Saltana José Mor de Fuentes y su traducción de Gibbon Revista de literatura i traducció A Journal of Literature & Translation Revista de literatura y traducción
Bosquejillo, p. 1
Bosquejillo, p. 2
Plerique suam ipsi vitam narrare fiduciam potius morum quam arrogatiam arbitrati sun. 
Tacit. Agr.



Agradecido al anhelo vehemente con que sobremanera me favorece el caballero D. Fernando Wolf, bibliotecario público de Viena, de quien ya tenía noticia por su edición y comentario de Tucidides, uno de mis autores predilectos, voy a rasguear compendiosa e imparcialmente mi biografía, tanto por la carrera militar como por la literaria.

Soy natural de Monzón, pueblo muy notable, por haberse celebrado en él hasta veinte y seis veces las antiguas cortes de Aragón.

Mi familia fue siempre más bien ilustre que opulenta, pues hallose en los registros de Zaragoza que uno de mis antepasados fue vocal de cortes en el siglo XVI, por del brazo de Infanzones, que es la jerarquía inmediata a la de los Ricos Homes; y por otra parte el patrimonio de mi casa, consistiendo principalmente, como los más del país, en haciendas de secano, por lo común escasean las aguas, y los desventurados labradores malogran lastimosamente sus intereses y sudores. Sin embargo nuestros haberes, aunque al cargo de mi madre, viuda muy temprana, y en extremo sencilla y candorosa, suministraron lo suficiente para franquearme una carrera, en esperanzas, brillantísima, pero absolutamente estéril, en cuanto a la recompensa de mi entrañable ahínco y de mis perpetuos desembolsos.

Fuimos tres hermanos, todos varones, el primero, D. Mariano, descollaba por la brillantes de su estampa, y la rectitud y llaneza de su carácter. El tercero, D. Joaquín, si la ilusión de la sangre no me ofusca, fue uno de los talentos más peregrinos, y el fenómeno más extraordinario que tal vez produjo la naturaleza. Sin abrir la gramática, solo de oídas, aprendió el latín con tal perfección que calaba y retenía a Plauto (uno de los clásicos, como se sabe, más trabajosos) como leemos y entendemos generalmente el Quijote. Otro tanto le sucedía con el francés, poseyéndolo por asalto, sin auxilio de gramática ni diccionario, y este entendimiento tan esclarecido y tan ajeno de todo vicio y de toda flaqueza, vivió siempre arrinconado, gracias a la irracionalidad de nuestra legislación y nuestras instituciones. Murió por fin por 1814, casi destituido de toda asistencia, a lo menos decorosa, y acordándose únicamente de este inconsolable hermano que lo llorará amargamente hasta su postrer aliento. El primogénito había fallecido a principios del año de 1813.

En fin todas las miras, los anhelos y las esperanzas de la familia, y tal vez de la parentela, se cifraban en mí, que era el segundo, que fui siempre el íntimo, el confidente y el ídolo de mi afectuosa madre, quien solía arrebatarme el libro de las manos al verme tan desmedrado y enfermizo, y me anunciaba llorosamente la muerte a las entradas de cada verano.

Yo sin embargo me aferraba más y más en mi pasión a la lectura encerrándome con el Quijote, Solís, etc., a la parte de afuera del balcón más retirado que caía hacia el interior de la casa. Esto sucedía a la edad de 6 ó 7 años; a la de diez traduje los tres primeros libros de Solís en latín, compuse muchos versos latinos, pero ninguno en castellano. Como a los once años, contrastando los ayes y lágrimas de mi inconsolable madre, se empeñaron mis deudos y allegados en que había de ir a helarme por la lobreguez de la tristísima y barbarísima Universidad de Zaragoza, a decorar a viva fuerza las irracionalidades de la rancia filosofía peripatética.

Por mi instinto, mas poderoso y atinado que la piara de los catedráticos y demás escolares, miré siempre con asco mortal aquellas insensateces, y mi celebro, de continuo doliente y voluntarioso, desechó la ponzoña, y salió en tres años absolutamente virgen de los asaltos de la barbarie.

Por un incidente, poquísimo interesante para los extraños, me enviaron a Tolosa de Francia, donde me puse corriente en el francés, me perfeccioné en el latín, y aprendí el griego, con un profesor llamado M. Menard, que me manifestó una afición particularísima.

Si mi entendimiento se explayaba y esclarecía todo mi ser, esto es, el cuerpo y el alma, se granjeaban medros y robustez, con ufanos y rápidos progresos. Dejando sin embargo la Francia, de que hablaremos más largamente en otra ocasión, pasé por Bayona a Vergara. Aquel seminario se hallaba a la sazón en su mayor auge, al cargo de toda la sociedad Vascongada, pero el alma del establecimiento era el célebre Conde de Peñaflorida, sujeto instruido y sencillísimo, y sobre todo dignísimo patricio.

Allí cursé las humanidades con D. Vicente Santivañes, sujeto de finísimo gusto; la química con Chabaneau, en ocasión que esta ciencia privaba en Europa por los peregrinos descubrimientos de su verdadero fundador, el inmortal Lavoisier; y estudié las matemáticas con D. Jerónimo Mas. Un día que para la lección del siguiente nos explicaba las paralelas, apenas delineó la figura en la pizarra, dije que me atrevía a demostrar la proposición sin ver el libro. Cogiome la palabra, subí a la tarima, y aunque con largos rodeos, terminé por fin mi demostración. Lo mismo hice con otras varias, y aunque no llegué a las veinte y tantas del famoso Pascal, tampoco se puso gran ahínco en el asunto.

Una mañana llegó el Conde a esta misma aula, con un forastero que parecía también socio, y preguntole este a poco rato, extrañando mi presencia, ¿es ese el Aragonés? Ese es el famoso, contestó el Conde. Discúrrase cuál sería mi engreimiento al oír aquella expresión tan honorífica en boca de sujeto tan caracterizado. A los estudios sobredichos añadí la tarea del inglés, de modo que mi vida más tierna era un afán incesante.

Vuelto a Aragón, estando en Zaragoza, entré en la librería de Monje, y tomando en la mano las Poesías de Meléndez y habiéndome prendado de las primeras que vi, las compré, las aprendí de memoria, y jamás se me han olvidado. Desde aquel punto, Meléndez ha sido para mí, a pesar de su notable desigualdad, el verdadero y casi único Poeta castellano, mirando con mortal desabrimiento nuestros diez y seisenos y demás campeones del Parnaso español.

Iba ya entrando en la mocedad, y era forzoso tratar de emprender una carrera. Fui a Madrid, y preferí por último la de la marina, en clase de ingeniero. En Cartagena, que fue mi departamento, luego entablé intimidad con los famosos Císcares, que, como instruidos, eran de conversación amenísima, y solían ser mis compañeros de paseo.

Destináronme luego a la comisión de cortes de madera a la Sierra de Segura, y como la encontré establecida en Hellín, permanecí en el mismo pueblo, aunque a mucha distancia de los trabajos. Si bien me hallaba en el hervidero de la juventud, solía pasar temporadas en la sierra debajo de un tienda, a ratos activando las faenas, y a ratos chanceando con las serranas, que solían ser aseadas y joviales. Nuestras comisiones entonces estaban bien dotadas y surtidas de la necesario; pues en un recuento que se hizo del caudal, resultaron existentes en caja hasta veinte y ocho mil duros. Yo gozaba, entre sueldo y gratificación, de unos cien pesos sencillos al mes, y desde luego se deja discurrir si un marino rico, muchacho dotado de cierto despejo y afluencia, y hasta cierto punto lujoso, merecería aceptación entre las damas principales de la comarca; de modo que cuento aquella temporada com lo más realmente apreciable de mi anovelada vida.

En medio de mis distracciones juveniles, entre las cuales jamás tuvo cabida el vicio frenético del juego, que siempre me ha horrorizado, mi actividad en las operaciones de mi cargo era ardientísima y casi disparada, en términos que el primer año, habiendo ejecutado la idéntica faena, gasté nueve mil pesos menos que mi antecesor.

Ocurrió la singularísima extrañeza de hallarse a la sazón recién separado de sus empleos, pero conservando por entonces todos sus sueldos y honores, el célebre Conde de Floridablanca, hombre en extremo superficial y aun ignorante, pero despejado, agasajador, y sobre todo desinteresadísimo. Había hecho venir una compañía cómica, cuya dama, Ignacia Cueto, era de lo más aventajado que he visto en España (excepto la Rita Luna), y los demás papeles merecían la clase de regulares. Lleváronse clandestinamente y como por asalto al indefenso y virtuoso Conde, tratándole soezmente en el acto del prendimiento y por el camino, para encerrarlo en la ciudadela de Pamplona.

Con tan inesperada y bárbara catástrofe, vinieron a quedar huérfanos los comediantes, y se marcharon a probar ventura por otros pueblos. La orfandad en parte nos alcanzó a todos, pues Hellín volvió a la secatura característica de todo pueblo subalterno, y yo atropellando los lazos volanderos de mis dulcineas, acudí a emboscarme por los riscos de la sierra en desempeño de mi comisión importante.

Es de notar que viviendo entre breñas, selvas y arroyos, oyendo por las noches el graznido del cárabo, ave que remeda extraordinariamente la voz humana, teniendo conmigo poetas, como Virgilio, Horacio, Pope, el Taso, etc.: en fin, hallándome con tanto vagar por la noche y en una situación tan verdaderamente poética, jamás me dio el arranque ni la ocurrencia de hacer un verso, habiendo después compuesto con tan suma facilidad tantos millares, sin mediar quizá los motivos poderosos de amoríos entrañables que entonces me cautivaban y tal vez tiranizaban el ánimo.

Como quiera, la comisión adolecía de un sistema erróneo y perniciosísimo; pues como luego manifesté al gobierno, y acogió mis razones, el agua dulce es nociva para la madera de pino, como lo tiene demostrado el célebre Duhamel; y allí se conducía largas leguas por vigas o piezas sueltas, sobre el río Segura, sin formar almadías, porque las estrecheces y derrumbaderos del cauce no lo permiten. Yo entretanto continué según lo hallé todo establecido, y los pineros repartidos por las orillas en media legua de terreno iban empujando la madera y poniéndola en movimientos hasta llegar al pueblo de Calasparra, donde se desaguaba para transportarla luego por carretas a Cartagena.

Estos pineros estaban repartidos en cuatro cuadrillas de a más de 100 hombres cada una, a las órdenes de sus capataces, a quines encargué desde luego distribuyesen la gente siempre por el mismo orden; y así en breve tiempo, siguiendo invariablemente la forma del alistamiento, vine a conocer absolutamente a todos los individuos, y uno solo que faltase en mi visita salteada por días o por horas, lo echaba menos, y reconviniendo al respectivo capataz, le cargaba el importe del jornal del ausente. Por aquella parte de la sierra no hay pueblos, sino cortijos aislados, o aldehuelas llamadas cortijadas, donde nunca parábamos, guareciéndonos en trece grandes tiendas de campaña, la Comandanta, la Capilla, el Almacén, pues se daba de comer a todos, y diez tiendas espaciosas para los operarios. El día de fiesta se tremolaba en mi alcázar una bandera de fragata, acudían las serranas, y después de la misa, algún chusco andaluz lucía su habilidad en echar jácaras o romances, y divertía sobre manera al auditorio. Véanse en la Serafina algunas alusiones a estos sitios y pasatiempos.

Cesó la comisión sin que nadie viniese a relevarme, y habiendo vuelto a Cartagena, me embarqué para el célebre sitio de Tolón, cuyas particularidades se hallarán en el elogio de Gravina y en el Cotejo del Gran Capitán con Bonaparte.

Venida la escuadra a Cartagena, salimos un navío y una fragata, donde yo iba, con el incómodo transporte de emigrados de Tolón para Liorna, a las órdenes de D. Antonio Escaño. El gobierno de Toscana no quiso admitirlos, pero habiéndoles dado suelta, los desventurados tuvieron que irse desembarcando en botecillos arriesgada y desamparadamente por aquellas playas.

Fuimos a la hermosa Florencia, donde nos agasajaron sobremanera, habiéndonos franqueado un palco de los principales en el teatro de la Pergola, junto al de la preciosa Marquesa de Bentivoglio, una de las beldades florentinas, que realzaba en extremo con su agrado las infinitas y brillantes prendas exteriores.

Vimos por supuesto la famosa galería, el tesoro quizá más peregrino de artefactos sublimes que jamás hubo en el orbe, y logré también el gusto de ver un manuscrito de Virgilio de más de 1300 años de antigüedad, pues tenía al fin los nombre de los Cónsules de Roma cuando se escribió. Estaba todo en mayúsculas, y leí los diez o doce primeros versos de la Eneida. Lo guardaban en cajas redobladas con un esmero imponderable. Vimos en la iglesia de Santa Cruz el túmulo de Galileo frente al de Maquiavelo. Nulli ingenio impar, dice en este último.

Volvimos a Cartagena, y hecha la paz con Francia, me desembarqué para hacer el servicio en el Arsenal, destino que me dejaba todo el ensanche apetecible para dedicarme a la literatura.

Vino por fin el arranque, inspiración, flujo u lo que fuere, de meterme a escritor, y así como los aficionados suelen echar mano para sus estrenos de las comedias de más difícil desempeño, yo también quise empezar por la cumbre, y fue traduciendo, por una coincidencia bien extraña, el autor que ha merecido tantos desvelos al ínclito literato que solicita estos apuntes. Con efecto tenía en mi poder una edición de Viena (otra casualidad particularísima) de Tucidides con el texto escueto y mondo, sin versión latina, sin comentario, y por otra parte me hallaba destituido de todo auxilio de diccionario y de gramática, sin que hubiese tales libros en Cartagena, pueblo todo marino y militar.

En suma, repitiendo el audaces fortuna juvat de Virgilio, se me encasquetó verter la brillante introducción de aquel escritor tan clásico, y la corregí en pocos días, reservando el manuscrito que después se imprimió con aceptación en Zaragoza. En seguida quise trabajar una Disertación latina con este título: De causis pluviarum et ventorum in Hispania tentamen; pero faltándome datos de Extremadura y de León, juzgué que mi teoría sería incompleta, y en seguida orillé el intento. Con efecto, hallándome en la sierra de Segura, hice varias observaciones, a mi parecer, trascendentales sobre este punto importantísimo y absolutamente nuevo entre nosotros. A este propósito anticiparé un hecho que, en cuanto a nuestro vergonzosísimo atraso, dice relación con el asunto. Años pasados, hallándome en Madrid, no sé quien encargó desde Galicia a un amigo mío se informase de mí, sobre si había en castellano alguna obra de Fontanería. Dejome parado la pregunta, y diciendo que ninguna había llegado a mi noticia, acudí al Fontanero Mayor, el amigo D. Juan de Villanueva, quien me dijo que solo había una malísima descripción de las fuentes y cañerías de Madrid; ¡es posible, exclamé, que en una nación donde tantísimo se ha escrito de teología inapeable, de jurisprudencia bárbara, de medicina irracional, de novelones chapuceros y de poesía insulsísima, nadie haya saludado un arte tan importante como el de la fontanería!

Aplicando ahora esta reflexión al asunto sobredicho, ¡es creíble que en una nación pobrísima y triste y desamparadamente labradora nadie haya escrito un renglón más que las ridiculeces del almanaque o el lunario perpetuo sobre la meteorología, ciencia absolutamente indispensable para las especulaciones de la agricultura, en un clima fatalísimo, donde las sequías son tan frecuentes, y los malogros incesantes!

Como quiera, hecha la paz con Francia, pedí una licencia real, que se me concedió, con ánimo de separarme para siempre del cuerpo de la Armada. No medió desabrimiento alguno, antes bien estive siempre bienquisto con la superioridad, y era íntimo de mis compañeros; pues de unos cuatrocientos oficiales que pertenecían al departamento, los conocía absolutamente a todos, y los trataba con más o menos estrechez. El servicio del Arsenal, fuera de la suma repugnancia que me causaba la vista de los presidiarios, no era pesado, y por otra parte los peligros del mar no me causaban el menor asomo de aprensión, puesto que en las tormentas deshechas solía afianzarme a las jarcias de mesana o palo de popa, y ponerme a observar los estrellones de las olas entre sí y sus embates sobre la nave, y por último decía que me impresionaba más con la descripción de Virgilio que con la realidad del temporal; reflexión que solía excitar la carcajada o el enfado de mis compañeros.

Además, aunque navegando se cumple puntualísimamente la ordenanza, sin que medien apenas encargos de los comandantes, el servicio militar de tierra se suele mirar en la Armada casi con menosprecio, y así se disfruta un ensanche desconocido en el ejército; pero el ídolo de mis entrañas fue siempre la absoluta independencia, sin que por eso diese jamás cabida a vicio alguno torpe y mucho menos afrentoso, cuando tantos hacen gala de lo que realmente es un oprobio.

Mediaba también la dolorosa circunstancia de haber ya faltado por el redoble de sus achaques, aumentados tal vez por mi dilatada ausencia, aquella idolatrada madre cuyo fallecimiento me costó una enfermedad grave y de larguísima convalecencia. Al expirar, cercada de malvados deudos que trataron de bienquistarse con el hermano mayor que se hallaba presente, mis intereses, por la ausencia, y los del menor por su apocamiento, fueron desatendidos. Hiciéronse los correspondientes cargos y reconvenciones, pero todo fue menospreciado, y así se hacía forzoso el acudir a los competentes tribunales para el señalamiento racional de alimentos de que tan arbitrariamente se nos había defraudado.

Antes de pasar adelante, hay que recoger especies, tal vez mal omitidas arriba por el afán de abreviar mi narración. A la vuelta de Italia vinimos a Barcelona, cuyo Comandante General nos mandó ir a la bahía de Rosas, donde nuestra fragata la Juno, debía incorporarse con otras cuatro para embestir catorce embarcaciones francesas que estaban bloqueando por mara a Colliure y Portvendre. El hecho fue que solo nos juntamos tres buques, con los cuales el comandante Ezeta quiso absolutamente atacar a los enemigos, quienes, a pesar de tener hasta artillería de 24, y nosotros solo de 12, nos huyeron vergonzosamente. Fuimos aclamados por nuestra línea, bajamos dos oficiales a tierra, y tuve el gusto de abrazar a mis íntimos amigos los oficiales de guardias españolas, y al día siguiente llevamos dos de ellos, uno enfermo y otro herido, a San Feliu, de donde volvimos a Barcelona.

En una de mis mansiones traté particularmente al famoso Don Teodoro Reding, el héroe de Bailén, quien, al verme deseoso de aprender el alemán, me facilitó y aun regaló libros, con los cuales y un diccionarillo, en breve tiempo vine a quedar corriente en aquel idioma. Media la particularidad de que en inglés el poseer completamente los prosistas de nada sirve para entender la poesía, cuyo alcance requiere un nuevo estudio; pero el alemán es siempre más llano, y su poesía casi ninguna dificultad viene a aumentar sobre la prosa.

Ocurrió también que visitando allí mismo a una señorita, me encargó escribiese una carta agridulce a ciertas amigas que tenía en Madrid, reconviniéndolas por no cumplir la palabra de cartearse a menudo con ella. Me sobrevino de improviso el arranque de contestarle si quería que pusiese la carta en verso, y me replicó que le era indiferente. Con este motivo me empeñé en referir en silva una especie de sueño que leí en una tertulia de Guardias Españolas, y mi estreno mereció universal aprobación. Ahora mismo paso todos los días por la puerta de la casa donde ocurrió este incidente, como que está muy cercana a la mía.

Durante una de mis mansiones en Barcelona, incurrí en una calaverada extravagante y ajenísima de mi temple. Comíamos juntos cinco oficiales, y una noche a deshora llegó uno de los compañeros con el notición de que había visto a trece (contaditos) paisanos en la calle de Amargós dando una música; y prorrumpió uno vamos a apalearlos y quitarles los instrumentos. Dicho y hecho, y sin que mediasen celos, ni apenas conocimiento de las dulcineas, nos disfrazamos ridículamente, y con los aceros desenvainados volamos al campo de batalla.

Antes de entrar en la callejuela formamos nuestra disposición táctica; los dos más jaques tomaron la vanguardia, en el centro por todo cuerpo de ejército iba mi personita monda y escueta, y los dos restantes a seis u ocho pasos a retaguardia. Embestimos voceando, pateando y raspando la pared con las espadas, de modo que al estruendo creyeron los musicantes que los acometía una compañía de granaderos, y se pusieron en atropellada fuga. Los alcanzamos sin embargo, yo le así al guitarrista su instrumento por el astil, y lo soltó al momento. Otro tanto hicieron los compañeros, mas el apuro sumo fue el del portador de la tambora, pues no acertaba a desprenderse el correaje, y el que lo tomó por su cuenta no cesaba entre tanto de tundirle la nuca y las espaldas, hasta que por fin logró desaprisionarse, y partió como un gamo. Los aventamos y dispersamos por la calle de Condal adelante, y luego nos volvimos por el mismo camino riendo a carcajadas. ¡Qué picardía, exclamó una de las interesadas, venir a incomodar así a la gente! a lo cual uno de los compañeros contestó, son unos majaderos -Los majaderos son Vds., replicó la dama con sumo desentono y sobrada razón, en meterse en lo que no les va y les viene. Recogimos nuestros despojos, menos la tambora, que se quedó allí por su inmensidad, y colgamos sobre la mesa de comer aquellos trofeos cuyo paradero no supe, habiéndome marchado luego al departamento.

En Cartagena pues, anudando el hilo de mi narración, me dedicaba con especialidad al alemán y la italiano, con los libros que tenía de antemano y acababa de traer de Florencia. Al mismo tiempo, con motivo de la aceptación de mi Sueño, me dedicaba a ir formando una coleccioncilla de Poesías para salir a volar, en letra de molde; pero fuera de las anacreónticas, las demás composiciones se me hacían trabajosísimas, de modo que en el rato que entonces empleaba para mal pergeñar media docena de versos, compongo ahora centenares, sin desatender, en medio de tanta rapidez, ni el régimen gramatical, ni los requisitos métricos; antes bien ateniéndome a las observancias de la prosodia con más esmero que Meléndez y los demás versistas.

Salí de Cartagena en abril de 1796; hice a la vista del Toboso una composición a Cervantes, y al paso por Madrid entregué a Cienfuegos mi cuadernito de Poesías, quien las dio a la luz con algunos retoques oportunos en la Imprenta Real. Entretanto logré en Zaragoza una primera providencia favorable, y mi hermano se allanó a un convenio regular, con cuyo motivo pasé a casa; pero faltando mi madre, carecía el pueblo de atractivo, y me volví luego a Zaragoza.

Las primeras Poesías se iban despachando, aunque sin aceptación particular, y luego, estimulando por las márgenes poéticas del Ebro, imprimí otro cuadernito de Poesías, que tampoco merecieron especial acogida. Entretanto, con las intimidades y lancelillos de aquel pueblo, iba preparando los materiales de la Serafina, que quizás es mi obra más característica, y formado ya mi breve manuscrito, me marché a Madrid en el mismo año de 1797 con ánimo de imprimirlo.

Entre los libros que me regaló Reding, había uno, después muy conocido, del célebre Goethe, intitulado los Quebrantos o las Cuitas de Werther, que después he traducido, en cartas reales o supuestas del héroe a un amigo. Determiné dar la misma forma a mi pensamiento, pero sin guardar la más remota semejanza con el tudesco. La Serafina logró desde luego tal aceptación por la novedad del intento, por sus afectos, y sobre todo por su lenguaje, que además de la edición de Madrid, me la reimprimieron inmediatamente a hurtadillas, o como dicen, me la contrahicieron a un mismo tiempo en Málaga y en Barcelona, 1798.

En seguida publiqué las Odas de Horacio con un comentario crítico en castellano, y el Ensayo de traducciones, comprendiendo varios trozos de Tácito y de Salustio. Conseguí traducir la Germanía, estrechando todavía el laconismo del original, sin que a mi parecer desmereciese un átomo su empuje y despejo. Clemencín vertió ancha y fríamente el Agrícola y algún trocillo suelto de los que van al fin del libro; lo demás todo es absolutamente mío, siendo yo auxiliado, y no auxiliar, como se dijo equivocadamente en el bosquejo que, acerca del citado Clemencín, trajeron los papeles públicos. Estas dos obras, de mucho más trabajo y trascendencia que la Serafina, aunque se fueron despachando, no merecieron grande acogida, a lo menos por el pronto. Después se ha buscado el Tácito con ahínco, y habiéndose hace muchos años apurado la impresión en las librerías, no hemos tratado de reimprimirlo.

Volvime con un amigo a Zaragoza, y publicándose allí un semanario bastante apreciable, suministré varios trozos sueltos, y mi versión de la introducción de Tucidides que guardaba desde Cartagena. Entretanto iba trabajando algunos aumentos para la Serafina, y compuse dos comedias originales en verso, el Calavera y la Mujer Varonil. En la primera opinaron los amigos que el carácter principal estaba recargado, y que era más bien de un malvado que de un tronera. La segunda les pareció que carecía de pujanza en sus móviles dramáticos, y que así, a pesar de la soltura y rapidez de la versificación, era aventurado el éxito de entrambas. Con esto, aunque las imprimí el año siguiente 1800, y se vendieron, no practiqué diligencia alguna para su representación.

Publiqué también por entonces mi tercer cuadernito de Poesías, las cuales lograron más acogida que las anteriores. Tenían tres particularidades notables, a saber, la traducción de una oda de Horacio, Non ebur etc., en igual número de versos de la propia medida que los del original; esto es, de 7 y 11 sílabas, y expresando por ápices los conceptos y matices de aquel autor peregrino; en 2º lugar una zarzuela intitulada La Presumida, quizá más apreciable que las comedias, y sobre todo una oda a Bonaparte por su llegada de Egipto, la cual se puso en La Década, que era a la sazón el mejor periódico literario de París.

Por entonces, contra el torrente de mis superiores y compañeros, me separé totalmente de la Marina, y quedé reducido a la tristísima situación de un literato desvalido y menesteroso.

Sabido es que en aquella época Godoy era el verdadero soberano de la nación, y a su serrallo acudían ansiosamente damas y galanes, en busca de oro, de timbres, y realmente de oprobio. Los literatos eran los más rendidos, y por de contado los más mentirosos y más desmedidos en sus humaredas de incienso. Estos mismos, fuera del alcázar de la corrupción, se consideraban unos Apolos, y estaban mal-avenidos con quien ni pisaba jamás los umbrales de la vileza (como se lo he dicho en otros términos al mismo Godoy en París); y por otra parte miraba todos sus ingenios y sus abortos con el sumo menosprecio que se merecían.

Estrechado por mis escaseces, determiné hacer oposición a la cátedra de Retórica que se hallaba vacante en S. Isidro, y apenas me había alistado entre los aspirantes u opositores, ocurrió una novedad inesperada. La sociedad cantábrica, que tenía una Diputación en Madrid, cuyo Presidente era el Duque del Infantado, trató de plantear en las montañas de Santander un Seminario parecido al de Vergara, y sin mediar solicitud ni insinuación mía, ni tener apenas noticia del proyecto, se me brindó con la Cátedra de Humanidades y la Dirección interina, señalándome la dotación de 10.000 reales, casa, mantenimiento, lavandera y correo pagado. Admití, como se deja suponer, la oferta, y se dispuso inmediatamente el viaje.

Salí en un coche que aprontó la Diputación, en compañía de dos o tres dependientes del establecimiento. Llegado al lugar de Comillas, que era el sitio donde se debía colocar el centro de la instrucción montañesa, vi el edificio (costeado con profusión por un Arzobispo de Lima, natural de aquel pueblo), todo de piedra, pero sin la capacidad ni la distribución competente para objeto tan grandioso. Dispuse algunas obras; arreglé mi vivienda y las oficinas más urgentes, y en seguida me entronicé en aquel alcázar enriscado y solitario.Desde luego eché a ver, y manifesté a la Diputación de Madrid, que, como se dice comúnmente, había ajustado sus cuentas sin la huéspeda, pues los fondos con que había contado eran escasos y contingentes. Con esto se iban pasando los meses, sin que se pudiera intentar la apertura, ni se saliese del embrión de seminario que se formó a mi llegada. Tenía dispuesto mi discurso inaugural, que después se publicó en el Mercurio con este título: Del influjo de las Artes y las Ciencias en el espíritu.

Es de advertir que en el mismo año de 1802, poco antes de mi salida, había publicado en Madrid la segunda edición de la Serafina muy aumentada, que tuvo todavía más aceptación que la primera. Con este motivo dediqué mi vagar a darle nuevos aumentos, haciéndola ya un libro considerable. Con esta ocupación y las distracciones fútiles de jugar a la pelota y pasear por la marina, se trampeaba el tiempo, yéndome también a Santander, pueblo apreciable, donde había compañeros y amigos y señoras de excelente trato.

Ocurrió que el Obispo, llamado D. Rafael Luarca, era una especie de asturiano tontiloco, que solía poner sus decretos en coplas ridículas y estrafalarias, y siendo ya de antemano enemiguísimo del establecimiento, apenas entendió que el director era autor de novelas, le declaró la guerra a fuego y sangre, y suponiendo a los empleados una legión de espíritus malignos capitaneados por el mismo Luzbel, no hallaba conjuros ni exorcismos suficientes en todo su repuesto de autores ascéticos, para exterminar aquella plaga infinitamente más execrable que todas las de Faraón. Sin embargo, el coplero mitrado gastó toda su pólvora en salvas, pues como el establecimiento tenía en Madrid protección tan poderosa, le sucedió lo que dice Virgilio de las batallas de los enjambres que se desvanecen con un puñado de tierra. Con efecto, tuvo que enmudecer el vocinglero, y no padecimos la menor incomodidad por su causa.

Resultó de mis repetidos desengaños el indisponerme con la Diputación, y por último se trató ya de mi desvío y separación total. Por consecuencia de mi retiro, fue a encargarse de la dirección un tal Arguedas, que también había sido Marino, y después de trasladar el seminario al llamado Astillero o Guarnizo, sobre la bahía o ría de Santander, el paradero fue el mismo que yo había predicho, sin quedar en toda la montaña el menor rastro de semejante establecimiento.Había tratado en Santander al ex-Gobernador del consejo, D. Gregorio de la Cuesta, que tan considerablemente y tan desgraciado papel hizo después en la guerra de la independencia; y como pasé placenteramente el verano en Bilbao, disfruté la amena tertulia de nuestro célebre y sabio, aunque un tanto pedantesco, general Mazarredo, a la cual concurría el ex-Ministro instruido y despejado, pero erguido y campanudo, Urquijo.

Vuelto a Zaragoza, me concentré más y más en mis estudios, y por entonces vine a idear mi Poema inmenso de las Estaciones, que me ha costado veinte años de trabajo. No es de extrañar mi constancia en la aplicación, pues desde la primera vez que fui a Francia se robusteció mi temperamento, de modo que apenas he padecido enfermedades ni achaques de consideración, ni aun indisposiciones de menor cuantía, gracias en gran parte a mi régimen sencillo, sobrio e invariable.

Volví a Madrid por la primavera de 1804, y hacia el fin del año, habiendo ocurrido el glorioso aunque desgraciado combate de Trafalgar, compuse en breves días una especie de poema histórico que mereció la aceptación más extraordinaria. Se publicó por la tarde, y aquella misma noche se despacharon ya un sin número de ejemplares, y al segundo día hubo que reimprimirlo. Se repitió hasta tercera edición, y me lo reimprimieron también al mismo tiempo en Cartagena y en Cádiz, y aun no sé si en algunas partes de América. Salieron al mismo asunto otras varias composiciones, todas despreciables, menos la de Doña Rosa Gálvez, que me pareció muy digna del malogrado heroísmo de mis incomparables compañeros.

Publiqué luego el elogio de nuestro general Gravina, que murió de resultas del combate, y aquella obrita, muy bien acogida, en especial por el trozo de la retirada de Tolón, y la descripción de Argel, me confirmó en el concepto que ya anteriormente me tenía granjeado de prosista castizo, fluido y armonioso.

Esta opinión se corroboró con la tercera edición de la Serafina muy aumentada, que salió en dos tomitos por el verano de 1807, con muestras de las estaciones y otras Poesías, al fin del segundo. Entonces por fin se procuró dar más interés a la acción y mayor bulto a los caracteres, con el mismo temple y despejo de lenguaje que en la parte publicada anteriormente. Ocurrió luego la heroica defensa de Buenos Aires contra el ejército inglés, y se me antojó celebrarla en un Romance Heroico que fue muy bien recibido; y habiendo luego sobrevenido el fallecimiento del inocente y fecundísimo coplero Don Francisco Gregorio de Salas, le tributé mi elogio en prosa, que fue todavía más aplaudido por los infinitos amigos que tenía el difunto, mejor diré, por todo el pueblo.

Se me trascordó más arriba el referir una ocurrencia literaria de sumo y ridiculísimo bulto, y es del tenor siguiente. Había D. Manuel Quintana dado al teatro su tragedia del Duque de Viseo, y como suele suceder, fueron encontradísimos llamado Alea, que andaba siempre con el incensario en la mano en ademán de ensalzar a todos los literatos (y a mí el primerito), y otro también abate o canónigo por nombre Cladera preciado de crítico y de escritor (aunque mejor podía blasonar de luchador por lo espaldudo y macizo), se juntaron, no sé si de mano armada o por casualidad, en el café de S. Luis. Suscitaron la conversación sobre la tragedia, el astur encareciéndola hasta las nubes, y hollándola el balear sin conmiseración. Acaloráranse en su contienda hasta el extremo de abalanzarse el menguadillo al forzudo, y ensangrentarle de un cachete el plenilunio rostro; acuden dos mozos del café, y acaece en esto que el Marqués de Perales, bestialmente asesinado después por el populacho, se hallaba por casualidad en la calle conversando con dos amigos; y siendo dueño de la casa, al ver a los mozos agarrados a los peleantes, conceptuó que eran dos perillanes empeñados en marcharse sin pagar el gasto que había hecho. Entran el marqués y camaradas, conocen a los campeones, y se salen riendo a carcajada. Desenfureciéndose los héroes, y se marcharon a sus respectivos albergues, mohínos y pesarosos. Medió luego reconciliación, pero quedaron, como sucede en toda disputa, cada cual más aferrado en su desbarro.

Sobre este asunto peregrino, compuse luego un poema intitulado la Abato-maquia, en seis cantos ligeros, mas no las quise publicar por no apesadumbrar a Quintana, pues algún pasagonzalo había de llevar, y llevaba en efecto, su tragedión en el discurso de la Sátira. Enseñéla únicamente a Tapia, y después ha desaparecido, sin que pudiera ya tampoco interesar su impresión. Ambos entes se afrancesaron luego; el balear, que tenía por nombre Muñecón en el poema, volvió por fin a su Mallorca, y murió relleno de ostras de canónigo en Palma. El astur, apellidado por mi Jaquetín vivió años en Marsella a cargo de otro afrancesado que dicen lo trató desabridamente, y de resultas parece que se arrojó al Ródano por un despeñadero tan pintoresco, teatral y pintiparado al intento, que, según cuentan, un Inglés, enamoradizo por otro rumbo del que seguimos por acá comúnmente los Iberos, prendado de tan peregrino atractivo, vino adrede y desalado desde Londres, a dar su heroica zambullida, y empozarse para siempre en el halagüeño río.

Ya que se ha mentado el teatro, diremos dos palabras acerca de la dictadura entronizada en la calle de Foncarral, y casa retirada y comodísima del afamado Moratín, alias Inarco Celenio. Toda la concurrencia recua, piara o como la apellide la avinagrada sátira, tributaba rendido acatamiento a los partos, palabrillas sueltas, y aun misterios recónditos del Ingenio de los Ingenios; pues todos los demás no venían a ser sino unos enanillos que ni habían saludado las musas, ni el castellano. Por mi parte, menospreciando semejantes exclusivas, siempre manifesté mi dictamen, reducido a que el mérito moratinesco se cifra en su Sátira contra los vicios de la Poesía castellana, y aun aquella debiera estrecharse al tercio de su extensión. Sus comedias para mí carecen absolutamente de imaginación, siendo todas y en especial el Barón, unos sainetes largos, salpicados de dichitos más o menos oportunos, que solía ir a recoger entre las verduleras, como lo he presenciado yo mismo. ¡Y este es nuestro Moliere! ¡Ojalá que lo fuera, y que vinieran otros a echar, no la hoz, sino la guadaña en la inmensa campiña de mies que está a la vista, y que se menosprecia por ir en pos de la irracionalidad romántica!

Como quiera, el blanco a quien solían acertar sus tiros los moratineros era Cienfuegos, quien a la verdad les franqueaba anchuroso campo con sus desentonos estrambóticos sus requiebros pueriles a una Señora y su lenguaje ramplón bronco y enigmático.

Volviendo a mi historia, tuve la ocurrencia de publicar un Método nuevo y económico para limpiar canales, etc., con una lámina y su explicación de la máquina que acababa de inventar. Vendióse el folletillo, pero su principal objeto era lograr la Dirección del canal de Aragón que pretendí con todo ahínco. Fui al Escorial con una carta de encarecida recomendación del Duque de Frías, se la presenté al ministro Cevallos, quien tuvo a bien posponerme a otro que fue preciso retirar al instante, y mucho después en el año 21, hallándome con Cevallos en una tertulia de Madrid, se mostró abochornado de la preferencia que diera a su favorecido.

Al tiempo de publicar mi tercera edición de la Serafina, me hallaba yo en Madrid en situación muy diversa de la vez pasada. Bien quisto entre las gentes, con millares de relaciones en todas las clases, disfrutaba a mi albedrío la tertulia y mesa de las casas más principales; pero se estaba ya fraguando la tormenta que debía trastornar muy pronto la nación entera.

Había entrado ya en España parte del ejército francés que aparentaba ir de paso a la conquista de Portugal, y habiéndonos reunido varios amigos en la Puerta del Sol para oír la noche de San Carlos del año de 1807 las músicas de la retreta, dije a todos; despidámonos de oír más músicas por este día, pues el año que viene ofrecerá el país muy diverso semblante. Algunos extrañaron este arranque siniestro, pero los más se arrimaron a mi dictamen.

Entretanto disponiendo a mi albedrío, por mis infinitas conexiones, de cuantos libros había en Madrid, seguía con mis tareas; pero es de advertir que si bien celebré en la Oda que se reimprimió en París, las glorias de Bonaparte, desde el punto en que tan atroz y aun cobardemente volcó y se apropió el gobierno, a pesar de su talento, travesura y arrojos, le miré ya siempre con encono y detestación. El sandio Godoy, deslumbrado con los brindis regios u alevosos del Corzo, se dejó adormecer torpísimamente, y al ver luego sobre sí la tempestad, se mostró yerto y desvalido.

Sobrevino el arrebato de Aranjuez, y saliendo del rollo de estera, fue luego rescatado del cadalso por los amaños venales de Murat. Subió Fernando 7.º al trono, y yo canté su llegada a Madrid en un Romance Heroico que se reimprimió inmediatamente. A poco de su salida para Bayona, presenté a la junta de Gobierno que había dejado presidida por el Infante D. Antonio, un plan de defensa contra los Franceses, reducido a formar en las montañas de Santander un ejército de tropas ligeras, y flanqueando al enemigo, practicar sistemática e incontrastablemente lo mismo que hizo después la nación a bulto, y logró por este medio su salvación.

El plan mereció la aprobación de la junta, pero luego que el Bailío Gil de Lemus, Ministro de Marina, por cuyo conducto lo había presentado, me dijo que el Ministro de Guerra Ofaril había cargado con él bajo el pretexto de meditarlo, como correspondiente a su Secretaría; contesté al Bailío que mi papel no parecería más, como sucedió puntualísimamente.

Es de advertir que la noche del 30 de abril tuve una conversación larguísima, en el café de la Fontana, con ínclito D. Pedro Velarde, cuya familia había yo tratado íntimamente en Santander. Nuestro coloquio se redujo todo a los intentos alevosos de los Franceses y a los medios que nos sobraban para contrastarlos. Velarde se me mostró acaloradísimo, y entrambos nos separamos persuadidos a que la explosión iba a estallar muy en breve.

La mañana siguiente, 1º de mayo, subía la francesada de ostentar su boato en el Prado, y hallándome yo en la Puerta del Sol, al asomar Murat todo terciopelado y engalanado, vestido de mojiganga, se oyó un silbido agudísimo hacia la embocadura de la calle de la Montera. Volvió repentinamente la cabeza el Corifeo de la comparsa, y como no advirtió novedad en el gentío, siguió sin darse por entendido.

Desde aquel punto dí la conmoción por inevitable; y así la mañana siguiente (el 2) redoblé mi ahínco en lo que solía practicar todas las madrugadas, y era aplicar el oído cuidadosamente a escuchar las voces acostumbradas de venta de comestibles. Oí pues aquel mismo día 2 los gritos de las Foncarraleras y sus semejantes, por donde inferí que no había asomo de novedad.

Vestime despacio, y habiendo ido a la Administración del correo a ver si había llegado el parte que se esperaba con ansia, como no había parecido, me salí a la Puerta del Sol, y reparé que la saeta del Buen Suceso señalaba las diez menos cuarto. En aquel punto recapacité que mi amigo D. Manuel Jáuregui, Capitán de Guardias Españolas, se hallaba de guardia en Palacio, y me podría introducir para ver de acalorar al Infante D. Antonio, como lo había hecho con el Bailío Gil, Ministro de Marina... cuando al asomar al arco de la plaza de Palacio, reparo que las dos compañías de la guardia se repartían en piquetes, sin duda para reforzar las centinelas.

En esto asoma mi amiga la Condesa de Jiraldeli, dama de Palacio, y me grita ¿a dónde va usted M. de F. si hay un alboroto tan grande? -¿Y por qué es el alboroto? le dije -Porque los Franceses, me contestó, se quieren llevar al Infante D. Francisco -Pues yo he de ver en lo que para, le repliqué, y la dejé marchar toda azorada y congojosa.

En esto se aparece una mujer de 25 a 30 años, alta, bien parecida, y tremolando un pañuelo blanco, se pone a gritar descompasadamente armas, armas, y todo el pueblo repitió la voz, yendo continuamente a más el enfurecimiento general. Los cocheros y lacayos de la casa Real clamaban más que todos, pero ninguno se movía, a pesar de que un cerrajero que se apareció allí como por encantamento, pertrechado de su herramienta, se ofreció a mi propuesta, a descerrajar la armería que teníamos encima.

Vista la cobardía de los Tosilos regios, regresé hacia el interior del pueblo. La guardia del tesoro, que era aquel día de Walones, estaba ya sobre las armas; y en la otra puerta el Relator Benito, amigo mío, encargaba a voces y con suma eficacia a los porteros, fuesen para el trance que amagaba a llamar los Consejeros de Castilla que faltaban: ¡buen refuerzo! En vez de seguir por la calle Mayor, tomé no sé por qué causa la del Sacramento, y en Puerta Cerrada, los alhameles, o mozos de cordel gritaban ¡traición en España! Eso no ca... y marchaban a pasos larguísimos en busca del peligro.

En la calle Imperial vi varios soldados franceses que se guarecían en la Iglesia de Santa Cruz; no sé cual suerte les cabría después. En la calle de la Cruz las mujeres andaban tan desatinadas que se querían meter por las rejas, sin acertar con las puertas de las casas. No estaba tan conmovida la de Alcalá; hice alto en el lomo para observar a los Franceses cuya caballería se iba ya poniendo en movimiento hacia la Cibeles. Oíanse entre tanto tiros por todas partes y mi plan era acudir al cuartel de Guardias Españolas, por si se armaban paisanos, mandar algún cuerpo de ellos, embebido en el batallón pero al llegar a la inmediación, supe que en efecto habían repartido como dos mil fusiles al paisanaje, y que al salir el batallón, su Comandante Marimón lo había detenido, esperando la orden del Infante D. Antonio, que vino en efecto para estar sobre las armas y no moverse. Como no salieron los Guardias Españoles, tampoco se apartaron de sus cuarteles los Walones, ni los demás cuerpos de la guarnición.

Entretanto las señoras, además de tener preparadas sus macetas o floreros, iban acercando sus muebles a los balcones para tirarlo todo a la cabeza a los Franceses, con lo cual su caballería quedaba absolutamente imposibilitada de obrar, y su infantería iba a perecer a manos del paisanaje y de la guarnición. Pero este triunfo momentáneo nos cegaba a todos, como se dirá después, y no podía menos de acarrear una catástrofe, pues el enemigo irritado entraría luego a sangre y fuego en el pueblo.

Como ya mi ida al cuartel de Guardias no tenía objeto, me marché a casa de un primer teniente del mismo cuerpo, que vivía en la calle de Foncarral, junto al hospicio.

Desde los balcones estuvimos viendo los batallones enemigos que entraban por la puerta de Santa Bárbara y se encaminaban a paso redoblado, repartiendo balazos, de que también participamos, hacia la calle de la Palma. Oíanse muy cerca descargas de fusilería y cañonazos, y jamás nos ocurrió ni supimos hasta la tarde, que la refriega era en el Parque de Artillería, donde se estaban sacrificando los famosos héroes Velarde y Daoiz. Al retirarme a comer, encontré la gente de mi casa toda despavorida, creyendo que había yo sido una de las víctimas. Había cesado el fuego, y por la tarde se me encasquetó la curiosidad temeraria de ir a reconocer las fuerzas de los Franceses por los altos de Santa Bárbara. Al llegar a la puerta, me detuvo la guardia ya francesa, vino el oficial, y como le hablé en su idioma, me dejó pasar no sin dificultad, manifestándole al mismo tiempo que mi ánimo era volver al pueblo. Sin duda fui yo el único Español que salió aquel día de Madrid; pero en fin me adelanté lo suficiente par descubrir en el campo de los Guardias y en la dehesa de la villa, tres columnas poderosas, dos de infantería y una de caballería, por donde eché de ver el desvarío de la resistencia que se había intentado por la mañana.

Durante mi expedición, estuve oyendo tiros sueltos, y creyendo terminado ya el trance, y creyendo terminado ya el trance, no atinaba con la causa de aquella novedad. Vuelto al pueblo, supe la matanza que se hacia de Españoles indefensos a la salida del Retiro; mas no paró en esto mi amargura, sino que se nos aseguró que un D. Manuel Cabello, empleado en la lotería, y patriota muy acalorado, estaba preso en el principal, e iba a ser una de las víctimas. Era uno de nuestros contertulios, y no se podía perder un momento; por tanto un oficial de Guardias y yo nos determinamos a presentarnos y salvar al amigo a todo trance. Trepando por entre la tropa de todas armas y las piezas de artillería a duras penas, hablamos en francés con el Comandante, logramos nuestro intento, y nos trajimos en triunfo al rescatado.

En cuanto al número de las víctimas, como se habló con tanta variedad, no me atrevo a fijarlo, pero sí me afirmo nuevamente en que fue muy acertado el conato de la junta de Gobierno y del Consejo Supremo en contener al pueblo, y hacer que cesasen las hostilidades, pues sin esta providencia es innegable que Madrid hubiera inundado en sangre.

En esto yo me hallaba sumamente comprometido. Acababa de publicar una sátira contra Godoy, que les suponía poquísimo a los enemigos; pero este disparo fue luego seguido por otro contra Bonaparte, y el tal pecadazo era seguramente mucho más nefando para sus satélites que todos los de Sodoma y Gomorra. Tratamos pues tres Aragoneses de ponernos inmediatamente en camino para Zaragoza.

El problema luego quedó resuelto en punto a la teórica, pero en cuanto a la práctica, encerraba gravísimas dificultades. El enemigo era dueño de las puertas, y nadie salía sin pasaporte del general, o más bien bajá, que ejercía la autoridad militar. Mis compañeros se amañaron para pertrecharse de documento; yo no quise absolutamente rendir este acatamiento a los tiranos, y dije que uno de los otros me sacase en calidad de criado. Vencido este atranque, restaba otro mayor, que era el de la carencia total de carruajes y aun de caballerías, no hallándose ni siquiera un humilde jumento.

El 4 hacia medio día, estábamos los tres en lo algo de la calle de Alcalá, desojándonos por ver si asomaba algún medio, y cuando nos considerábamos absolutamente desahuciados, se aparece por la puerta de Alcalá un coche de colleras. A impulsos de nuestra corazonada, nos abalanzamos a él, y vimos que era de Huesca, y su mayoral muy conocido de uno de los compañeros. Parece que había llevado una enferma a Trillo, y venía en busca de viaje; le hicimos dar la vuelta allí mismo, dejando el ajuste para el camino, y recogiendo un poquillo de equipaje que teníamos en la posada inmediata, nos pusimos en marcha. La guardia de la puerta de Alcalá se abrió en ala para dejarnos pasar sin pedir pasaporte, ni hacer demostración alguna hostil, y como los Franceses no pasaban de la venta del Espíritu Santo, donde tampoco hubo tropiezo, paramos en Canillejas a una legua de Madrid; comió el ganado que estaba ayuno, y nosotros igualmente que tampoco andábamos muy hartos, y allí se despotricó descerrajadamente contra la gabachina, dando principio a la predicación patriota y de alborota-pueblos que no cesó en todo el camino.

Llegados a Zaragoza, encontramos ya los ánimos muy inflamados, y los fogueamos más y más con la relación individual de los hechos, poniendo siempre por corona o ramillete, la atrocidad infernal de que a cuatro esquiladores aragoneses que salían del Retiro, solo porque llevaban sus tijeras, como lo hacen siempre, los habían también ejecutado, esto es, asesinado en el acto.

Es de saber que el 2 de mayo, el jaquetón Murat, ateniéndose alm sistema de D. Quijote en la aventura del rebuzno, con aquello de que es de varones prudentes el guardarse para mejor ocasión, al primer estruendo del alboroto, tuvo a bien poner pies en polvorosa, y guarecido de un gran cuerpo de caballería, corrió a encastillarse en la Moncloa, quinta de la Duquesa de Alba, cerca de los montes del Pardo.

Aplacada la tormenta, acudió a Madrid con altanera soberanía para sacrificar al pundonoroso Cienfuegos y demás patriotas indefensos. Hacíamos volar estas especies por Zaragoza, y así iban ya sonando por el gentío las voces de muera Murat, y sus semejantes, con algunas mucho más sucias y acaloradas.

Por fin el 25 de mayo llegó el correo que traía el cohete incendiario, u a la Congreve, quiero decir, el notición de las renuncias en Bayona, y el nombramiento del fugitivo Eneas, del héroe de la Mancha, para la lugartenencia general de la Monarquía.

Desde muy por la madrugada se fueron agolpando corrillos frente al Palacio del general Glilleumi, que estaba cerca de mi casa; y a eso de las diez, habiéndose reforzado en gran manera, subieron hasta su vivienda, y sin usar de rodeos, le pidieron armas para defenderse de los Franceses. Es de saber que a la sazón no había en la ciudad ni en Aragón una sola compañía de soldados, excepto los miñones, que, como se sabe, no son tropa de línea, y se reducían a unos 200 hombres.

El General contestó que carecía de medio y sobre todo de órdenes. Los demandantes replicaron si las esperaba de Murat, actual soberano de la nación, y que estas serían de aherrojarlos a todos. El paradero de la contienda fue prender al mismo Guillelmi, y cercado de gente armada, lo vi pasar con bastante serenidad por debajo de mi balcón, camino del castillo de la Aljafería, donde le dejaron encerrado.

Ya se habían descargado del superior que se oponía aferradamente a sus miras, pero ¿quién se encargaba del mando en circunstancias tan azarosas? Brindaron con él a Cornel, que había sido ministro de la guerra, al Conde de Sástago y a otros; todos se estremecieron a semejante propuesta, y se negaron con desesperados extremos a tan arriesgado trance.

Los desalados vecinos andaban de calle en calle con las armas en la mano, buscando ansiosamente, y sin cometer el menor exceso, un oficial aragonés que se dignase empuñar el bastón. En esto, a la hora de la siesta del 26, asomaron en mi casa dos clérigos de la Iglesia de San Miguel, y me dijeron que se había pensado en mí para general; y que si yo aceptaba la propuesta, vendrían luego los labradores de su parroquia armados para aclamarme y escoltarme a la Audiencia para solemnizar mi nombramiento. Contestéles con las mismas veras que me manifestaban, que habiendo presenciado las atrocidades de los ya enemigos en Madrid, estaba pronto a sacrificarme por la causa nacional; pero que me constaba de ciencia cierta haber ido varios mozos de la clase media en busca de Palafox, que se hallaba en la torre de Alfranca, recién venido de Bayona, que por mi cuenta debía llegar aquella misma noche, y cuando no, la mañana siguiente se tomaría el partido que se juzgase más acertado.

Vino en efecto aquella noche Palafox, le vi la madrugada inmediata; y dígase cuanto se quiera de la resistencia que opuso al principio, lo cierto es que admitió el mando, y con este arriesgadísimo arrojo, reunió los ánimos, concentró las providencias y las operaciones, e hizo un servicio señaladísimo a la patria.

El entusiasmo general rayaba en frenesí. Se alistaron facilísimamente los batallones, las compañías se solían formar por gremios u oficios, y la de albañiles en especial, encerrándose en la plaza de toros, rehusaba todo género de respiro en larguísimas horas; de modo que en el término de una semana se habilitó perfectamente en el manejo del arma y en los principales movimientos del ejército. Pero se padecía suma escasez de oficiales, y este vacío no se suplía con la excelente voluntad de los más cabales en miembros y en potencias.

Extendí desde luego un plan de operaciones, encargando particularísimamente no se presentasen nuestros reclutas a la caballería enemiga, que ya estaba en marcha, y que forzosamente los había de arrollar. Llevé mi escrito al general con todo estudio a la hora de hallarle en la mesa, y recomendé a cuantos le rodeaban se tuviese muy presente su contenido. Así lo ofrecieron todos, pero luego trascordaron su palabra en el acto de su ejecución.

Llegaron nuestras avanzadas hasta Tudela; vinieron los enemigos y las dispersaron al vuelo, haciendo luego otro tanto con nuestros cuerpos bisoños en Aragón, de modo que sin un destacamento de voluntarios de Aragón que milagrosamente se apareció aquellos días, a las órdenes de mi íntimo amigo y bizarrísimo oficial D. Pedro Gasca, que guarecido de unas tapias a las orillas del canal, con sus oportunas descargas contuvo al enemigo, aquella misma tarde se apodera este de la ciudad absolutamente desprevenida.

Se presentó el día siguiente, y aun se internaron algunos soldados por las calles, mas perecieron casi todos, y los demás fueron rechazados. Entonces se acudió a formar una especie de reductillos o baterías por las puertas con ramaje, sacos a tierra, en fin como se pudo, pero sin resguardar la tapia larga y bajísima del Carmen y Convalecientes, como que todo pertenecía a una ciudad cercada de paseos amenísimos sin el más remoto viso de plaza militar, y careciendo de tropas y de fortificación, no le quedaba más recurso que oponer como dice Arriaza: Brazos de hierro y pechos de diamante; cual lo practicaron en efecto sus ínclitos moradores.

Ocurriome aquel mismo día 11 de junio subir a la torre nueva para observar a los enemigos, y casualmente tuvo en aquel punto el mismo pensamiento el Comandante de Artillería, y desde luego convinimos en la necesidad indispensable de que se estableciese allí mismo una especie de atalaya, para otear de continuo las operaciones de los Franceses, y como el otro tenía que acudir a las urgencias de su ramo, me suplicó que me encargase de aquel destino. Como faltaba el General, y no vino hasta pasado algún tiempo, fue preciso participar aquella determinación a su hermano el Marqués de Lazán, que ejercía el mando, quien la aprobó altamente.

Mi amiga la condesa de Bureta tenía su casa en la inmediación, subió a visitarme brindándome con los excelentes anteojos que heredó de su padre, muerto de Teniente General hacía algún tiempo. Por este medio atalayaba a mi satisfacción al enemigo, y así en mis partes solía especificar el número cabal de tropa, y el calibre y la calidad de las piezas que se ponían en movimiento, para sus ataques o expediciones.

Como los Franceses se habían apoderado, por los ardides vil y soezmente bonapartescos que son bien notorios de la ciudadela y plaza de Pamplona, tenían expedita la carretera de Navarra para enviar cuantos refuerzos necesitaban a Lefebvre, sobrino del Mariscal, que era el encargado del sitio. Con este motivo sus movimientos eran incesantes, y así Martínez de la Rosa estuvo muy escasamente informado, cuando dice que los enemigos dieron a la ciudad hasta seis ataques. Pobréale sobremanera el incensario al panegirista, repartiendo por toda la duración del sitio el número de acciones que solía haber en un solo día; y así aun cuando añadiera un cero a su escasillo guarismo, no alcanzaría a expresar la verdad, pues en efecto fueron más de 60 los avances o refriegas que se empeñaron en los dos meses que duró la contienda.

Apenas sonaba el eco de arrebato en mi Torre nueva, todo el vecindario abandonaba sus faenas, y volando al Coso para informarse del rumbo que traía el enemigo, se abalanzaba en riada al punto amenazado, y no volvía a sus hogares sino triunfante y satisfecho. Las mujeres, hechas unas furias infernales, clamaban por metralla, y en cuajando sus canastos iban a carrera a llevarla en persona a las baterías, aguijoneando y tal vez avergonzado a los hombres que las servían. Las señoras principales solían ir también a repartir personalmente la comida a los artilleros; quienes con estas demostraciones enloquecían de entusiasmo.

Cierto papel u obra ha salido últimamente a luz titulándose, Historia de los sitios de Zaragoza, cuyo resultado primoroso es nublar las glorias aventar el prestigio que tan excelsas hazañas dilataron por el orbe, pero el heroísmo de mis Zaragozanos, a pesar de los escritores que por malicia o por torpeza, vinieron al parecer a marchitarla, descollará con nuevos auges de esplendor y de patriotismo hasta la consumación de los siglos.

Llegó el regimiento de Extremadura casi en cuadro, pero su bizarra oficialidad fue de suma importancia para completar y habilitar el cuerpo y desempeñar el servicio con todo esmero y valentía.

A primeros de julio asomó un oficial de Marina que quiso encargarse de la Comandancia de la atalaya, con lo cual pude complacer al General, en ir absolutamente solo a reconocer el estado de nuestra raya con Francia por la parte confinante a Cataluña, de donde no se tenía en Zaragoza la menor noticia.

El 11 de julio salí con dos señoras que iban a Huesca, en un carrito cubierto, que no parece llamó la atención a los enemigos, que ya habían pasado el Ebro, e infestaban su izquierda con partidas de caballería. Anduve el Pirineo, y aunque había algún amaguillo, no se había formalizado expedición alguna de consideración; pero como faltaba pólvora a nuestra escasa línea, se providenció lo necesario para municionarla. Tomé conocimiento del estado y urgencias de Venasque, y bajé a Monzón que estaba también comprendido en mis credenciales, y traté de dar luego la vuelta.

Durante mi ausencia ocurrió la catástrofe de Falcó y de Pesino, y el 4 de agosto fue la memorable entrada de los enemigos en la ciudad, cuyos habitantes, en especial los de las parroquias de San Miguel y de la Magdalena, acabaron completamente con la columna formidable de granaderos que ocupaba el Coso, y desde entonces los Franceses desahuciados de apoderarse del pueblo, y teniendo a la espalda por otra parte al Conde del Montijo con las tropas de Valencia, trataron de levantar el sitio, como lo verificaron atropelladamente la noche del 13 al 14 del mismo agosto.

Con esta novedad, siendo ya infructuosa mi presencia en Zaragoza, me detuve en casa algún tiempo hasta que dispuse mi viaje para Madrid.

Los patriotas ardientes se mostraban desesperados de que el ejército vencedor de Bailen no marchase a todo trance en pos del enemigo hasta Burdeos, antes que tuviera lugar para rehacerse, y casi llevando él mismo la noticia de tan memorable triunfo. Los ramplones al contrario, suponiendo a Bonaparte tan pausado como ellos mismos, se reían de la venida de las legiones del Vístula, dando por terminada la guerra para siempre.

No bien había cesado la risa de estos mentecatos, cuando asoman las divisiones del norte, derrotan o más bien avientan nuestro ejército en Tudela, y se aparecen casi a las puertas de la capital, en Somosierra.

Rota aquella línea, como suele suceder con todas, el hervidero fue sumo en Madrid, y los jefes hechos cargo de la imposibilidad de la defensa, aparentaron una intentona de resistencia, por condescender con el ímpetu del pueblo, que abría zanjas y arrastraba artillería con un entusiasmo verdaderamente zaragozano. Los primeros cuerpos asomaron y fueron rechazados el 3 de diciembre, y en aquella tarde subiendo a la media naranja del Carmen descalzo, descubrí como 15 ó 16 mil hombres, pero se iban apareciendo piquetes de otros cuerpos, de donde inferí que la mañana siguiente serían hasta 40 mil, como se verificó. Por la noche dije a los amigos en el café de la Fontana, que a la madrugada se perdería el Retiro por su dilatada, débil e indefensa cerca, como sucedió igualmente.

Se trató el 4 de capitulación, y pasaron el Gobernador Morla y el Camarista de Indias D. Bernardo Iriarte, hermano del Poeta, a hacer proposiciones a Bonaparte, que se hallaba a una legua, en Chamartín, hospedado en el Palacio de la Duquesa del Infantado. Entraron los comisionados, pero el árbitro de nuestra suerte seguía paseandose sin hacer alto en ellos, hasta que Iriarte, según me contó él mismo la mañana siguiente, se encaró con él, y le dijo en francés que como hermano de D. Domingo, que había ajustado la paz de Basilea, iba de parte del pueblo de Madrid con el encargo de hacerle proposiciones de paz. Paróse el altanero vencedor, y le preguntó cuales eran sus pretensiones; y sabido que se reducían a que respetase vidas y haciendas, corriente, respondió; con tal que otra vez no se dejase el pueblo alucinar por los frailes -los frailes, le contestó Iriarte, no han intervenido en este asunto- sí tal, replicó al instante, pero no me ha de quedar uno a vida.

Entraron los Franceses, desatendieron, como siempre, la capitulación, y empezaron a prender y enviar patriotas a Francia. Los Marinos estuvimos citados a la dehesa de los Guardias, y desde allí era fácil el tomar cada cual el rumbo que le acomodase; pero todos volvimos al pueblo, y quedamos por supuesto prisioneros. Últimamente yo no había publicado más que un himno para las tropas de Aragón, pero mis opiniones y mi conducta en Zaragoza y aun en Madrid eran bien notorias, y así mi temeridad en permanecer teniendo mil proporciones para irme a Andalucía, fue casi increíble. Sin embargo, ido ya Bonaparte, y descargada en gran parte la Castilla de sus tropas, sabía yo que el ejército de Extremadura se iba organizando con grandísimos aumentos a las órdenes del General Cuesta, a quien había tratado íntimamente en Santander, y mi plan era recoger todos los datos posibles acerca del estado de Madrid y sus inmediaciones, para ir luego a incorporarme en su Estado Mayor, y entrar, si era dable, triunfantes en la Capital.

Sobrevino en esto, después de estar ya casi ganada la batalla, la vergonzosa derrota de Medellín por la huida de los tres regimientos de caballería en nuestra izquierda, arrollando a todo el Estado Mayor y al mismo General en Jefe, que acudieron a detenerlos, y así descubierto nuestro costado, y no habiendo retén, o cuerpo de reserva, unos cuantos escuadrones enemigos fueron degollando a su salvo nuestra indefensa y bisoña infantería; ¡y este balón ocurrió en la cuna del primer guerrero del orbe, de todo un Hernán Cortés!

Con esta deplorable novedad, y rendida ya Zaragoza, tras mil padecimientos y dos mil prodigios de heroísmo, fue fácil agenciar un pasaporte para esta ciudad, y saliendo en compañía de mi íntimo D. Eugenio Tapia sin recelo alguno, al llegar a Alcalá, nos desviamos de la carretera para internarnos por la derecha en la Alcarria.

Aquella tarde llegamos al pueblo de Anchuelo, para donde llevaba yo recomendación poderosa, y luego yendo de paseo por las inmediaciones del lavadero, oímos a las lozanas Alcarreñas entonar coplas contra José Botella y demás gabachería. Este canto, a la sazón superior al de las sirenas, halagaba el oído, y reanimaba el espíritu, harto abatido con tantos vaivenes, vuelcos y desconsuelos.

Tapia se quedó por sus enlaces domésticos en Tarancón, y yo seguí mi derrota sin padecer el menor contratiempo, antes bien recibiéndome en todas partes con particularísimo agasajo. En Hellín, entre las muchas casas que me brindaban con entrañable hospedaje, preferí, como era natural, la de dos compañeros míos, los Salazares, y me detuve en ella ocho días.

Apenas llegué a Cartagena, donde se hallaba de Gobernador mi antiguo compañero de paseo D. Gabriel Ciscar, que después fue regente del Reino, publiqué en el diario los primores salpimentados de los Franceses en Madrid, con este epígrafe de Virgilio, Ferte citi flammas, etc. Por estar más inmediato a mi Aragón, pasé a Valencia, donde empecé a publicar un periódico dos veces a la semana, intitulado el Patriota, cuyos primeros números merecieron grande aplauso; pero habiendo tenido que irse el Impresor a Mallorca, los demás no quisieron orillar las obras que tenían entre manos por la mía, y así fue preciso cesar en mi tarea.

Entretanto un librero bien conocido me propuso traducirle el Cementerio de la Magdalena, novelucha semi-histórica, para mí de poquísimo mérito, pero apropiada a las circunstancias. Su estilo era desencajado, y así se hacía forzoso decorar un párrafo y luego de memoria verterlo todo en castellano. Aun con este ejercicio tan violento, despaché el primer tomo en cinco días, pero estas mismas despachaderas se le indigestaron al sandio librero, el cual se fundaba en la imposibilidad para él, de un desempeño acertado con tan inaudita rapidez. Desprecié su absurdo reparo, y tardé mucho más tiempo expresamente en el tercero, con lo cual mereció su ridícula aprobación, aunque venían a ser absolutamente iguales. El buen Tapia, que se apareció también por Valencia, propendiendo igualmente por su blandura al dictamen del mercachifle, se encargó del tercero, y el cuarto cupo a una mano totalmente despreciable. Lo cierto es que esta obrilla tan baladí rentó al solícito empresario larguísimas onzas.

Pasados algunos meses, quiso Suchet hacer una tentativa sobre Valencia, y como se supo luego la cortedad de sus fuerzas, se me antojó ir en busca de Black, el cual se hallaba con su cuartel general en Orihuela, para proponerle el marchar sobre Teruel ejecutivamente y cortar la retirada a los enemigos, rescatando así de un golpe a todo el reino de Aragón.

Marchéme en efecto, y escribí en Elda una representación, que puse en manos de aquel General, quien me recibió con sumo agrado, celebró en gran manera mi pensamiento, pero me manifestó que, según las instrucciones que acababa de recibir del Gobierno, por ningún título podía desamparar aquellos puntos.

Viéndome desahuciado de mis esperanzas, y estando ya en aquella cercanía, me marché a Cartagena, donde por un acaso bien extraño vine a fijar mi residencia para toda la guerra, sin poder presumir que sería aquella la única plaza de la Península entera, que ni aun desde larga distancia llegarían a ver los enemigos.

Entretanto, además de varios papelillos que solía insertar en el diario, publiqué unas Reflexiones sobre el estado de la nación, que se enviaron a Cádiz y merecieron aprecio; luego un folleto intitulado las Cortes y la Regencia con este epígrafe: Stat glacies iners de Horacio; enseguida otro al mismo intento El Ingenuo, luego en Murcia los Nuevos Desengaños; todos escritos político-militares, y por último uno absolutamente militar con el título de Elementos de Táctica superior. Había antes dado a luz un Poemita sobre la libertad de la Imprenta, que acababan de sancionar las Cortes, acompañado de notas.

También imprimí un sainete, que se representó, intitulado el Egoísta, y como no mereció grande aplauso lo extendí luego en comedia, que se reimprimió en Madrid y tuvo la suerte ruidosa que se dirá a su tiempo.

Es de advertir que en mis escritos siempre había opinado y repetido que nuestras fuerzas principales debían agolparse sobre el Ebro, tomando la espalda a los enemigos y franqueándoles las provincias meridionales para que se explayasen por ellas a sus anchuras. Mi cálculo era el siguiente: si perdemos una batalla en aquel punto, nos venimos a quedar como estábamos antes; si la ganamos, queda de un solo golpe rescatada la nación entera.

Riéronse a carcajadas los presumidos de mi propuesta, calificándola de rematado desvarío. En esto vi una mañana por la calle a larga distancia al Gobernador D. Javier Uriarte, y apenas me divisó, a voces casi descompasadas me anunció la victoria de los Arapiles. Deme V. el pasaporte, fue mi contestación. Extraño el arranque, pero yo insistí en mi demanda, diciendo que me iba a Madrid, cuya evacuación era inevitable con aquel triunfo a la espalda, como había opinado siempre.

Salí con efecto inmediatamente, y entré en Madrid casi al mismo tiempo que los Ingleses. No habiendo otro oficial facultativo nuestro, el Gobernador D. Francisco Diz puso a mi cargo los ramos de ingenieros y de artillería, y el depósito hidrográfico de Marina. Traté luego de continuar mi Patriota empezado en Valencia, y busqué un rodrigón o Cireneo que me agenciase las noticias, y corrigiese pruebas; pero me sirvió poquísimo este auxiliar, porque se me engolfaba en la historia antigua, y escribía de todo menos de cuanto podía contribuir al intento.

En esto el General Soult, que, como yo había previsto de resultas de la batalla de los Arapiles levantó arrebatadamente el sitio de Cádiz, se encaminó hacia el reino de Murcia, y en vez de ser derrotado en su retaguardia y en todo su ejército, como pudo y debió hacerlo Ballesteros que se hallaba con fuerzas suficientes en Granada, atravesó a sus anchuras la Sierra de Alcaraz o de Segura, cometió sangrientas atrocidades en Chinchilla, se incorporó con el Rey Botella, y gracias a la suma torpeza de Wellington en Burgos, revolvieron juntos sobre Madrid.

Al acercarse con fuerzas tan superiores fue preciso ponerse en salvo, y al atravesar por la Puerta del Sol en demanda de nuestro carricoche, oyose un estruendo extraordinario. Súpose luego que los Ingleses, por vía de agasajo a su despedida, y sin duda por aversión al nombre de un establecimiento que debía ser privativamente suyo, habían por medio de hornillos, desquiciado, cuarteado e inutilizado la Fábrica de la China, desbocando y estropeando las 64 piezas de artillería que teníamos en el Retiro, y de que me había yo entregado con solemne formalidad. Esta por lo visto era una salva grandiosa que, socolor de inhabilitar a los enemigos, tenían a bien tributar a la alianza entrañable que nos profesaban.

Marchéme por la carrera de Extremadura, pero calculando que la mansión de los enemigos en la Capital seria muy breve, no quise pasar de Sta. Cruz del Retamar, de donde regresé en efecto a poco más de ocho días, hallando ya expedita y desemponzoñada la margen del Manzanares.

Desapareció el rodrigón, o auxiliar, y habiendo referido en el primer número del Patriota la lluvia, vuelco y demás quebrantos y mohínas de la escapada, cargó sobre mis hombros un nuevo e intolerable peso. Con la última francesada habían desaparecido jefes, militares, civiles y eclesiásticos, recayendo el mando universal en D. Pedro Baranda, Regidor decano. Fue también de los fugitivos Eneas la bandada exánime de los Gaceteros, que no paró hasta las columnas de Hércules, y a no atajarles el piélago ondisonante, como dice Cienfuegos, es de presumir que volara a encaramarse en el Pico de Tenerife.

Con este motivo el Monarca accidental Baranda, habiendo como todos acudido a él los empleados en la Imprenta Real, en demanda de un redactor para la Gaceta, envió un portero en busca mía, y al verme entrar exclamó: por Dios saqueme V. de este atolladero -¿y soy yo por ventura algún Sansón o algún Alcides para tales empresas? Pero en fin ¿de qué se trata? Los Gaceteros, me dijo, han desaparecido, y solo V. puede encargarse de la redacción -y si V. es uno de mis suscritores al Patriota, a ver ¿cómo puedo yo faltar a mis comprometidos? -Compóngase V., insistió, yo no tengo otro arbitrio -adelante, le dije por despedida, se saldrá como se pueda.

Viéndome pues absolutamente solo para la Gaceta y el Patriota, pocos ratos me podían quedar para el sueño, visitas ni diversiones. Como la caridad bien ordenada empieza por sí mismo, a la madrugada disponía ante todo y cumplida y originalmente (pues jamás copiaban un renglón de nadie) mi Patriota y luego a eso de las nueve o las diez iba a la Imprenta Real, traducía o extractaba los periódicos ingleses, arreglaba las demás noticias, y si faltaban materiales extendía allí mismo algún discurso de política o de literatura, numeraba los artículos para su coordinación competente, y entregándolo todo a los regentes del establecimiento, les encargaba avisasen con tiempo si ocurría alguna novedad.

Ibamos así dando vado a tan trabajosa tarea, cuando merced a la escapada del Lord Wellington hasta la raya de Portugal, revolvieron los enemigos sobre Castilla la Nueva, y fue preciso, según la expresión vulgar, tomar otra vez las de villadiego, dirigiendo el rumbo hacia la Alcarria, para donde me dio eficacísimas recomendaciones mi amigo el Conde de Saceda. Encastillado en su palacio ostentoso del Nuevo Baztan, y habitando por una casualidad bien extraña, la sala que tenía figurados en los azulejos del suelo las estaciones del año, me dediqué a adelantar mi Primavera, que con tantos vaivenes y faenas yacía atrasadísima, como todas mis empresas de consideración.

Desaparecieron los enemigos, y habiendo acudido los medrosísimos gaceteros a encargarse de su Periódico, pude yo a mi vuelta concentrarme en el mío y darle todo el vuelo de mis alcances. Su aceptación llegó hasta el punto de que hubo ocasión de agolparse el gentío de los compradores, y volcar el mostrador haciendo un tenderete revuelto y lastimoso de los papelillos volantes que lo cuajaban. Se publicaba dos veces a la semana, y cada número solía dejarme en limpio quinientos reales.

Trasladóse or fin el Gobierno a Madrid, y rebosaron tiendas, esquinas y plazuelas de Periódicos. Luego a la venida de Fernando 7.º se nubló el horizonte con la tormenta que se fraguaba en Valencia. Llegó el Rey a Madrid, y fueron presos y maltratados los individuos más descollantes de las Cortes. Entre ellos el angelical Muñoz Torrero, después obispo de Guadix, que acababa de pasear conmigo por el Prado, fue conducido violentamente como un malhechor a la cárcel de la Corona.

A mi último regreso a Madrid, había publicado un romancillo de corta extensión, intitulado el Patriota en el Nuevo Baztan, y luego di al teatro y reimprimí mi comedia del Egoísta, pero el arrebato ciego e increíble de los Empecinados atajó las representaciones realzadas con el desempeño del célebre Maiquez, como lo refiero en el Prólogo de la segunda edición, hecha al mismo tiempo de la publicación de mi periódico.

Es de advertir que en estos escritos, como en todos los míos, puse siempre de manifiesto mi entrañable, y estoy por decir, innato liberalismo, tan ajeno de todo rendimiento, como de los disparos torpes o maliciosos de los descerrajados. Con esta conducta conseguí, como lo tenía previsto, indisponerme con entrambos partidos, y así a los asomos de la persecución, calculé que no habiendo lo que se suponía cuerpo de delito contra mí, en apartándome de la vista, no irían a pesquisarme por los rincones de Aragón; como sucedió en efecto.

Salí pues para mi casa, donde fui recibido con agrado por mi cuñada, dueña aunque sin hijos de todo el patrimonio, por las barbarísimas leyes del país, llamadas procesos forales. Miraba a veces la alcoba donde nací, me enternecía y exclamaba ¿qué me supone esta mujer por haber estado casada con mi hermano? ¿Deja de ser una advenediza en la casa? Y sin embargo ella manda y dispone, no siendo yo aquí más que mero huésped atenido a las mercedes de la poseedora.

Es de advertir que esta soberana de mi mansión solariega, despavorida a los asomos del enemigo, se marchó torpemente aconsejada a Lérida, llevándose alhajas, plata y cuanto había más apreciable, y abandonando absolutamente la casa, que fue luego saqueada y convertida en hospital, de donde al mismo tiempo desaparecieron caballerías, carruajes, ajuar de labranza, etc. etc.

En esta situación mal podía durar nuestra continua inmediación y comensalidad, y así marchándome a Zaragoza, puse mi demanda de alimentos. La demandada, al ver su defensa trabajos, se allanó a un convenio, en que mi generosidad, tan mal agradecida como siempre, le cedió las principales fincas del regadío, contentándome con la posesión de la casa, de la Torre, o Quinta, y de otras heredades apreciables, pero de secano, donde escasean de continuo las lluvias.

En el saqueo universal desapareció la librería, que era numerosa y de valor, pero como yo traje otra conmigo más apreciable para mí, por ser toda moderna, pronto quedé consolado de aquel descalabro. Para tal cual amenizar mi secatura lugareña, me dediqué con ahínco a mis rezagadísimas Estaciones, y a otras tareas literarias.

Es de advertir que desde el principio entablé el sistema perniciosísimo para quien se halla rodeado de la villanía habitual, no digo precisamente de mis paisanos, sino de todo ocioso e inculto lugareño; me aferré, digo, en el sistema de no admitir empleo público, donde el Ayuntamiento disfruta considerables regalías, y con esto no solo mi cuñada, que obraba por impulso ajeno, sino entes baladíes y odiosísimos dieron en molestarme con negocios impertinentes que solía yo desgraciar por el sumo menosprecio con que miraba los intentos, sus autores, los viles curiales que los agriaban con sus mañuelas indecentes, etc. etc.

Pasaba algunas temporadillas en Zaragoza, donde disfrutaba la intimidad del apreciabilísimo D. Martín Garay y de otros amigos más o menos interesantes.

Tratose de realizar el proyecto tantas veces intentado y nunca puesto en ejecución del Canal de la Litera, que rendiría infinitas más utilidades que el de Zaragoza, pues regaría una inmensidad de terreno fertilísimo y siempre falto de aguas, en el confín de Cataluña y Aragón. Había Garay agenciado caudales de las encomiendas de San Juan, y proponiéndome para director de la empresa, hice tres composiciones que se imprimieron lujosamente en Zaragoza, para enviarlas al famoso Lord Holland, afectísimo a la literatura y nación española, para que nos enviase máquinas conducentes a nuestra empresa, pues hasta la excavación debía, según mis intentos, ejecutarse por maquinaria; pero el ministro Ceballos, al pronto muy propenso al proyecto, no quiso luego aventurar su privanza y ministerio llevando adelante el primer conato, y así quedó todo meramente en habla, como siempre.

Con estas alternativas se trampeaba el aburrimiento lugareño, cuando sobrevino la novedad del levantamiento de la isla de León y restablecimiento del sistema constitucional.

Hallábase confinado en mi pueblo el después ruidoso ministro Feliu, a quien desde luego por mi intimidad con la Generala la Marquesa de Lazan proporcioné los ensanches que disfrutó los ños de su destierro, y luego me correspondió en los términos que se verá en su lugar. Había yo por aquel tiempo hecho un viaje a Lérida para visitar a mi amigo D. Francisco del Rey, y habiendo hallado allí una imprenta regular, tuve la ocurrencia de estampar el primer canto de la Primavera, que fui enviando a los amigos de Madrid y de otras partes, y creo que desde aquel punto me encaramé al concepto poético que después generalmente he merecido.

Proclamado de nuevo el sistema a principios del año de 20, ideé inmediatamente un poema en silva y en cinco cantos intitulado la Constitución, que se imprimió en Zaragoza, pero con tal lentitud, contra mis repetidos encargos, que cuando llegó a publicarse, la nación estaba colgada de las primeras sesiones de las Cortes, y así, a pesar de haberse celebrado sobremanera en los periódicos, llamó poquísimo la atención.

Fui a Madrid y me encontré con que era todo una sentina de partidos disparatados con nombres ridículos; pronostiqué desde luego el descalabro y ruina del sistema, cuya predicción me acarreó la ojeriza de los fanáticos y de los malvados que ansiaban el trastorno general. Presencié la procesión del retrato y su derrota, como también la expedición afrentosa a la Cárcel de la corona contra el cura Vinuesa. Este era un ente despreciable, procesado por la Junta de Guadalajara, y perseguidor y vengativo en sus cortísimos alcances; conocíale de Madrid y de la Alcarria, más aun cuando fuese culpado por varios títulos, no merecía seguramente fenecer en una asonada y a martillazos.

Había publicado poco antes los tres cantos de la Primavera, puesta en las nubes por los papeles públicos, suministré algunos artículos literarios que me había pedido Tapia para su gaceta, y habiéndose de nombrar la dirección de estudios, creí que, según Feliu me había dado a entender, sería yo, si no el primero, uno de los cinco individuos. Quedé pospuesto, y habiéndome yo mostrado seguramente más resentido de lo que merecía el asunto, me declaró el ingrato Africanillo (de Ceuta) una guerra tan implacable que no consintió que mi paisano Bardají me diese, como le competía, la Secretaría de la Interpretación de lenguas que se hallaba vacante.

Publiqué por entonces mi Parangón del Sistema constitucional de España con los principales gobiernos etc., lindamente impreso en tamaño reducido; y fue generalmente elogiado en los periódicos, y apreciado del público.

Desahuciado de la colocación que apetecía, y más y más persuadido por cada día de la insubsistencia del sistema, aun sin la menor intervención extranjera, me vine a Zaragoza, y desde allí a mi casa, donde me dediqué con todo ahínco a la continuación de las sempiternas Estaciones.

Por abreviar estos apuntes, se ha orillado toda descripción de los países que he ido viendo u habitando, y así del mío solo diré que tiene una vega amenísima, con frutales, particularmente cerezos hermosísimos y melocotoneros a millares, pero se escasea como en todo pueblo corto de racionalidad entre nosotros, sin más recurso que el ridículo juego de naipes, y la chismografía bárbara y mohosa.

A primeros de abril de 1823, el ejército francés reforzado bajo el título fútil de cordón sanitario, rompió la valla y volvió a emponzoñar y avasallar nuestras provincias, a la sazón indefensas. Con efecto, nuestro llamado ejército, a manera de castillejo de naipes, fue al través del primer soplo de unos advenedizos, que años antes, siendo en número infinitamente mayor, no acertaban a dar un paso sin padecer mortales descalabros.

Como mi pueblo es plaza, le alcanzó la nueva francesada, que con su fatuísimo orgullo intentó asaltar el castillo elevado, a pocos días de su venida. El rechazo completo fue muy fácil y el sitio tuvo que reducirse a bloqueo, puesto en manos de Navarros, los vivientes de dos zancas sin plumas más irracionales con quienes topé en todo el discurso de mi asendereada vida.

Los únicos defensores leales y esforzados del castillo eran el Gobernador Cuesta, y el Comandante de Ingenieros, mi amigo D. Ramón Mateo; todos los demás, o egoístas o fanáticos, con sus deserciones o su rebeldía, exceptuando otros dos o tres, pusieron a los jefes en la precisión de rendir anticipadamente la fortaleza.

Avasallada la nación y venido a Zaragoza, un sayón de Policía acongojó sobremanera y trastornó todo el pueblo, pero al menos en mi lugar disfrutaba sosiego; empecé a padecer suma flojedad de nervios, con calambres incesantes, con especialidad por la noche, y este achaquillo junto con mis perpetuos y tristísimos desvelos, me puso en la necesidad de pasar a Bañeras de Bigorra, para tomar aguas marciales, o de hierro, que son esencialmente tónicas y provechosas.

Emprendí mi marcha sin consultar, según mi costumbre, con facultativos, y al trasponer la cumbre del Pireneo por el puerto de Bielsa, a la vista de tan grandiosos objetos, determiné, sin haberme antes ensayado jamás, dar a luz una composición francesa relativa a mi viaje, apenas llegase a mi destino.

Dicho y hecho. Consulté con el Sub-prefecto del Partido, Mr. Gauthier (a quien después he visto en París de vocal de la Cámara de Diputados, y siempre me ha continuado sus finezas), el cual me alentó mucho, haciéndome algunos leves reparillos, y salgo a volar con aceptación de Poeta francés, aprensión que, como he dicho, jamás había asomado por mi fantasía.

Entonáronse mis nervios, desaparecieron los calambres, y volví después de largos años a Tolosa, donde reimprimí con otras composiciones, sobre las orillas del Garona el elogio del Taso, etc., mi bañerada, cuyo folletillo se recibió con suma extrañeza por los versistas friísimos del país. A mi llegada vino a visitarme un Mr. Abadie, Presidente de cierta academia de Humanidades, y me brindó con un plaza en su cuerpo. Díjele que, idólatra en todo y más en literatura, de la más absoluta independencia, jamás había querido ser en España individuo de academia alguna, y así por agradecer su fineza podría ser agregado u asistente, mas de ningún modo propietario. Así se verificó, pero luego las pedanterías del finchado Secretario disgustaron a todos los individuos, y vino a disolverse aquel cuerpo.

Conocí en Bañeras a D. Luis Onis y su familia, y como habitaban en Montauban, ofrecí hacerles una visita a la primavera. En este intermedio les había recomendado una Cantarina española llamada Anselma Lamana, quien por su mediación logró una acogida honorífica y provechosa. Con este motivo, después de pasar ocho días en la quinta de Mr. Lagaillarde, mercader de la calle de la Montera en Madrid, pasé a Montauban, hice una composición en francés, dando las gracias al pueblo favorecedor de mi recomendada, y habiéndise impreso en el mismo día, fue la propia Anselma repartiendo ejemplares aquella noche antes del Concierto, que era el último; y entretanto yo, como desconocido, me empapé a mi salvo en los elogios que oía hacer de mis versos a la oficialidad de la guarnición y a los demás concurrentes.

En Montauban vivía en casa de Onis, y al retirarnos de la tertulia, que solía ser cerca de media noche, la señorita me daba siempre el tema o el asunto, y a la madrugada para el primer desayuno, que era a las siete, le presentaba mi composición en limpio, sin perjuicio de los versos que se trabajaban entre día, ya en castellano, ya en otros idiomas, al primer asunto que se rodeaba: tarea florida, ramillete perpetuo de requiebros que duró toda la temporadilla de unas tres semanas que fue mi mansión en aquel pueblo.

Es muy notorio que Tolosa encierra la primera academia de Europa, intitulada de Juegos Florales, donde hace siglos se reparten a los humanistas tres clases de premios; siendo los que yo he visto muy apreciables, el 1.º un amaranto de oro, el 2.º un rosal de plata con esmaltes. Hay para el Poeta el ensanche de escoger el tema y el metro, no escaseando ni alargando en demasía la composición. El asunto para la elocuencia se prefija por la Academia.

Era mi ánimo enviar tres o cuatro composiciones, bien seguro de que aun cuando fuesen menos castizas en el lenguaje y esmeradas en la versificación que las de mis competidores, les había de aventajar en gran manera en cuanto al ardor y el empuje del conjunto. Como la distribución de premios es el 3 de mayo, suponiendo que me sobraba tiempo, me marché a Montauban por febrero, dejando aquella tareilla para mi regreso. Iba con efecto a emprenderla, cuando supe que había expirado el término, pues nos hallábamos a mediados de marzo, y a primeros de aquel mismo mes debían estar las obras en la secretaría.

Llegó el día de la función, y me enviaron mi billete. No cabe mayor aparato de salón, de colgaduras, de música, de concurrencia en damas y galanes, pero a lo de Horacio,Naturam expellas furca tamen usque recurret.

El primer premiado era un figurín de abogadillo llamado Ducos, hermano de los comerciantes que me asistían, que con extremados ademanes, aspamientos y ronquidos, disparó una especie de heladísima elegía a la muerte del célebre Lord Byron, asunto que casualmente acababa yo de tratar en una composición inglesa. Lo demás fue todavía más despreciable. El premio de elocuencia que tenía por tema el elogio de Doña Blanca de Castilla, madre de San Luis, no se adjudicó, porque, en dictamen de los Censores, que por supuesto sería justísimo, no hubo discurso alguno acreedor a aquella distinción. En fin yo solía volar a mis franchutes diciéndoles que su colección de premios venía a ser una especie de helera, une glacière.

Por este tiempo me hice traer de París el parto para mí más asombroso de los ingenios modernos, quiero decir, la versión literal, elegante y sumamente expresiva de Horacio y Virgilio en el metro idéntico del original, por el Conde de Voss en alemán. La entonación de la Eneida desmerece algún tanto, pero las Égloga y las Geórgicas están en su punto. En cuanto a Horacio, las grandes Odas justum et tenacem etd., Qualem ministrum, fulminis, etc. Delicta majorum, etc., ganan tal vez energía, no en cadencia; las expresiones chuscas Miseri quibus intentata nites simplex numditiis, son intraducibles; pero el número de versos, repito, y su medida son iguales, y el conjunto es un fenómeno inaudito. También ha traducido en iguales términos los Metamorfosios de Ovidio, todo el Homero y el Hesíodo.

Al acercarse la temporada de las aguas, volví a Bañeras en 1826, y entonces se me antojó imprimir un cuadernito de Poesías en varios idiomas. En cuanto a la parte castellana, escudillad hermano, decía Sancho, eché mano de lo primerito que se me puso por delante; para las francesas, ya me iba soltando, y retoqué un poquillo la de Montauban. Pasando luego a las italianas, aunque jamás me había ejercitado, la hermandad del idioma e identidad del metro me franqueaban suma facilidad, como también para las latinas, el haber hecho de niño tantos versos en la gramática; pero luego los apuros fueron para la parte inglesa, cuya lengua es tan mimosa y la prosodia tan inapeable para quien jamás ha visitado la Inglaterra. Se vencieron por fin las dificultades; pero luego me atasqué en otro mayor atolladero.

Me encalabriné con efecto en componer un canto heroico a los Griegos modernos en el antiguo dialecto ático, y mi desempeño fue como el del pintor de la Argamasilla, que, según Teresa Panza, no acertó con tanta baratija. Encasquetóseme también el componer una oda en alemán, intitulada la Patria, y en esta parte fue todavía mayor mi torpeza, y mi amarguísimo desengaño, cuando una señora alemana me manifestó en Tolosa un sinnúmero de yerros.

Seguía entretanto con el uso de mis aguas marciales en la fuente, llamada entonces de Angulema, colocada a cierta distancia del pueblo, en una situación muy pintoresca. Concurrían damas, y aunque los Franceses se desentendían de su atractivo y aun de su presencia, yo solía hablarlas, y me contestaban siempre con agrado. Entre ellas se apareció una muy principal, y habiéndome particularizado un tantillo con ella, llegó el caso de atreverme a dedicarle una composición en francés. Era para mirado y más en un extranjero el ofrecer versos amorosos a una casada, con quien mediaba todavía poquísima intimidad, y así los reservaba calladamente en la cartera. Estábamos por fin un día en conversación, y aunque sabía ya el apellido del esposo, que es allí el que rige, quise saber su nombre, y me dijo que se llamaba Laura -¿es posible? le contesté -no es sino muy cierto, me replicó, añadiendo ¿y qué tiene de particular que me llame así? -Tome V,. le dije entonces, sacando mi billete, y luego hablaremos. Era el caso que sin antecedente alguno, le había yo puesto este nombre poético, con alusión tal vez a la fuente de Valclusa y la dama del Petrarca. Ello es que Laura se quedó atónita, y me preguntó repetidamente, ya leyendo los versos, ya levantando la vista, si en realidad le había adivinado el nombre, y ratificándome que ningún antecedente había tenido para acertarlo, cargó con el papelillo. Luego dio la casualidad de que partimos en un mismo día de Bañeras, yo para España, y la dama para el interior de Francia, dándonos completamente la espalda. Después hemos vuelto a vernos, como se dirá a su tiempo.

Reempozado en mi secatura monzonera, como solía yo llamarla, con motivo de haberme copiado un amigo en Tolosa, las Estaciones concluidas allí, después de veinte años de trabajo, me dediqué a ponerles notas, acomodadas al alcance general, extendiéndome particularmente sobre la parte astronómica, comprendida en uno de los cantos del Estío.

Ofrecióseme varias veces el pasar a Zaragoza, en cuyas mansiones solía coplear, o dedicar versos, a las amigas, que venían a ser todas las señoras del pueblo. Imponíales, como siempre, la pensión de copiar mis agasajos o requiebros métricos, para recoger yo el trasunto y dejar en poder de las interesadas el original; a cuyo propósito me decía una de ellas que tendría ya un baúl lleno de copias. Con efecto, son en crecido número, habiéndolas en francés, en inglés, etc. En uno de estos viajes se me proporcionó leer tal vez el único ejemplar que había en Aragón, perteneciente al Capitán General, de la Poética de Martínez de la Rosa, recién impresa en París. Pareciome el poema vulgar en la doctrina y friísimo en la ejecución, con cuyo motivo, vuelto a casa, despavilé o concluí en cuatro u cinco semanas otra Poética en doce cantos. En ella los preceptos van siempre material y formalmente acompañados del ejemplo; pues las reglas del Soneto se expresan en un soneto, las de la Décima en otra composición igual, etc. El canto de la comedia está en romancillo; el de la tragedia en romance endecasílabo; el de la poesía heroica en tercetos y en octavas, y así de los demás. Hay al fin una composición sobre Lope de Vega, otra a Martínez de la Rosa, que no quise enviarle por no lastimar su amor propio, y todo saldrá junto a su tiempo.

Extendí luego una Novela, no en cartas como la Serafina, sino en historia, intitulada Faustino y Dorotea, relativa a la guerra de la independencia, y situada principalmente en el reino de Valencia, sierra de Cuenca, etc. La dejé casi concluida, escribiéndola, según mi ya inveterada costumbre, sin borrador y sin retoques, como van estos apuntes. A este propósito se me trascordó expresar en su lugar debido, que tenía compuesta otra novela, parte en historia y parte en cartas, intitulada el Valero, y la dejé pasar por Bilbao, no sé con qué objeto ni motivo, en poder de un comerciante llamado D. Manuel Manzárraga, que murió hace años, y no he sabido más de mi obra. Acaso parará en la casa de Nenin, yerno de Manzárraga.

Llegó por fin el punto de emprender mi anhelado, y no sé si diga, memorable viaje a París, que es forzoso referir con alguna extensión. Salí de casa el 6 de agosto de 1833 pasando la barca incomodísima de mi pueblo, pues en el distrito de pocas leguas donde había seis o siete puentes en lo antiguo, hay ahora que atravesar el Cinca, en alguna barquilla infernal como la del arrugado Caronte. Se sigue por un alto que domina la hermosísima huerta de mi pueblo, y se llega a la traficante cabeza de partido, Barbastro.

Salí de allí el día siguiente pertrechado de mi costoso pasaporte, en que advertí, cuando ya estaba lejos, se había incurrido en la torpeza de titularme Abogado de los Reales Consejos. Sonreíme de la ridiculez, y me sonrío todavía al recordar que la mentecatez lugareña ha intentado hacerme cargo de la supuesta usurpación de un dictado que jamás ha podido tener para mí el más remoto asomo de atractivo, y que por cierto ningún relace absolutamente me podía dar para mí expedición anovelada.

Al dejar a Barbastro, se atraviesa y se otea desde los altos el precioso viñedo del pobladísimo y fértil territorio del Somontano. Se pasa la sierra de Naval, por despeñaderos no menos horrorosos que los del Pireneo, y después de andar largo trecho por vegas vistosas a la margen del Cinca, se llega al famoso Ainsa situado en un alto a la confluencia del Ara y del Cinca que acabo de nombrar.

Este pueblo fue la Capital del reino de Sobrarbe, principio del de Aragón, y cuyo fuero se conserva todavía; pero está actualmente muy decaído, y de sus antiguas ínfulas de corte solo le quedan al parecer sus grandes campanas. Su castillo torreado y almenado tenía 137 pasos míos de largo y algo menos de ancho, y en su llano inmediato llamado de la Cruz, se dio una batalla decisiva, en cuya memoria se celebra de tres en tres años una especie de farsa o morisma con trajes y romances antiguos, costeando el erario la fiesta o mojiganga que acarrea siempre grandísima concurrencia.

Se cosechan granos, vino, aceite y seda, pero más arriba ya apenas se cultiva más que el centeno en las escasas tierras que dejan a los industriosos moradores las desenfrenadas avenidas de ríos, arroyos y barrancos. Es de notar sin embargo que, tanto en Sobrarbe como a la parte de Ribagorza, vienen a subsistir todos los pueblos antiguos, al paso que en los territorios llanos de Aragón, hay infinitos despoblados que se llaman pardinas. Solo en el distrito de Monzón faltan siete u ocho poblaciones; tres a la derecha del Cinca, y cuatro u cinco a la izquierda.

Consistirá acaso en ser más iguales las escasas cosechas de la montaña, en ser los habitantes más sencillos y arreglados, y estar mensos expuestos a los vaivenes políticos y militares. Esta diferencia se advierte al exterior, pues aunque vestidos, aun los más pudientes, de paños burdos, se les ve por junto general arropados y decentes.

Salimos de la Ainsa el 8, y nos despidimos en Labuerda, que está en el mismo llano, de la vista apacible de vides, olivos y moreras. El camino es generalmente angosto, pedregoso e incómodo, y solo se disfruta la distracción de los estrellones y disparos de las olas del Cinca que se tiene siempre a la vista.

Comimos en una especie de cortijada a aldehuela que se llama al Enfortunada; y luego atravesando el río por un puente de vigas arruinadas, que suelen llamar en el país palanquetas, dejamos el sitio nombrado Badain, y empezamos a trepar la cuesta empinada y pedregosa de Mata-aire. Nos sobrevino lluvia, y ni se podía ir montado, porque las caballerías encontraban tropiezos expuestísimos, ni acertábamos a andar a pie, teniendo que ir embozados por la frialdad, y luego empapada la capa pesaba como si fuera de plomo, y así se hizo forzoso arrostrar el temporal en cuerpo. Cabalgada la cumbre, nos empozamos en un hoyo, donde está situado el lugarejo de Sarabillo, a espaldas de una montaña que le ataja el sol en invierno y lo deja achicharrar en verano. Hay algunas mujeres con buche, pero esta dolencia, o monstruosidad, debida a la crudeza de las aguas o a la calidad del ambiente, no es tan general en las montañas de Aragón, como en los Alpes y en otros países.

Venía con nosotros un Veredero, u portador de órdenes superiores, y aunque suelen saber el contenido de sus pliegos, no tive la curiosidad de preguntarlo. En Sarabillo fuimos a parar a la casa harto cómoda y espaciosa del secretario, el único por supuesto que sabía deletrear en el pueblo, y mientras nos enjugábamos, y se disponía la comida, compuesta principalmente de truchas exquisitas, veo la vereda sobre la mesa, la despliego, y me encuentro con un encargo ahincado y reservadísimo del Ministro de estado a todas las justicias de la raya para que pesquisasen y atajasen con el mayor desvelo y actividad unos folletos que se habían empezado a imprimir en Burdeos y en castellano contra el gobierno español, para introducirlos en España por todos los pasos y conductos imaginables.

¡Quién creería, dije, que un Escritor de profesión había de ver esta orden la víspera de su entrada en territorio francés! Pero mayor fue mi admiración, cuando pocas semanas después conocí en Burdeos al autor, y aun supe el contenido, y oí leer alguna prueba de los mismos folletos, y así ajustando fechas inferí que al primer pliego que asomó por la Imprenta, como se verá a su tiempo, estuvo el Gobierno informado puntualísimamente de su contenido, con la particularidad de ser el Impresor un fanático carlista por Francia y después por España.

Plegué mi papelote sin chistar, y acudí denodadamente al banquete sarabillesco de mis truchas, que me interesaban infinitamente más que todas las veredas del universo. Volvimos luego a nuestra andanza por un camino tolerable, siempre a la orilla del río, y luego empezó a sonar y en seguida a dejarse ver uno de los fenómenos más peregrinos que jamás he presenciado.

Encajónase la corriente por enormes peñascos que a lo mejor se le atraviesan; dispárase toda a grandísima altura, formando ya inmensos abanicos, ya tendidas madejas, ya graciosos borlones de espuma o de perlas. Repítase el encuentro u la decoración, con vistosa variedad por otras dos o tres veces, siempre con el mismo señorío y magnificencia. Llámase este sitio (sumamente pintoresco sin ser horroroso, porque no se cierran demasiado las montañas inmediatas) con toda propiedad las Esclusas, que, por no haberlas visto antes, no han salido a relucir en mis Estaciones.

El camino por allí es bastante ancho, pero pendiente y pedregoso, hasta que se llega al valle anchuroso de Plan, que es tan llano como el gran paseo de Santa Engracia en Zaragoza, cuajado de praderas y huertas, rebosando todo en frescura y lozanía.

En Plan me hospedé en casa de una viuda, natural de mi pueblo, y hermana de la Marquesa también viuda de San Marcial. Recibiome con los extremos de señora, de paisana y de amiga, y estando en su cocina, que es el estrado de la montaña, ocurrió una particularidad harto extraña, y fue que hablando un mozo de marcharse a Francia, lo cité para la madrugada siguiente a las cinco. Contestome que iba a salir inmediatamente, por donde comprendí al golpe que iba a conducir, como era la realidad, una recua cargada de lana de contrabando en medio de la noche, por unos despeñaderos casi intransitables aun con la claridad del día más apacible.

Salimos la madrugada del 9, faldeando la montaña por un camino absolutamente llano; y dominando a la derecha una huerta amenísima salpicada de frutales, llegamos al pueblecillo de San Juan, donde vi un centinela que rechazaba a cuantos vecinos se encaminaban al monte, y según la lista que tenía el cabo, no habían satisfecho la contribución; de modo que por padecer aquel atraso se les imposibilitaba más, no permitiéndoles acudir a sus faenas.

Ibamos como entoldados por debajo de unas enramadas a la orilla de un arroyo, hasta que llegamos a la venta llamada Hospital, donde ya casi desaparece la vegetación. Se camina sin embargo por unas praderas poco incómodas, casi hasta que se avista el puerto. En priaba de la antigua preponderancia de nuestra nación sobre la francesa, tengo observado que todos los pasos o puertos del Pireneo toman el nombre del último u penúltimo pueblo de España; y así se dice puerto de Benasque, de Plan, de Bielsa, de Canfran, etc., y no de Oleron, de Aura, etc.

Al llegar a la cumbre íbamos pisando unos peñascos esquinados y casi verticales, sin forma o asiento de capas y vetas, de modo que más parecían un montón de escombros que un terreno ordenado y natural; de donde inferí que en lo antiguo aquellos sitios padecieron un vuelco total, por efecto de un volcán o de otra causa desconocida; fenómeno bien extraordinario en tan empinada altura, con cuyo motivo fragüé allí mismo una composición francesa que luego imprimí en Burdeos.

Al bajar a pie y casi descolgándonos por aquellos derrumbaderos, encontramos uno de esos desventurados contrabandistas que llaman paqueteros, que medio desnudos y con su paquetillo en la cabeza trepan por parajes al parecer intransitables, y se exponen a todo género de riesgos por ganar algún miserable dinerillo. Llegamos por fin al valle de Aura, llano, arbolado y pobladísimo, pues en la tirantez de dos o tres leguas y como media de anchura, encierra más de treinta pueblos y algunos de consideración. Sobre la entrada hay un picacho elevadísimo, en cuya cumbre pasó el célebre naturalista Ramón, ocho días con sus noches, haciendo experimentos.

Me fui en derechura a casa de un ricacho del país, en el pueblo de Biela, donde hice la vez anterior aquel conocimiento. Me recibieron con grande aparato de comida guisada y servida por alguna de las lindas hijas, quienes, al modo del criado de D. Quijote, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera, ellas así fregaban los platos como hablaban de poesía y de las demás nobles artes.

El día inmediato tuve proporción para enviar el equipaje, y luego, dejando mis cocineras poéticas, paré en Monreyau, en la casa lujosa de un Consejero del Departamento, a quien había yo conocido en Tolosa, y me agasajó hasta lo sumo. Desde allí pasé luego a tomar la diligencia y llegué por fin a mi Bañeras.

Bañeras de Bigorra es en medio de las montañas un pueblo ostentoso que debe todo su esplendor a la concurrencia tanto nacional como extranjera. Su recinto y cercanías vienen a ser un fontanar perpetuo de aguas minerales, pues si bien no son de las más eficaces, se acude a veranear como a una especie de Versalles, y los vecinos esperan con ansia el agosto, y se noticias con entusiasmo la llegada de alguna familia como en los puertos la de algún convoy de América o de la India. La suntuosa casa de baños ha costado más de sesenta mil duros, y hay otros muchos establecimientos de consideración. Además del paseo en el centro llamado Custus, plantado dicen por nuestro conde de Aranda, que fue de Embajador en París a pasar alguna temporada, hay otros muchos más o menos cómodos y pintorescos por todos los alrededores.

Los Ingleses, que de resultas de un desafío ridículo y aciago para un gallardo mozo del pueblo, se habían desviado de la concurrencia, van acudiendo de nuevo, y derraman o malgastan sus guineas en cabalgatas y correrías por las fragosidades del Pireneo, que para ellos y ellas tiene infinito atractivo. Los Españoles al contrario nos fastidiamos al punto de recreos tan montaraces, y Bañeras sin Españolas es para nosotros un bostezadero perpetuo.

La vez anterior llegamos a ser sucesivamente en la temporada hasta 200 Españoles, y solíamos reunirnos por la noche en la tertulia de las Señoras de Mazarredo de 25 a 30 personas; de modo que al fin hice mi despedida poética muy palmoteada; pero ahora éramos muy contados, y aun gracias a una familia apreciabilísima, con cuya intimidad me honraré toda la vida, y a la condesa de Escalona, con una señorita arpista que se apareció luego, se trampeaba medianillamente el tiempo.

Es de saber que hace dos o tres años hubo en mi pueblo comedias de aficionados, y como la ejecución fue más regularcilla de lo que nos presumíamos, se me antojó por la primera vez en mi vida, salir en un intermedio a representar el Lecho de Filis de Meléndez, y los aplausos fueron tan extraordinarios que me dejaron más atónito de cuanto podía estarlo el auditorio con mi desempeño. Desde entonces he seguido en Zaragoza y en otras partes con mi ejercicio, y siempre con la misma aceptación.

Con este motivo me he venido a idear un sistema de representación tan artísticamente esmerado, que en un solo verso corto, como este de Meléndez .Aunque sé bien cuanto pierdo, ejecuto hasta cinco ademanes desconocidos todos de nuestros farsantes, y sin embargo para mí naturalísimos. La Condesa por una casualidad extraña se colocó en la misma vivienda donde habían estado las de Mazarredo, y en su sala espaciosa pude andar y esforzar la voz a mis anchuras.

Encajonéme en la diligencia para Burdeos, después de tragar mis atomillos de hierro en la fuente de Laura, y fui regalando mi vista con el vergel continuado por cuatro leguas de Baeñeras a Tarbes.

Amenizan este pueblo las aguas que bañan su interior y sus cercanías, y toda la Bigorra está pobladísima y bien cultivada. Se atraviesa la Gascuña, que es el país de los Andaluces de Francia, aunque por supuesto con menso gracejo y travesura. Su capital, Auch, tiene una situación aventajada, y en su catedral se celebran sus vidrieras matizadas a la antigua. En su paseo me causó risa el ver la figura de un Intendente con su casaca y peluca, por donde se echa de ver al incompatible deshermandad de la gallarda estatura con el ridiculísimo traje francés, que la sandía Europa sigue tan rendidamente, copiando por ápices y por semanas sus absurdas modas.

Dígase cuanto se quiera del gobierno, al viajar por Francia se ve que el país está en prosperidad, pues por donde quiera andan construyendo, mejorando y adelantando, lo que seguramente no sucede en Aragón, Castilla, Extremadura, Andalucía, etc., donde si cae una casa, allí se queda, si se inutiliza un camino, un puentecillo etc., así se está; pero con tal que tengamos muchas secretarías y oficinas, con secciones y subdivisiones, y sueldazos bestiales con alamares y relumbros, poquísimo importa que expire la labranza entera. Está demostrado que todas las plumadas imaginables de todas las oficinas del universo ni producirán una espiga, una aceituna o un racimo, ni plantearán jamás un telar, o un ramo de industria; pero vamos adelante, viva el delirio. Llegamos a la Reole, a catorce leguas de Burdeos, donde está ya el barco de vapor esperando a la diligencia por cuenta de la empresa, y siempre se agregan varios pasajeros, pues se acomodan hasta doscientos, ya en la cubierta, ya en el interior y a todos se les suministra cuanto apetecen; por cuanto vos, como se deja entender.

Ambas riberas son vistosísimas, cuajadas de pueblos, de quintas, de arboledas, con cuyo motivo, estimulado por un Parisiense que se había amistados conmigo en el viaje, extendí de repente en francés la descripción que luego imprimí en Burdeos, a presencia de todos, siendo el primero que la leyó el Prefecto de los Altos Pirineos, nieto del célebre Daguesseau, que era de la comitiva, y leyéndola luego sobre cubierta con la aprobación de las damas.

A la llegada vimos el magnífico puente, y luego advertí la tristura de los suntuosos edificios, que aparecen como chamuscados, por efecto sin duda de las humedades que producen materialmente verdín en el basamento de los columnas, como se ve en la grandiosa Lonja.

Dióseme luego a conocer un llamado Arana, que parece era en realidad Luzuriaga, hermano del famoso Médico, y era el mismísimo autor de los folletos expresados en la vereda de Saravillo, y habiendo tirado un crecido número de ejemplares que enseguida fueron encajonados y remitidos a la raya, mientras la Policía arrojaba al Escritor del pueblo, quedaron todos decomisados en Bayona.

El Arana-Luzuriaga sonó después como comandante de batallón por el Pretendiente, y sus partos o más bien abortos, por lo que oí chabacanísimos, me causaron la mala obra de retardar la impresión de mi cuadernito de Poesías en varios idiomas, muy aumentado respecto del anterior de Bañeras, y celebrado luego en los papeles públicos de Burdeos. El impresor, carlista desaforado, se me manifestó al pronto deseoso de tomar a su cargo las Estaciones; quedamos conformes, y después por no estar el convenio por escrito, se desentendió absolutamente, y me causó un trastorno indecible para mi viaje.
Derechos de autor Bosquejillo, p. 2 José Mor de Fuentes y su traducción de Gibbon