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LA ANGUSTIA Y LA SEGUETA: LA TRADUCCIÓN DEL BEOWULF
Traducción de Juan Gabriel López Guix
En tanto que texto de la Sagrada Escritura, Palabra de Dios escrita y fuente última de autoridad, la traducción de la Biblia realizada por san Jerónimo fue reverenciada durante siglos no como una simple versión autorizada, sino como la propia palabra prístina. Incluso en la década de 1950, cuando asistía todas las mañanas del curso escolar a la misa preconciliar en latín, el principio del Cuarto Evangelio sonaba como la primera nota del diapasón de Dios. «In principio erat Verbum et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum. Hoc erat in principio apud Deum.» Enseguida supe suficiente latín para sentirme perfectamente en casa con esas palabras, y el resultado fue que la traducción inglesa acabó teniendo menos poder persuasivo que lo que por entonces consideraba como el original. «In the beginning was the Word, and the Word was with God, and the Word was God.» Por venerable que sonara ese inglés, daba la impresión de algo secundario. Por la razón que fuera —quizá a causa de la fuerza sobrenatural que poseía entonces el latín como instrumento de la liturgia y del magisterio de la Iglesia, quizá a causa de una antigua necesidad de un lenguaje mágico que abriera y cerrara el mundo—, el Evangelio oído en mi propia lengua me parecía más pequeño, como si la versión de san Jerónimo apareciera con esas palabras de dimensiones planetarias del habla prebabélica imaginada por Wallace Stevens al final de su poema «The Idea of Order at Key West» [La idea de orden en Key West]:

Words of the fragant portals, dimly-starred,
And of ourselves and of our origins,
In ghostlier demarcations, keener sounds.

[Palabras de los fragantes portales, tenuemente estrellados,
y nuestras y de nuestros orígenes,
en demarcaciones más fantasmales, sonidos más penetrantes.]

Dicho de otro modo, cuando en aquellos días me ponía de pie al final del oficio y seguía en mi misal el latín del sacerdote, me volvía consciente de la arbitrariedad del inglés en tanto que sistema lingüístico. En ese punto al menos había tenido éxito mi educación católica: la exactitud primordial del lenguaje de la Iglesia había quedado establecida como una realidad de la vida auditiva. En lo sucesivo, «Adeste fideles» vencería a «O come all ye faithful». «De profundi ad te clamavi, Domine, Domine exaudi orationem meam» tendría precedencia sobre «Out of the depths I have cried to you, O Lord, Lord hear my prayer». Salí pues de St. Columb's College convertido en un constructo perfecto de aquella cultura anterior al Vaticano II, y sigo mostrando reticencia a desconstruirme del todo. Sin embargo, esta reticencia tiene poco que ver con la profesión de fe. Surge de una fuente comúnmente reconocida por el mito sobre la que han reflexionado los filósofos del lenguaje y que es compartida por todos los poetas. Octavio Paz en su ensayo «Lectura y contemplación», lo expuso así:

Siempre se creyó que la relación entre el sonido y el sentido pertenecía no sólo al orden natural sino al sobrenatural; eran inseparables y el lazo que los unía, aunque inexplicado, era indisoluble. Es una idea que se presenta espontáneamente al entendimiento [...] y que es dificilísimo desarraigar. Confieso que no sin vencer una íntima repugnancia acepto (provisionalmente) que la relación entre el sonido y el sentido, como la sostienen Saussure y sus discípulos, es el resultado de una convención arbitraria. Mi desconfianza es natural: la poesía nace de la antigua creencia mágica en la identidad entre la palabra y aquello que nombra.

Paz (a quien he leído en la traducción de Helen Lane) habla aquí del anhelo del poeta por la palabra completamente persuasiva, la palabra en la que el espíritu «desasosegado y peregrino» puede por fin descansar en paz, en la que es indisoluble el vínculo entre inevitabilidad del sonido y plenitud del sentido. La multiplicidad de lenguas rompió ese vínculo. El contacto con otras tribus, el comercio con otros pueblos, la invasión por parte de imperios más grandes, la conversión a otras creencias, la educación en otras culturas: de manera progresiva y competente, desde la época de las cavernas hasta la del ordenador, los seres humanos se han desarrollado como criaturas lingüísticas enfrentándose a lo nuevo e integrándolo, aunque sin dejar de sentir cada vez un temblor vestigial, una repetición de ese primer mazazo que supuso oír al otro. Así, el anhelo del escritor puede entenderse como una nostalgia de un hogar lingüístico original e indiferenciado.

En el anterior relato de mi experiencia en St. Columb's College, por ejemplo, he presentado el inglés como una suerte de diáspora, una vida disminuida vivida en el exilio de una plenitud existente en el viejo país del latín. Y, expresado de esta manera, es análogo al famoso relato de otro estudiante irlandés que experimentó un caso similar de exilio o exclusión lingüísticos o, si quiere decirse con menos pomposidad, de servilismo cultural. El caso es que mi percepción de la distinción jerárquica que afectaba a los sonidos del latín y el inglés se relaciona de manera evidente con la distinción que Stephen Dedalus intuye entre el inglés hablado por el jesuita inglés y su inglés de Dublín o más bien de Drumcondra, al norte de Dublín. El pasaje joyceano surge de la sensación momentánea que tiene Stephen de un menosprecio de su forma de hablar. El decano de estudios queda desconcertado por su uso del término dublinés tundish en lugar de la palabra estándar inglesa funnelenvás» y «embudo», respectivamente, en la versión de Dámaso Alonso], y Stephen considera que ese desconcierto menosprecia no sólo su habla sino también su país. Sintió, escribe Joyce,

con una punzada de desánimo al descubrir que aquel hombre con el que estaba hablando era un compatriota de Ben Johnson. Pensaba: «El lenguaje en que estamos hablando ha sido suyo antes que mío. ¡Qué diferentes resultan las palabras hogar, Cristo, cerveza, maestro, en mis labios y en los suyos! Yo no puedo pronunciar o escribir esas palabras sin sentir una sensación de desasosiego. Su idioma, tan familiar y tan extraño, será siempre para mí un lenguaje adquirido. Yo no he creado esas palabras, ni las he puesto en uso. Mi voz se revuelve para defenderse de ellas. Mi alma se angustia entre las tinieblas del idioma de este hombre.»  

(Traducción: Dámaso Alonso)
                    
Al final de la novela de Joyce, Stephen Dedalus se ve curado de su «angustia» cuando comprueba la palabra en el diccionario y descubre que no es un localismo irlandés como había creído el decano de estudios, sino una palabra inglesa y, como anota después en su diario, de un «rudo y viejo inglés, además». A lo cual añade, de un modo anticipadamente poscolonial: «¡Al cuerno con el decano de estudios y su embudo! ¿A qué ha venido aquí, a enseñarnos su propio idioma o a aprenderlo de nosotros? Lo mismo en un caso que en otro: ¡al cuerno con él!». Al averiguar que su habla dublinesa está relacionada con la base del inglés antiguo, Stephen descubre que sus derechos lingüísticos son, por decirlo de algún modo, prenatales. Quizá él no sea un nativo inglés de pura cepa, pero es un hablante inglés de nueva cepa. Y, en ese momento, nace también como escritor, liberado de la condición de pueblo sometido, desembarazado de la cuestión lingüística para convertirse en parte de la producción lingüística. Se da cuenta de que sus posesiones vernáculas constituyen tesoros escondidos, de que su tesoro de palabras es el equivalente artístico de un tesoro de monedas de oro. O, dicho de otro modo, el rayo de iluminación que mana de la palabra envás es un indicio de esas demarcaciones más fantasmales y esos sonidos más penetrantes del orden poético ideal.

Supongo que intento encontrar un modo de hablar de la situación liminal del traductor literario, alguien que se encuentra en la frontera de un original resonante, intimidado por su primacía, plenamente persuadido, y, a pesar de ello, obligado a producir con palabras propias una versión diferente pero igual de persuasiva. Es lo que logró, en el fondo, san Jerónimo. Aquello a lo que una vez respondí como si fuera la palabra prístina era en realidad traducción. Pertenecía, por decirlo así, a otra persuasión, diferente de los originales griegos y arameos; y había logrado perdurar y vivir una vida lingüística plena más allá de ellos. Y, en tanto que tal, se erige en ideal para el traductor literario. Al igual que la transición de Stephen Dedalus desde la angustia lingüística a la ofensiva lingüística, puesto que el traductor literario padece a menudo lo que podría denominarse el «complejo del embudo» —la autoduda inducida por la indudabilidad suprema del original—, que debe superar mediante la reafirmación de sus derechos basados en el envás correspondiente. De modo que el traductor literario podría adoptar como lema algo que Austin Clarke dijo una vez a Robert Frost. Frost preguntó al poeta irlandés por sus procedimientos de escritura, y Clarke respondió: «Me cargo de cadenas de oro y luego intento escapar». La parte de las «cadenas de oro» es fácil de reconocer. Puede ser la necesidad de encontrar una correspondencia a la terza rima de la «divina» Comedia de Dante, incluyendo la dificultad de encontrar correspondencia en inglés para las rimas femeninas del italiano; o puede ser el reto de repetir la mezcla de ligereza formal y sentido común vernáculo que caracteriza el ruso de Pushkin; o, desde el otro punto de vista, partiendo del inglés, pueden ser los grilletes de apariencia sencilla de los cuartetos de Emily Dickinson, a veces tan domésticos como una espaldera de jardín y otras tan cargados como un transformador. Ante semejante encadenamiento, el traductor bien puede quedar cohibido con la lengua trabada, rehuyendo el trabajo de rehacer el original. El traductor necesita entonces que suceda un cambio similar al cambio de Stephen desde sentirse trabado a sentirse destrabado. En la introducción de mi versión del Beowulf, sitúo el origen de mi atrevimiento como traductor en la palabra thole, que formaba parte de mi tesoro escondido de palabras. Dicha palabra poseía ese poder para aflojar grilletes que encontré descrito con dulce precisión por el propio poeta del Beowulf en su símil lírico de un deshielo primaveral:

It was a wonderful thing,
the way it all melted as ice melts
when the Father eases the fetters of the frost
and unravels the water-ropes, He who wields
power over time and ride: He is the true Lord.

[Fue una gran maravilla
cómo se fundió como se funde el hielo
cuando el Padre libra de trabas la helada
y desata los nudos del agua, Él, que tiene
poder sobre tiempo y mareas, Él es el Señor verdadero.]

Con esto no quiero dar a entender que la experiencia de traducir verso tras verso el Beowulf fuera tan fluida y delicuescente como podría sugerir este pasaje. Lejos de ello: la labor de calado, ese seguetear la angustia, del encuentro diario con los aliterantes versos anglosajones fue más anguloso e intrincado. Es cierto que, como cualquier trabajo, generó sus propios placeres y resoluciones a medida que progresaba, pero no podía avanzar en absoluto hasta encontrar un modo de ponerse en marcha, un estímulo que equivaliera a un derecho y que llegó cuando me di cuenta de que el uso arcaico de la palabra thole [sufrir] en el habla rural con la que crecí me proporcionaba un vínculo prenatal con el verbo anglosajón «ðolian». Eso se convirtió, por decirlo de algún modo, en el tolete y en el fulcro secreto de toda la empresa.

De todas formas, el derecho o el estímulo creativo es una cosa; la techné, el factor dinámico, es otra. Por suerte, los orígenes de cualquier techné que pueda poseer estaban también situados en el inglés antiguo, específicamente en el neoanglosajón de Gerard Manley Hopkins. Hopkins tuvo un claro efecto fundidor de trabas en mi habla del Ulster durante mi época de estudiante universitario, y me gustaría presentar aquí la realidad de ese efecto mediante una nueva parábola. Quisiera decir ahora lo siguiente: la pequeñez del inglés con respecto al latín que había experimentado de escolar se desvaneció más tarde cuando leí las estrofas iniciales del poema de Hopkins «El naufragio del Deutschland». De repente el mundo se vio afinado de acuerdo según una nota nueva e irrefutable. El poder litúrgico, el contacto ontológico, la vigorizante pureza sonora presente en el apóstrofe de Hopkins a Dios Padre, poseía la fuerza de un conjuro primario, un conjuro que reforzaba lo que Octavio Paz llamó «la antigua creencia mágica en la identidad entre la palabra y aquello que nombra». Ese inglés no era un conjunto arbitrario de signos, sino algo dictado, oracular, desde el principio:

Thou mastering me
God! giver of breath and bread:
World's strand, sway of the sea;
Lord of living and dead;
Thou has bound bones and veins in me,
fastened me flesh,
And after almost unmade, what with dread,
Thy doing: and dost thou touch me afresh?
Over again I feel thy finger and find thee.

¡Oh, Dios mío, mi dueño,
Tú que das aire y pan!
Eres playa del mundo,
ir y venir del mar.
Señor de toda vida y toda muerte;
Tú que ajustaste en mí huesos y venas
apretando la carne alrededor,
después de deshacerme en el espanto
me rehiciste; ¿vas a empezar de nuevo?
Siento otra vez tu mano, estás aquí.

(Traducción: Carlos Pujol)

Un resultado de ese encuentro con los sprung rhythms acabó siendo la composición de cierto número de poemas que armonizaban el abrupto movimiento staccato del habla norirlandesa de mi infancia con el antiguo y aliterativo compás del anglosajón. Y lo que sucedió veintitantos años más tarde cuando la editorial de la Norton Anthology of English Literature me propuso realizar una traducción del Beowulf fue en esencia una repetición de ese primer proceso. Citaré brevemente unas frases de mi introducción:

Aunque no tenía gran competencia en inglés antiguo, albergaba un intenso deseo de volver al primer estrato de la lengua y «proteger el tesoro» (verso 2509). Ocurrió a mediados de la década de 1980, cuando había empezado a impartir clases en Harvard y había empezado a abrir los oídos al habla sin amarras de cierta poesía estadounidense contemporánea. Aceptar el encargo del Beowulf (me dije a mí mismo) sería una especie de antídoto auditivo, una forma de garantizar que mi ancla lingüística seguía agarrada al fondo marino anglosajón. De modo que acepté.

La traducción encargada por Norton pretendía sustituir la erudita versión en prosa de E. Talbot Donaldson, una autoridad en el poema y uno de los compiladores de la Norton Anthology, donde su traducción había aparecido hasta ese momento. Por ello, los editores deseaban asegurarse de que mi trabajo no se alejaba demasiado del significado verso por verso establecido por generaciones de compiladores y comentadores, así que, para quedarse ellos más tranquilos y tenerme a mí atento, designaron a un lector que era una especie de guardaespaldas. Cuando yo completaba quinientos o seiscientos versos, los enviaba a la oficina de la editorial en Nueva York, y ellos los enviaban a aquel hombre al que por entonces sólo conocía como nombre al final de una carta. Su cometido era alejarme de mis propios errores y señalar lo que podrían considerarse extralimitaciones; y tuve la suerte de que combinaba un profundo conocimiento del lenguaje y los significados del Beowulf con una verdadera sensibilidad de lo que podía permitirse aunque no fuera del todo necesario en una nueva traducción.

He aquí un ejemplo de lo que siguió. En el anglosajón hay una famosa descripción de la laguna en la que viven Gréndel y su madre. Contiene los siguientes versos en los que se dice que es tan honda e intimida tanto que un ciervo perseguido prefiere dejarse atrapar por los perros antes que entrar en ella:

Ðær mæg nihta gehwæm niðwundor seon,
fyr on flode. No þæs frod leofað
gumena bearna, þæt þone grund wite.
Ðeah þe hæðstapa hundum geswenced,
heorot hornum trum, holtwudu sece,
feorran geflymed, ær he feorh seleð,
aldor on ofre, ær he in wille
hafelan hydan.
(versos 1365-1372)

Mi primera versión decía lo siguiente:

At night there, something uncanny happens:
the water burns. And the water is bottomless.
Nobody alive has ever fathomed it.
There too the heather-stepper halts:
the hart in flight from pursuing hounds
will face up to them with firm-set horns
and die in the wood rather than dive
beneath its surface.

[Allí de noche algo extraño ocurre:
el agua arde. Y el agua no tiene fondo.
Nadie vivo lo ha tocado nunca.
Allí se detiene también el saltador del brezo:
el ciervo que huye de perros perseguidores
a ellos se enfrentará con astas poderosas
y morirá en el bosque antes que zambullirse
bajo su superficie.]

Mi lector estaba dispuesto a pasar por alto que hubiera omitido la aliteración en un verso como «Nobody alive has ever fathomed it» [Nadie vivo lo ha tocado nunca], aunque la aliteración no compensaría lo que había escrito en el verso anterior: «el agua arde. Y el agua no tiene fondo». Su observación decía: «"no tiene fondo" [bottomless]. Bueno, el agua es tan profunda que nadie ha conseguido tocar nunca el fondo: el "lo" del siguiente verso tiene que referirse a algún fondo». Y luego venía su comentario sobre el kenning del ciervo:

Saltador del brezo [heather-stepper]. ¿No es saltador del brezal [heath-stepper]? De nuevo, un verso más corto, sobre todo si «heather» se convierte en «heath». ¿Es posible arreglarlo? «There the hart halts, the heath-stepper / hard-pressed in flight by pursuing hounds...» [Allí se detiene el ciervo, el saltador del brezal / apremiado en su huida por perros perseguidores.] Me ha gustado el modo en que se vuelven funcionales las «astas poderosas» en la traducción. En el original son sólo un atributo del ciervo.

Creo que merece la pena citar con cierta extensión mi respuesta en ese caso, porque pone de manifiesto todas las instrucciones contradictorias que el traductor literario siente que le están pidiendo que siga. Hasta ese momento no había respondido directamente porque mi intención era postergar el análisis de los comentarios hasta estar tan metido en la labor que ello no interrumpiera mi avance, aunque no sabía si avanzaba hacia algún lado.

Siento en este momento el impulso de escribirle, pues he llegado a ese lugar del texto en que he llamado saltador del brezal al saltador del brezo y en que deseo insistir en mi versión perversa. [...] Por lo general, he revisado los versos en los que me hacía comentarios [...] satisfecho de ver en muchos sitios que lo que se pedía era una versión más literal, una mayor correspondencia palabra por palabra con el original. Por ello esta mañana he intentado reescribir la parte en que Hródgar describe a los merodeadores de la ciénaga; y he llegado al agua que «no tiene fondo» [bottomless] del lago, que como bien señala se aleja de lo justificado por el original.

En este punto, podía haber aducido que bottomless aparece como última palabra en un temprano poema mío, pero aunque no lo mencioné textualmente sí que dije que bottomless era para mí una palabra

con connotaciones lacustres porque de pequeño siempre me decían que tuviera cuidado con las charcas de las ciénagas de nuestro distrito porque no tenían fondo [they had 'no bottom to them']. De modo que estaba preparado para la transgresión, e hice una pausa antes llegar a una versión diferente. Por lo general, después de mis pausas, siempre he llegado a otra opción. Quité «thole» más arriba; quité «wallstead», aunque luego lo he conservado; preveo una reticencia a quitar «gap of danger»; lo prevengo de la aparición de «seanachaí» (una palabra irlandesa/hibernoinglesa que quiere decir «narrador profesional»); etc., etc. Y volviendo a los brezales de esta mañana, «heather» es una palabra muy enraizada en el habla de mi infancia mientras que «heath» es (para mi primer oído) una palabra mucho más literaria, más propia del Danelaw, del inglés, y sin duda, muy cautivadora en su profunda furia a lo Lear. Por supuesto, no tengo nada en contra de las palabras literarias y, de hecho, me cautivan las cargas de profundidad presentes en «heath», que se remontan a los «wiry heath-packs» de Hopkins y al Heathcliff de Brontë, etc.; pero, por alguna razón, «heather-stepper» tiene para mí más elasticidad en su salto y como «heath» está contenido en «heather» prefiero conservarlo.

He mencionado más arriba que deseaba que mi ancla se agarrara al fondo marino anglosajón, a la roca consonántica, pero tenía un segundo amarre en la vieja y blanda ciénaga vocálica del habla local. Estaba moralmente obligado ante la sensibilidad y el sentido del original, pero al mismo tiempo no podía abandonar aquello que en mi oído me hace sonar convincente a mí mismo.

En un seminario de traducción celebrado en 1998, Efim Etkind citó a Samuel Marshak, un gran traductor de poesía del inglés al ruso. «La poesía es imposible de traducir. Cada vez es una excepción a la regla», había declarado Marshak. Así que no pretenderé que hay algo excepcional en el trabajo que he hecho, sólo que pone cabalmente de manifiesto el factor imposibilidad. Consideremos, por ejemplo, el problema de traducir un verso que aparece más arriba en el pasaje del saltador del brezo. El original nos dice que los lugareños han visto dos «micle mearcstapan moras healdan / ellorgæstas» (versos 1348-1349), dos grandes saltadores de límites que vagan por las ciénagas, espíritus de otro lugar. En la versión final, lo traduje como «two such creatures / prowling the moors, huge marauders / from some other world» [dos criaturas semejantes / rondando por las ciénagas, gigantes merodeantes / de algún otro mundo]. Me gustaba la amenaza y el sigilio de la palabra prowling [rondando]. Me daba la impresión de que contenía lo misterioso y espectral de esos «ellorgæstas», así como también lo que tenían de fieras salvajes y bestias peligrosas. Sin embargo, en una versión anterior había traducido dos criaturas «ranging the moors, huge marauders / from some other world» [vagando por la ciénaga, gigantes merodeantes / de algún otro mundo], porque «ranging» producía una aliteración con la sílaba tónica de «marauding» y deseaba ceñirme al máximo al patrón tetraacentual y los requisitos aliterativos del verso anglosajón. No obstante, a pesar de la resonancia falcónida del verbo «range» y del encanto que aún conserva cuatro siglos y medio después de que lo utilizara sir Thomas Wyatt en su poema «They flee from me» (donde sus antiguos amores «range / Busily seeking with a continual change» [vagan / afanosos en busca de un continuo cambio]); a pesar de todo eso, me decidí por el no aliterante «prowl» porque encerraba más oscuridad y peligro. Por otra parte, a la hora de contar dónde habitaban los monstruos, en «windswept crags / and treacherous keshes, where cold streams / pour down the mountain» [riscos al viento / y traicioneras saltanas, donde fríos torrentes / caen del monte], la palabra kesh, que significa «camino elevado» o «puente de troncos», apareció de una forma imposible de contradecir, con su combinación de localismo y aliteración, con la carga de la cadena de oro y una euforia libre de angustia por haber escapado de la correa.

Supongo que podía haber terminado firmando la cartas a mi guardián de las palabras con un «Arriba el envás», no como un eslogan triunfalista, sino sencillamente como una advertencia poética. El caso es que restauré la palabra thole en mi versión de unos versos anteriores del poema y, aunque al final sustituí seanachaí por «reciter» [recitador], conservé «gap of danger» [quebrada de peligro]. Y me arriesgué a la extrañeza en favor de la fidelidad a una expresión y un énfasis antiguos cuando traduje la gnómica alabanza de Skyld, el hijo de Skef, «Þaet waes god cyning» (verso 11), por «That was one good king». Lo habitual es «He was a good king» o «That was a good king» [Era un buen rey], pero el uso vernáculo del Ulster de «one» con el fin de distinguir a una persona me pareció plenamente justificado, puesto que en él resuena de modo agradable el uso latino de ille para indicar a alguien distinguido y reconocido como poseedor de ciertas cualidades. Y utilicé un retazo similar de habla ulsteriana en otro lugar, traduciendo la frase «waes seo Þeod tilu» aplicada a los gautas (en el verso 1250) por «They were a right people» [Eran un pueblo valiente].

Al final, la cuestión es ésta: «las palabras de los fragantes portales» surgen relucientes de los charcos más insignificantes, de las mismas raíces capilares de la conciencia, en la sensación olvidada o recordada a medias. «Literario» no quiere decir «altanero». La traducción apropiada —donde la raíz latina remite a perteneciente, perteneciente de modo reconocible al original y a la labor del traductor— existe a medio camino entre la traducción interlineal y la apropiación. Porque lo cierto es que, como ha dicho Eliot Weinberger, uno de los grandes motivos para traducir es escribir vicariamente y, para que esa vicariedad sea completa, la escritura tiene que incluir esas resucitaciones y esos regresos a casa que acompañan a la composición original lograda. Lo que mantiene al traductor en un estado de casi satisfacción (el casi nunca desaparece) es esa tensión entre el impulso de utilizar la obra en su primera lengua como estímulo y la obligación de considerarla imparcialmente en la segunda. Y debido a la poderosa función pedagógica desempeñada por la Norton Anthology, me encontré sometido a esta tensión en mayor medida de la habitual. En realidad, no hay mejor ilustración de dicha tensión que las notas a pie de página del nuevo volumen. En ciertos lugares, es la propia traducción la que tiene que ser traducida al público mundial de anglohablantes a quien va dirigida la antología.

Teniendo en cuenta ese público, algunas pequeñas notas resultan sin duda necesarias. Mi ejemplo favorito se refiere a una palabra utilizada para traducir la lacónica descripción que hace el poeta de lo que sucede en Hérot cuando Gréndel y Beowulf están en el fragor de su lucha. «Dryht-sele dynede», dice el anglosajón; «Denum eallum wearð, / ceaster-buendum, cenra gehwylcum, / eorlum ealuscerwen» (versos 767-769). «La sala del señor resonó; para todos los daneses, los habitantes del castillo, para todo valiente, fue un repartir de cerveza de guerreros.» Mi versión decía lo siguiente:

And now the timbers trembled and sang,
a hall-session that harrowed every Dane
inside the stockade: stumbling in a fury,
the two contenders crashed through the
building.
(versos 767-770)

[Y entonces las maderas temblaron y cantaron,
una sesión palaciega que desgarró a todos los daneses
dentro del recinto: tropezando furiosos
los dos contendientes se enfrentaron por el
edificio.]

Y la nota a pie de página de la antología dice lo siguiente: «En hibernoinglés la palabra session (seisián, en irlandés) puede significar una reunión en que músicos y cantantes actúan para su propia diversión. (Nota del traductor)». Es suficiente. Los ejemplos podrían multiplicarse. Todos apuntan a demostrar que uno de los dilemas más agudos a los que se enfrenta un poeta contemporáneo es también compartido con el traductor literario contemporáneo. Y, dada la claridad con que lo explica Ted Hughes en su extraordinario ensayo «Myths, Metres, Rhythms», quiero referirme a él para concluir. Dicho ensayo es esencialmente una meditación sobre el estado intermedio del escritor, colocado entre su propio idiolecto y la inmensidad de la onda acústica y de la bajada de aguas residuales de la disponibilidad total del lenguaje, aunque siendo el poeta que era, Ted Hughes evitó el uso de un término técnico como idiolecto. A pesar de recientes insinuaciones en contra, su prosa crítica nunca estuvo reñida con la expansión de su impulso creativo, de manera que en este ejemplo inventó, como era típico en él, una de sus parábolas animales:

Una gacela agita la cola; y de gacela en gacela el coletazo recorre la manada, mientras todas mantienen la cabeza gacha, pastando con despreocupación. Para la gacela individual debe de ser como una breve plegaria comunitaria que significaría lo siguiente: mientras todas existamos como una sola gacela, yo existo como gacela plena, gacela inmortal.

En realidad, esta parábola también podría ser una parábola de la indisolubilidad de la conciencia individual, el lenguaje compartido y el estar-en-casa cósmico que según suponemos existió en el mundo antes de Babel. Sin embargo, Hughes la emplea para ilustrar el modo en que el lenguaje no estándar de cualquier subgrupo funciona como medio para comunicar y conservar «el voltaje de la percepción y energía de todo el grupo». Sin embargo, esa lengua íntima compartida es también un símbolo de la excentricidad del grupo cuando es hablada como parte de la lengua franca de la sociedad. «Desde el punto de vista de la lengua franca —escribe Hughes—, el sistema de solidaridad y la mitología de cualquier subgrupo tiende a parecer parroquial, anticuado, limitado y limitador, algo a lo que ceder, cuando se cede, sólo como forma de color local.» Por otro lado, desde el punto de vista del subgrupo, «la lengua franca aparece como superficial, arbitraria, vacía, degradada y degradante, incluso destructiva, cuando no carente por completo de sentido».

Como siempre en Ted Hughes, hay gran fuerza en la escritura, y ésta no disminuye cuando pasa a esbozar las implicaciones para el escritor.

Dejando de lado el modo en que cualquier escritor resuelve o fracasa a la hora de resolver este dilema, sigue siendo un hecho que cada obra literaria moderna tiene que ocupar su lugar en un contínuum entre el sistema de acuerdos compartidos de algún subgrupo (de algún autor) [...] y la longitud de onda más inclusiva e idealmente global de una lengua franca multicultural.

Lo pretenda o no el escritor, sea incluso consciente o no de ello, por medio del acto mismo de llevar la obra al centro de atención lingüístico la fijan en algún lugar de ese contínuum. El lugar exacto de ese punto sólo queda claro después de la publicación.

En cierto sentido, pues, no hay nada más que decir. El traductor, como el escritor en la parábola de Hughes, «sólo puede ir tanteando, transmitiendo lo que pretenden ser señales con sentido, con tanto sentido como sea posible». Si la obra tiene éxito, el resplandor de la elección léxica correcta crea un temblor que hace que los lectores sientan que existen como miembros «plenos» del grupo lingüístico. Un voltaje recorre la línea, desde el tesoro hasta la manada, una sensación de estar integrado en una red extensa y autorreforzante, un trascendental sistema de pulso y latido, de arrastre y aguante. El traductor individual del Beowulf se echa a la espalda la carga del pasado e intenta arrojarla al ajetreo del presente. Mi metáfora para este proceso procede de un poema llamado «The Settle Bed» [El banco-cama], sobre una voluminosa y pesada pieza de mobiliario rústico, robusta y hecha en tingladillo como un drakar vikingo. El banco en cuestión llegó a mis manos después de que así lo dispusiera en su testamento una prima de mi padre, para que lo conservara, lo tuviera, lo mantuviera y a mi vez lo legara; así que los siguientes versos me parecieron un epígrafe adecuado a la traducción:

    and now this is 'an inheritance' —
Upright, rudimentary, unshiftably planked
In the long ago, yet willable forward

Again and again and again.

[y ahora es «una herencia»...
Vertical, rudimentario, montado inamoviblemente
hace mucho tiempo, pero legable de nuevo

otra vez y otra vez y otra vez.]

Para el traductor literario, este intento de legar de nuevo una cosa es la razón de ser de toda la empresa y, en tanto que tal, casa con el esfuerzo más amplio de la propia poesía, especialmente si ésta es concebida como la ha concebido Czeslaw Milosz, «un dividendo entre lo que sabes y lo que eres». Dicho de otro modo, esto significa que nuestro lenguaje se rinde tributo a sí mismo cuando el tributo es extraído de él; da a entender que nuestro valor para nosotros mismos como individuos, como grupo o incluso como especie puede reestimarse e incrementarse recurriendo a la suma total de la experiencia almacenada en nuestro tesoro de palabras. Nuestra angustia como inversores en nosotros mismos puede, por decirlo así, ser aplacada cuando la poesía hace recircular la riqueza oculta del lenguaje, una recirculación que no sólo es renovadora etimológicamente, sino también psicológica y fenomenológicamente
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