos prácticas tradicionalmente autónomas y en cierto modo opuestas. Ésta es una de las muchas razones por las cuales Simónides es considerado como una figura innovadora en el marco de la cultura griega. El novum que Simónides representa no se debe tanto al estilo de su producción poética como a las noticias que sobre él nos han sido transmitidas. En la antigüedad fue alabado por su poesía diestra y refinada, pero también por su sabiduría e ingenio. Él es quien encarna la figura del sabio en el diálogo Hierón de Jenofonte. Así pues, prototipo de poeta sabio, sus dicta e invenciones se hicieron célebres.

El conjunto de testimonios acerca de Simónides constituye un corpus anecdótico que lo configura como un nuevo tipo de poeta —como un poeta al que se podría calificar de profesional y literato— que rompe radicalmente con las antiguas creencias acerca de la poesía. Es en el marco de este corpus donde se insiere su comparación entre pintura y poesía. Para comprender el sentido de tal comparación, es preciso situarla en el contexto biográfico de Simónides y en el contexto cultural de la época. Gran parte de los testimonios que sobre él conservamos aluden, directa o indirectamente, a una innovadora manera de concebir y practicar la actividad poética.



I-
La musa mercenaria

En el proemio de su segunda Istmíca, Píndaro habla de un tiempo pasado en el que «la Musa no era todavía amiga de lucro (philokerdês) ni mercenaria (ergatis)» (v. 6). Los antiguos comentaristas vieron en este verso un velado ataque a Simónides, cuya codicia era proverbial, y atribuyeron su fama de avaro al hecho de haber sido, de acuerdo con la tradición, el primero en pedir una suma de dinero por sus poemas, en componer por una retribución (misthou).

Con el cobro de una retribución económica a cambio de sus obras, Simónides instaura una nueva praxis de relación contractual con los clientes, que representa una novedad radical en la historia de la poesía griega. Es cierto que Heródoto, al hilo de su relato sobre las aventuras del poeta Arión (I 24), comenta que éste acumuló grandes riquezas (khrêmata megala) ejerciendo su actividad como citaredo en el sur de Italia y Sicilia. Ahora bien, como sugiere Bell (1978: 29 n. 2), el comentario de Heródoto podría responder a las condiciones del siglo v, no a las de más de un siglo antes, época de Arión. Por otra parte, khrêmata no tiene por qué traducirse por 'dinero' (como en la versión de Schrader BCG I977). Puede referirse a objetos de valor, ganados por Arión en los agônes poéticos o regalados por personajes acomodados. Ésta parece ser la interpretación de Gentili (1989: 208), que pone a Arión como ejemplo de las grandes riquezas (khrêmata) que podía obtener un cantor con los premios agonales. En cualquier caso, la tradición señala unánimemente a Simónides como responsable de este cambio de relación entre el poeta y sus clientes.

A partir de Simónides, los acuerdos se establecerán en términos básicamente comerciales. La demanda de una suma de dinero por los poemas es uno de los factores que determinan la profesionalización de la práctica poética. Como señala con acierto Detienne (1983 [1967]: 110): «Ante todo, Simónides es el primero en hacer de la poesía un oficio: compone poemas por una suma de dinero». En efecto, antiguamente el poeta no percibía una paga en sentido estricto a cambio de sus composiciones, sino determinados objetos suntuarios que le reportaban las victorias en los certámenes poéticos, o los regalos de valor que le ofrecían sus clientes. No cabe duda de que este tipo de retribuciones no monetarias estaba mucho más próximo a la institución tradicional del don y el «contra-don» (expresión que, aun siendo algo forzada, prefiero emplear por ser más sintética que otras como dádiva y dádiva de retorno). La diferencia entre ser recompensado con algún objeto valioso y ser pagado con dinero es radical, ya que la moneda, que es un patrón cuantificador, implica la conceptualización del valor. El profundo cambio en la noción de valor que representa la introducción de la moneda ha sido remarcado por Gernet (1968 [1948]). En la Grecia premonetaria la idea de valor está asociada a una serie de objetos impregnados de una fuerte carga emocional y mítica, y a menudo dotados de potencia mágica, elementos de los que, en principio, está desprovista la moneda, mero signo de valor carente de connotaciones simbólicas.

Simónides ejerce su actividad poética en un momento histórico en el que se está imponiendo una economía monetaria y mercantil que no puede sino impulsar la aparición de esta relación contractual cuya innovación se le atribuye. La nueva riqueza díneraria favorece las artes en general, escultura, pintura y poesía. La política cultural de las tiranías y la rivalidad entre los que disponen de riqueza afecta directamente a la situación de las artes. Como señalan Austin y Vidal-Naquet (1986 [1972]: 118): «Una característica de la mentalidad económica de los Estados griegos es la manera en la que disponen los excedentes de los ingresos: en lugar de intentar colocarlos en inversiones ventajosas, tenderán a gastarlos espléndidamente en empresas que no tienen carácter económico —gastos de puro prestigio, en los que el orgullo y el patriotismo cívico se expresan libremente con ingenua satisfacción—, tales como la construcción de monumentos públicos, cívicos y religiosos». Los tiranos, particularmente afectos a una política de ostentación, embellecen sus ciudades con monumentos y llaman a sus cortes a los profesionales del verso, creando así la figura del poeta cortesano, cuyo ejemplo más genuino es Anacreonte. Simónides es un poeta itinerante que desarrolla gran parte de su actividad profesional al amparo y a expensas de distintos tiranos: viaja a Atenas llamado por el pisistrátida Híparco; a Tesalia, bajo la protección de los Aléuadas y los Escópadas, y a Siracusa, a la corte de Hierón, donde muere en el 468, a la edad de casi noventa años. No es un poeta integrado en su comunidad, sino un profesional ambulante que vende su mercancía y se esfuerza por conseguir la remuneración adecuada. Es evidente que para el poeta de oficio esta remuneración adecuada ya no puede consistir en los manjares que se le ofrecen a Demódoco en la mesa de Alcínoo (Od. VIII 471-483), sino en el pago de una cantidad a menudo estipulada de antemano. El acuerdo previo se hace patente, como veremos, en la anécdota de Anaxilao de Reggio y en la que cuenta Cicerón (De. orat. II 86. 351-353) para ilustrar el arte de la memoria inventado por Simónides, donde dice: «Escopas, con gran mezquindad, le dijo que le pagaría la mitad de lo acordado (quodpactus esset) por aquella canción». Una anécdota referida por Camaleonte (fr. 33 Wehrli = Athen. XIV 656c), probablemente falsa, pero en todo caso muy sígnífícatíva, nos cuenta que a Simónides, en una cena en casa de Hierón, no se le sirvió liebre asada como a los demás invitados. Aunque después Hierón le dio una porción, al poeta no se le había dado un trato preferencial a la hora de distribuir los trozos de carne, como a los antiguos aedos. Simónides, sin duda ofendido al verse así relegado, parodió un verso de Homero. Sin embargo, es evidente que el ofrecimiento de comida se había convertido para el poeta en una muestra de reconocimiento, en un gesto honorífico que no podía sustituir en ningún caso el pago de unos honorarios. El profesional de la poesía no quiere seguir estando a merced de la mayor o menor generosidad de su «patrono», sino acordar un precio por su obra. Desde el momento en que Simónides pide una suma de dínero por sus poemas, éstos tienen el valor que se pague por ellos. Ahora bien, para la mentalidad griega más conservadora, que un poeta cobre a cambio de las composiciones, o un sofista a cambio de sus enseñanzas, es un hecho reprobable y digno de crítica. La función de la palabra había estado, desde siempre, investido de un aura sagrada. Exigir un pago por las propias palabras contradice la tradicional concepción sagrada de la poesía, la rebaja a un estatuto comparable a otras actividades artesanales.

Simónides es para la tradición el modelo estereotipado del poeta comerciante. Su fama de codicioso viene condicionada por el género poético que, si no inventó, al menos practicó con enorme éxito: los epinicios, cantos triunfales dedicados a los vencedores de los Juegos. Los epinicios eran poemas de encargo, en los que el poeta debía ensalzar las proezas atléticas de los ganadores. Se veía, pues, en la obligación de poner su pericia versificadora al servicio de sus clientes y componer, por encargo, poemas «a medida». En una de las anécdotas más célebres acerca de la philokerdeia de Simónides se narra que cuando Anaxilao de Reggio le encargó la composición de un epinicio para celebrar su victoria con el carro de mulas, el poeta, pareciéndole estos animales poco dignos de ser ensalzados en una oda conmemorativa, en principio rechazó el encargo, hasta que el tirano aumentó sus honorarios. Simónides compuso entonces un epinicio cuyo primer verso, citado por Aristóteles, no podía sino complacer a Anaxilao, al tiempo que salvaguardaba su propio prestigio poético: «Salud, hijas de los caballos de pies de tormenta» (fr. 10 Page = Aristot. Rhet. III 2. 1405b). El poeta, a quien Aristóteles cita en un contexto estético, no ético, ha puesto toda su habilidad profesional al servicio de Anaxilao una vez la remuneración le ha parecido adecuada. Es evidente que el tirano sabía cómo «convencer» a Simónides. Éste acepta el encargo del vencedor en un agôn poco prestigioso (los tiros de mulas sólo fueron permitidos en los juegos en dos ocasiones consecutívas: 500 Y 496 a. C.), como también está dispuesto a aceptarlos de individuos pertenecientes a una clase poco elevada, tal es el caso del epinicio compuesto en honor de Glauco de Caristo, hijo de un campesino (Lucian. Pro imag. 19).

Simónides, Píndaro y Baquílides componen poemas por encargo, y el encargo impone necesariamente sus condiciones y restricciones al discurso poético. El poeta profesional modela el material poético adaptándolo a las exigencias del cliente o del auditorio. Es consciente de que su destreza le permite satisfacer a sus clientes y de que posee la capacidad de ennoblecer lo innoble, de embellecer lo feo. Cuando Jenofonte de Corinto encarga a Píndaro un poema dedicado a las prostitutas que ha consagrado al templo de Afrodita en Corinto, el poeta se pregunta qué dirán de él viéndole tratar semejante tema: «Pero me pregunto qué dirán de mí los señores del Istmo por haber inventado tal comienzo para un delicioso escolio, y verme en compañía de mujeres públicas» (fr. 122. 13-15 Sn.-Maehl). Como profesional del díscurso poético, el poeta de oficio se sitúa a cierta distancia de su material, al que ya considera como un objeto susceptible de recibir idéntico tratamiento que el barro o el mármol. Los líricos corales llevan a cabo su función sabedores de que está sometida a los requerimientos del encargo, a las obligaciones del contrato. En el noveno verso del mismo fragmento dice Píndaro: «Bajo necesidad, todo se vuelve bello», frase que Svenbro (I978: 182) interpreta, a mi juicio acertadamente, en el sentido de la necesidad, las exigencias del contrato, y que compara con un fragmento de Simónides (85 Page): «Bajo necesidad, incluso lo áspero se vuelve dulce», cuyas ímplicacíones comerciales no me parecen claras.

Al servicio de una nobleza ávida de alabanzas que refuercen su prestigio, el poeta «en el límite no es más que un parásito, encargado de devolver su imagen a la élite que le sustenta: una imagen embellecida de su pasado» (Detienne 1983 [1967]: 37). Sin embargo, habría que hacer alguna precisión acerca de la diversa concepción del propio oficio que ostentan los poetas corales. Tal vez Simónides pueda encajar en esta definición del poeta-parásito, pero tal expresión parece inadecuada para referirse a Píndaro, quien mantiene con sus clientes una relación inter pares y se esfuerza para que sus acuerdos aparezcan bajo la luz de los vínculos de la hospitalidad y el intercambio de regalos. Comenta Fránkel (1993 [1962]: 403-404): «De modo despreocupado, alude también Píndaro al pago que espera por su canción, al tiempo que alaba la generosidad del festejado, recordándole que no hay gasto mejor empleado que el que procura reconocímiento y fama. El intercambio de canción por honorarios no pertenece a la esfera mercantil, sino a la ideología de la hospitalidad». No estoy de acuerdo en que el intercambio de canción por honorarios sea ajeno a la esfera mercantil. Sin duda, Píndaro es totalmente consciente de la mercantilización que ha sufrido la actividad poética, pero hay que reconocerle sus deliberados intentos por disfrazar unas relaciones meramente mercantiles y situarlas en el marco de la antigua tradición de la hospitalidad (cf. e.g. Pit. X 64). Píndaro trata a sus clientes en pie de igualdad y se dirige a ellos como sus huéspedes (xenoi).

Los poetas corales, que se ven obligados a competir duramente entre sí para conseguir encargos, se sirven de su propio discurso poético como vehículo «publicitario». Las consideraciones acerca del valor y utilidad de la poesía en general y de la suya en particular, junto con la depreciación de la obra de sus rivales, son los «argumentos de venta» a que recurre el lírico coral para promocionarse y captar clientes. De la misma manera que el tirano trata de reforzar su prestigio y consolidar su poder recurriendo a los poetas para que ofrezcan una «imagen embellecida de su pasado», los poetas refuerzan el prestígio de su palabra y consolidan su función social mediante el recurso de aparecer ligados al pasado, a una época en que la función de la poesía era sagrada. Píndaro utiliza términos del lenguaje sacro para poner de manifiesto el valor ritual de su canto (cf. e.g. Ol. VII 1-12); se denomina a sí mismo «profeta melodioso de las Piérides» (Pean. VI 6. Cf. fr. 118 Sn.-Maehl), «profeta sacerdote» (Parthen. I 5-6 Snell); Baquílides se da el título de «divino profeta de las Musas» (Epin. IX 3). De ahí que Detienne (1983 [1967]: 37) caracterice a ambos de «anacrónicos»: «...en ese momento el sistema de pensamiento que consagraba la primacía de la palabra cantada como potencia religiosa no es más que un anacronismo, cuya fuerza de resistencia refleja la obstinada potencia de una determinada élite. Se reduce la misión del poeta a exaltar a los nobles, a alabar a los ricos propietarios que desarrollan una economía de lujo con gastos suntuarios, y que, enorgulleciéndose de sus alianzas matrimoniales, se envanecen de sus cuadrigas o sus proezas atléticas». La exaltación de la poesía como don divino responde, en opinión de Gzella (1969-1970: 171-172), al interés del poeta en que su producción sea valorada al máximo por los posibles clientes.

A partir de Simónides, el poeta encomiástico reconoce sus obras como productos susceptibles de ser comercializados. Los líricos corales no aportan al mercado poemas ya compuestos, sino, como señala Svenbro (1976: 179), su sophia, su «habilidad poética», que venden a todos aquellos que la precisen. Es decir, el poeta ofrece un servicio, no un producto acabado, ya que el poema habrá de adaptarse a las circunstancias y exigencias de cada encargo. Simónides, como después Baquílides y Píndaro, pone en venta su sophia, su destreza profesional, al igual que los sofistas ponían la suya. El mercado donde «colocar» la mercancía poética no está formado por compradores abstractos, posibles, sino por destinatarios particulares, por clientes que encargan poemas en los que debe aparecer mencionado y ensalzado su nombre. Entre los poetas y aquellos que desean perpetuar su recuerdo a través de la poesía se establece un acuerdo fundado en la sophia de los primeros, entendida como habilidad técnica, y la riqueza de los segundos, entendida como capital monetario. Sophia y riqueza aparecen como dos bienes equiparables, entre los cuales elegir, en una anécdota sobre Simónides referida por Aristóteles (Rhet. II 16. 139Ia). Según el filósofo, cuando la mujer de Hierón preguntó a Simónides qué le parecía preferible, sí ser rico o ser sabio, éste respondió: «Rico, porque veo que los sabios se pasan la vida ante las puertas de los ricos».

Si bien la proverbial fama de avaricioso de que gozaba el poeta de Ceos en la antigüedad se originó probablemente a partir de la noticia de haber sido el primero en cobrar por un poema, tal práctica fue seguida por Píndaro, quien en la Pítica XI habla de su Musa como de alguien que ha convenido en alquilar su lengua de plata: «Musa, es cosa tuya, si por un pago conveniste en ofrecer tu voz de plata, y moverla aquí y allá» (vv. 4I-42). Entiendo que el afán de lucro que se achacaba a los poetas corales responde más al efecto de extrañeza que provocó la entrada de la sophia poética en el mundo de los intercambios mercantiles, que a una caracterización meramente psicológica. La mercantílización de la poesía y la equiparación poema-mercancía no es únicamente un dato deducible de las noticias acerca de Simónides. Píndaro alude en varias ocasiones a la nueva condición mercantil de la poesía, condición con la que, por otra parte, no parece sentirse demasiado incómodo. En la Pítica II compara su propia oda con un producto comercial: «Te envío este canto más allá del canoso mar a modo de mercancía fenicia (kata phoinissan empolan)» (vv. 67-68). Si recordamos que los griegos solían llamar «fenicias» a las letras de su alfabeto por su procedencia del sistema de escritura fenicio, es posible que Píndaro juegue aquí con el doble significado de phoinissan empolan: mercancía fenicia porque se vende y porque se transporta por mar, como señalan los antiguos comentaristas, y mercancía «fenicia» porque está escrita con las «fenicias». Para el poeta es posible comparar sus versos a las mercancías que transportaban y vendían los comerciantes fenicios a partir del momento en que el poema adquiere, con el soporte de las «fenicias», la condición de un objeto susceptible de ser trasladado de un lugar a otro. Svenbro (1976: 175) opina que a través de la metáfora de la mercancía fenicia Píndaro le sugiere a su cliente el pago de una remuneración por la oda que le envía. Sin embargo, tal sugerencia me parece totalmente innecesaria. Lo normal es que el precio se hubiera acordado de antemano. A mi juicio, Píndaro hace un juego de palabras en el que se alude a la condición de objeto-mercancía del poema. La escritura permite a los poetas hacer llegar su mercancía al cliente sin necesidad de desplazarse. Baquílides, por ejemplo, aceptó el encargo de escribir un poema para Hierón antes incluso de viajar a Sicília (vv. 195-197 Snell). En su quinta Nemea dice Píndaro: «Vamos, pues, dulce canto, parte desde Egina en todas las naves y esquifes; pregona que el hijo de Lampón, el fornido Píteas, ha ganado en los juegos de Nemea la corona del pancracio» (vv. 3-5). La presencia del poeta deja de ser indispensable. Se trata de una situación radicalmente distinta de aquella en la que se encontraban los antiguos aedos, para los cuales la epopeya sólo existía en y por su ejecución. A través de la escritura, el poeta queda separado del poema, que así puede verse como producto independiente de su voz.

Los adinerados clientes pagan por recibir elogios y de este modo «pasar a la poesía» (en el mismo sentido en que nosotros hablamos de «pasar a la historia»), es decir, a la memoria de los hombres, única fuente de reconocimiento público en la «enciclopedia tribal» de la oral¡dad. Con el poeta profesional se produce, sin embargo, una inversión entre los términos poesía/memoria: si el aedo cantaba memorabilia, hechos en sí mismos memorables, el poeta de oficio convierte en memorabilia los hechos que canta. Teócrito, refiriéndose a la gloria asegurada a los reyes de Tesalia por un poema de Simónides, lo expresa sin ambages: «Muchos hombres ricos habrían quedado sin memoria (amnastoi) entre los hombres, si no hubiera existido Simónides» (XVI 42-47). La consideración de la poesía como el vehículo más seguro hacia la fama, como el fundamento de la gloria de un hombre, es un tema recurrente entre los poetas.

Se podría establecer un paralelo entre la inversión poesía/memoria y el proceso de monetarización de la economía. El noble o el tirano utilizan su capital monetario para que el poeta cante sus proezas de la misma forma que el poeta utiliza por primera vez un «capital de imágenes» para convertir en memorabilia las acciones de su cliente. Al igual que la moneda puede manipular el sentido tradicional de los valores, la imaginería poética puede manipular el orden y el valor tradicional de la memoria y de sus contenidos. La imaginería poética como monetarización de la memoria convierte la gloria, de valor de uso, en valor de cambio: el dinero da valor a las cosas con independencia de su valor de uso, de la misma manera que el poema da valor a las acciones con independencia relativa de los prestigios de la tradición. Las sociedades prealfabéticas, que funcionan con un tipo de economía premonetaria, no conocen una unidad de valor que sirva de medida. El valor de los objetos es intrínseco, no está abstraído. Los poetas corales, gracias a su destreza poética, a su habilidad para utilizar su capital de imágenes, convierten en digno de memoria incluso aquello que tiene un escaso valor intrínseco. El verso de Simónides para el tirano Anaxdao citado anteriormente es un perfecto ejemplo de esta inversión de los valores e ilustra la capacidad del poeta para aplicar una imagen tradicional a un objeto, en su caso un tiro de mulas, poco estimable en sí. La canción coral, proclama Píndaro, magnifica las acciones y logros de los hombres y hace que parezcan más gloriosos. En una economía monetaria las cosas tienen el valor que se paga por ellas. En la poesía profesional, pagada, las proezas adquieren el valor que les confiere el poema.

El poema conmemorativo se construye en torno a la armazón del mito, cuyo tesoro de relatos centrados alrededor de dioses y héroes ofrece a la aristocracia de la época un vínculo glorioso con el pasado y una convalidación de su hegemonía en el presente. El poeta elige el mito que mejor se adecua a su cliente y a la ocasión celebrativa; introduce variantes y adapta la leyenda, resaltando unos detalles, dejando fuera otros, con el objetivo de establecer una relación entre el dios o el héroe y la persona celebrada. En efecto, los vencedores ensalzados en el epinicio son en cierto modo heroizados por el poeta. Sin integrarlos en la categoría de los héroes, que gozan de un estatuto semidivino y de un culto propio, el poeta los vincula a la condición heroica mediante lo que Pòrtulas (1984: 211) denomina una heroización analógica, sustitutiva. Aquello que vincula a héroes y atletas es que ambos se han hecho merecedores de alcanzar una fama imperecedera a través del canto triunfal. De hecho, los contemporáneos de Píndaro le reprochaban que asimilara las proezas atléticas a las gestas heroicas. Puede con justicia decirse que «el epinicio ofrece a un hombre la experiencia singular de oír, en vida, de qué modo se conducirá su fama tras su muerte» (Pòrtulas 1985: 213). Es precisamente el hecho de que el vencedor de una prueba sea «heroizado» en vida lo que abre entre el héroe y el atleta un abismo difícilmente salvable. Porque es justamente la muerte la condición necesaria para la heroización. La muerte no sólo cierra el ciclo vital del héroe, sino que es lo que confiere sentido a la vida heroica. Para los héroes tratar de evadir o retrasar su destino mortal implicaría negar su propia condición. Aquiles sabe que morirá en Troya, pero escapar a esta fatalidad sería como exiliarse de la comunidad heroica, como renunciar a su pertenencia a una categoría «social». Héctor sabe no sólo que morirá en Troya, sino que su muerte acarreará la destrucción de su pueblo, la reducción a la esclavitud de su mujer y su hijo, pero su condición de héroe le exige ir a la batalla. Se rinde culto a los héroes tras su muerte: si para el común de los hombres la muerte es aquello que pone punto final a su existencia, para los héroes representa el comienzo de la inmortalidad.

El poema se compone para una ocasión y para un individuo determinados. En los labios del poeta profesional el poema ya está escrito, y, por estarlo, fijado para siempre. Un dato que contribuye a la caracterización de Simónides como poeta literario es el hecho de ser el prímero en introducir en sus poemas referencias culturales precisas. El recurso a la citación es un procedimiento que lleva implícitas las nociones de autoría y propiedad de las composiciones; es, por tanto, un recurso estrictamente escriturístíco. El aedo no es el autor del canto. En todo caso, sería el autor de la ejecución del canto. El modo de aprendizaje y transmisión de la épica excluye la noción de autoría, de creación. La canción del aedo es «común», pertenece a la comunidad como tal. El poema del escritor es «público», pertenece a su autor y bajo su nombre se difunde públicamente. Los aedos no «citan» a otros aedos. Han asimilado los cantos que han oído en boca de otros. En su caso, la memorización es aproximada, nunca exacta. La noción de «reproducción fiel» sólo puede aparecer cuando la escritura hace posible la existencia de un «original».