Saltana Traducción y romanticisimo: dos prólogos del siglo XIX Revista de literatura i traducció A Journal of Literature & Translation Revista de literatura y traducción
NOTA EDITORIAL
Impulsor de la Renaixença en el País Valenciano, Teodoro (o Teodor) Llorente (1836-1911) combinó una intensa actividad como periodista y político en el seno de la burguesía conservadora de su Valencia natal con la escritura de poesía de corte popular, historicista y sentimental, sobre todo en catalán, y la traducción al castellano de autores franceses, alemanes e ingleses. Seguidor de la poesía romántica, sus traducciones en verso alcanzarían una notable difusión. Entre sus libros traducidos se cuentan una antología de la poesía de Victor Hugo (1860); una versión de El corsario de Lord Byron, en colaboración con Vicente Wenceslao Querol (1863); dos extensos volumenes dedicados a «la poesía de los principales autores modernos», titulados respectivamente Leyendas de oro (1875) y Amorosas (1876), que incorporaban poemas de Goethe, Schiller, Johann Ludwig Uhland, Byron, Lamartine, Victor Hugo y Longfellow, entre otros; una versión del Fausto de Goethe (1882); y una antología de poesía francesa del siglo XIX, con poemas de Lamartine, Victor Hugo, Sully Prudhomme, Alfred de Musset y Alfred de Vigny (1906). La primera edición de su antología de Heinrich Heine se publicó en 1882 bajo el título de Poesías de Heine. El Libro de los Cantares. Reproducimos aquí el prólogo de la tercera edición aumentada, publicada en 1908, con la grafía del original ligeramente modificada para corregir algunos errores tipográficos y facilitar asimismo la lectura. La edición de 1908 fecha el prólogo en 1885 y le añade una corta advertencia; sin embargo, se trata del mismo prólogo que llevaba como título «Enrique Heine y el Libro de los Cantares» en la edición de 1882. (S)
A Juan Fastenrath, de Colonia.
Gran amigo de España, y propagador de las letras españolas en Alemania,
dedica esta traducción como afectuoso homenaje de agradecimiento


PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

Era en Mayo de 1831: la revolución, triunfante en París, conmovía a la Europa entera. Las jornadas de Julio habían sido como la explosión de un volcán, que lanzaba y esparcía en ríos de lava el fuego largo tiempo sofocado. El pueblo francés, inquieto y tornadizo, fatigado de las convulsiones revolucionarias con que dio fin el siglo XVIII, y de las colosales campañas con que comenzó el XIX, pudo someterse por un momento a la disciplina paternal de la Restauración; pero pronto surgió de nuevo el espíritu innovador. Rebrotaban los principios del Ochenta y nueve y del Noventa y tres; agrandábase y embellecíase, con la distancia, la leyenda napoleónica; sufría el orgullo nacional la estrechez de los límites impuestos a Francia en el Congreso de Viena; buscaba el pensamiento nuevos horizontes; soñaba el patriotismo nuevas glorias; y cuando la suspicacia del gobierno de Carlos X quiso ahogar aquél movimiento, saltaron todas las válvulas y estalló hecha añicos la monarquía restauradora. La revolución, victoriosa otra vez, enarbolaba en las barricadas la bandera tricolor. La Fayette, el gran ciudadano, último resto viviente de 1789, proclamaba rey en el Hotel de Ville al hijo de Felipe Igualdad, presentando como el mejor régimen político «un trono popular rodeado de instituciones republicanas». La tribuna parlamentaria, en la que había sido sofocada la elocuencia fogosa de Manuel, volvía a ser la cátedra suprema, qué difundía por toda Europa en lenguas de fuego el verbo abrasador, prendiendo acá y allá súbitos incendios. Alzábase el pueblo belga en Bruselas, creando una nueva nacionalidad; reclamaba su antigua independencia la infeliz Polonia, enarbolando el estandarte del águila blanca; la joven Italia alzaba también banderas en Bolonia contra el legado pontificio; los archiduques austríacos huían espantados de Módena, de Parma y de Plasencia; y parecía que todas las naciones estaban envueltas ya en las llamaradas de aquella general conflagración. París era a la vez el Sinaí y el Tabor de los fervientes apóstoles que con entusiasmo tribunicio predicaban la buena nueva: allí, entre los rayos de las barricadas, había recibido otra vez el hombre las tablas de sus derechos; allí, entre los resplandores de un soñado paraíso, aparecía la humanidad transfigurada por la virtud del progreso indefinido. Vértigo de ilusiones generosas y de novedades insensatas trastornaba todas las cabezas: la literatura y la ciencia, la filosofía y el arte, todo pugnaba por abrir nuevos caminos y alcanzar desconocidos ideales. Triunfaban los románticos y los revolucionarios en toda la línea: Víctor Hugo, olvidado de las odas serenas en que cantaba piadosamente el altar y el trono, invocaba «la Musa indignada, que con sus puños irresistibles encadena a los reyes en su trono, como en una picota, convirtiendo su diadema en infamante argolla»,(1) y después de imponer al teatro, entre las tempestades de la crítica, la apoteosis de la cortesana en su Marión Delorme, preparaba la condenación de los devaneos regios en Le Roi s'amuse, mientras que Alejandro Dumas, ostentando en el pecho la cruz de julio, lanzaba a la escena su famoso Antony para enloquecer al público palpitante y frenético de la Porte Saint-Martin.

En aquellos días azarosos de renovación social, política y literaria, llegaba a París, anhelante, ilusionado, estremecido, un joven alemán, como en las mejores olimpiadas de la Grecia, de allá lejos, del fondo tenebroso de la Escitia, Anacarsis, ávido de admirar y de saber, se encaminaba respetuoso y deslumbrado a Atenas, a Delfos y a Corinto, en demanda de la ciencia de los filósofos y los oráculos de los dioses. Pero ¿pueden compararse con las semibárbaras selvas escíticas de aquellos tiempos, los campos y las ciudades de la moderna Alemania, a los que volvía la espalda sin remordimiento alguno, nuestro peregrino? No haremos esta ofensa a la docta nación que había sido proclamada algunos años antes «patria del pensamiento» por la más ilustre de las escritoras francesas, oponiendo la profundidad de su ciencia y la inspiración de su poesía a la frivolidad intelectual de la patria de Voltaire.(2) El orbe entero admiraba a Goethe y Schiller, a Lessing y Schlegel, a Kant y a Hegel, y en aquellos mismos instantes, el glorioso poeta de Weimar, octogenario, pero eternamente joven, sorprendía al mundo con la publicación de la segunda parte del Fausto, en la que trazó los cuadros más grandiosos la épica moderna. Y sin embargo, aquel joven alemán, en cuya frente brillaba la inspiración, no volvía los ojos atrás, al dejar un país tan rico en soñadoras fantasías, o, si los volvía, fulminaba en ellos el relámpago de la cólera y asomaba a sus labios la sonrisa del desdén.

¿Por qué dejaba su patria? ¿Por qué corría a París? «La libertad es una religión nueva, la religión de nuestros tiempos. Si el Cristo no es su Dios, es por lo menos un sacerdote sublime de ese culto, y su nombre ilumina con resplandor celeste el alma de sus discípulos. Los franceses son el pueblo elegido de la nueva religión; en su idioma se han formulado sus primeros evangelios y sus primeros dogmas; París es la nueva Jerusalén, y el Rhin es el Jordán que separa de los filisteos la Tierra Santa de la libertad».(3) Estas palabras, escritas en 1828, nos dicen con toda claridad por qué dejaba la Alemania, por qué iba a Francia aquel joven poeta, cuyo nombre, que apenas había sonado a esta parte del Rhin, era Enrique Heine.

Su viaje era una expatriación; enamorado de la libertad, de la revolución francesa y de la epopeya del Imperio; imbuido del fanatismo antimonárquico y anticlerical; adversario acérrimo de lo tradicional y consuetudinario, habíase puesto en reñida pugna, no sólo con la organización política de su patria, donde la Confederación germánica conservaba trabajosamente los restos del Sacro Imperio, sostenidos por la rutina cancilleresca, sino también con el sentimiento popular, opuesto por antagonismo étnico a la Francia, y que, para vengar los desastres de Jena y de Austerlitz, buscaba inspiración propia en las entrañas de la nacionalidad y en las peculiaridades del genio teutónico. De este impulso patriótico había nacido un movimiento literario: el romanticismo alemán. No era aquel romanticismo innovador y revolucionario, como en Francia y en las demás naciones neo-latinas; no era el desbordamiento de la imaginación y el extravío de las pasiones, rompiendo las vallas de la moralidad común y del Ars poetica reglamentario: los románticos alemanes eran tradicionalistas y conservadores; huyendo de influencias extranjeras, buscaban su inspiración en la historia patria, en las leyendas de la Edad Media, en la mitología germánica, en los amores de los minnesinger, en los lieder populares; y con todos estos elementos, verdaderamente poéticos, rehacían un pasado caballeresco y sentimental. Pero, en literatura, toda escuela exclusivista decae precisamente, y cuando Heine apareció, aquellos cuadros de antaño habíanse convertido en una especie de fantasmagoría insulsa, sin vida y sin calor. El castillo feudal, el gótico monasterio, el bosque alumbrado por la luna, no eran más que una decoración de teatro; el trovador y la princesa, el caballero y la aldeana; el altivo conde y el humilde penitente, títeres inanimados, a los que prestaba el autor ideas trasnochadas y sentimientos triviales. Heine, al par que de la libertad, estaba prendado del arte y de la belleza; pero el arte era para él una emoción íntima y profunda, que ensanchaba el pecho y acaloraba la fantasía; la belleza, ajena a todo amaneramiento, libre de todo convencional perifollo, surgía a sus ojos, con delicioso naturalismo, del fondo obscuro de la realidad. Era nuestro descontentadizo mancebo como un poeta griego, para quien, de la espesura de la Selva Negra; de los riscos encantados del Brocken, de las pesadas olas y de las pálidas neblinas del mar del Norte, saliese otra vez la eterna Venus, enteramente desnuda y maravillosamente hermosa; y con aquella visión en el alma, se revolvía contra el artificio pedantesco de una literatura aparatosa y muerta.

Luchaba, pues, Enrique Heine con juvenil arranque contra toda autoridad; contra la autoridad política y contra la autoridad literaria; y el arma que esgrimía no era la docta disertación, la exégesis erudita y el análisis minucioso; no combatía more germanica con el cachazudo razonamiento, sino con el estoque afilado y ligero de la ironía aristofanesca. Nada podía mortificar más a los políticos graves y ceremoniosos, y a los doctores rígidos y malhumorados, que guardaban la Acrópolis del Estado y del Arte. Heridos por sus flechazos ponzoñosos, declararon guerra a muerte a aquel vándalo sin ley ni Dios. No le faltaron partidarios: buena parte de la juventud púsose a su lado; la joven Alemania, bando entusiasta de innovadores impacientes, le proclamó su paladín; y cuando la conmoción revolucionaria de 1830 se extendió por toda Europa, miraba ya cercano el triunfo; pero aquellos esfuerzos irreflexivos se estrellaban contra la ineptitud práctica que atribuía después nuestro desengañado poeta a la Alemania soñadora; y convencido de que el país sosegado de los tilos y las encinas no era capaz de engendrar un Bruto, lo abandonó desdeñosamente, llevando, sin embargo, en el fondo del corazón una secreta nostalgia, que en vano ocultaban las burlas y los epigramas.

París recibió con los brazos abiertos al emigrado alemán. Los periodistas y los poetas, triunfantes entonces, admitieron contentísimos en su cenáculo a aquel nuevo apóstol de la propaganda revolucionaria: había mucho de ático, y de parisién por tanto, en su carácter y en su genio, impresionable, novelesco, sensible en el fondo, pero frívolo en la apariencia; y a la vez, para dar a estas condiciones el interés del contraste imprevisto, conservaba de su país natal una extraña mezcla de delicada ternura, de abstracción sutil y de quimérica fantasía, elementos contrapuestos, de cuyo choque nacía quizás el acerbo sarcasmo que era la nota final de casi todas sus inspiraciones.(4) Teófilo Gautier, uno de sus grandes amigos y admiradores, decía de él que el resplandor de la luna alemana plateaba su fisonomía por un lado, y el sol alegre de Francia la doraba por el otro. Ese mismo escritor, que le conoció a los pocos años de llegar a París, pinta con estos rasgos su personalidad física y moral.

«Era un varón gallardo y arrogante, que rebosaba robustez y salud: su frente, elevada y blanca, tersa y limpia, como una tabla de mármol, y sombreada por espesos mechones de cabellos rubios, hacía pensar en un Apolo germánico. Fulguraban en sus pupilas la luz y la inspiración; sus mejillas, llenas y de un contorno elegante, no tenían el sello de la lividez romántica, entonces en boga. Lejos de eso, rosas purpúreas florecían clásicamente en ellas. Una leve curvatura hebraica impedía que su nariz fuese enteramente griega, aunque sin alterar su corrección; sus labios armoniosos, acoplados como dos rimas exactas, para emplear una frase suya, tenían, en su reposo, expresión dulce y agradable; pero, cuando hablaba, despedía aquel arco carmesí flechas aceradas y dardos sarcásticos, que siempre daban en el blanco. Nadie fue tan cruel como él para la necedad: a la sonrisa celestial del Musageta sucedía la fisgona carcajada del Sátiro. Redondeaba sus formas gentílica gordura, no muy pronunciada, que debía trocarse luego en escualidez ascética: no llevaba barbas, bigote ni patillas; no fumaba, no bebía cerveza, y, como Goethe, tenía horror a tres cosas: estaba en la plenitud del fervor hegeliano: repugnábale creer que Dios se había hecho hombre, pero, en cambio, admitía sin dificultad que el hombre se había hecho Dios, y ajustaba su conducta a esta convicción.»(5)

Este propio endiosamiento del poeta, convencido de su misión sagrada, nos lo describe él mismo, medio en burlas, medio en veras, refiriendo su vida, cuando se habían desvanecido aquellas ilusiones.

«Era yo mismo —dice— la ley viva de la moral; era impecable; era la pureza encarnada. Las Magdalenas más comprometidas quedaron purificadas por las llamas de mi pasión, y recobraron su virginidad en mis brazos. Esta restauración de virginidades estuvo a punto de agotar algunas veces mis sagrados bríos. En mí, todo era amor; no había ni asomo de odio: no me vengaba de mis enemigos, porque, tratándose de mi divina persona, no podía admitir que hubiese enemigos; no había más que incrédulos, y el daño que me hacían era un sacrilegio, así como sus injurias se convertían en blasfemias. Había que reprimir de vez en cuando tales excesos de impiedad, pero aquello no era venganza, hija de humanos rencores, sino castigo celeste impuesto al pecador. A mis amigos, tampoco los aceptaba como tales amigos; no eran más que fieles y creyentes, a quienes protegía y honraba. Los gastos de representación de un Dios, que no tenía nada de tacaño, y que no regateaba su salud ni su dinero, habían de ser enormes. Para representar aquel papel magnífico, se necesitaba una bolsa muy repleta y una robustez a toda prueba; y sucedió que una hermosa mañana de Febrero, en el año 1848, me faltaron ambas cosas, y de tal manera se conmovió mi divinidad, que vino a tierra del modo más lastimoso.»(6)

Veía el poeta desplomarse su divinidad hegeliana dentro de sí mismo; pero al compás de sus desengaños y sus desdichas, crecían su fama y su prestigio. «Después de Byron y de Goethe —escribía Saint-René Taillandier—, no tienen las literaturas extranjeras otro nombre que oponer al de Heine, y la misma Alemania, que lo maldice, admirándolo, ha experimentado su influjo más de lo que cree.»(7)

Pero ¿cómo se formó el extraño numen de aquel poeta, tan complejo y al parecer tan contradictorio, que alguien ha dicho, con apariencias de razón, que su carácter consiste en no tener ninguno?(8) Esto es lo que vamos a ver repasando su niñez y su juventud, y examinando las circunstancias que en ellas influyeron.

Estaba terminando el escéptico siglo XVIII, cuando nació Enrique Heine a las orillas del Rhin, en Dusseldorf.(9) Pero, si era alemán por su nacimiento, no lo era por su raza. Toda su familia paterna era israelita, y estaba dedicada al comercio. Su padre, procedente de Hannover, se casó en aquella ciudad con una señora distinguida e inteligente, algún tanto filósofa, que había leído a Rousseau, y amoldaba a las lecciones del Emilio la educación de sus hijos, de la que se preocupaba poco su padre, más atento a sus negocios. Nacer judío no era cosa indiferente a principios de este siglo; no lo es aún en sus últimas décadas: bien lo comprueba, en la misma Alemania, la actual agitación antisemítica, hija de odios inveterados y origen de sangrientos conflictos. Hay algo de acerbo y de irritable en el carácter de Heine, que responde, a la suspicacia constante de una raza eternamente proscrita y odiada. Para mayor desdicha, con el estigma de su origen, no recibió la fe viva e inquebrantable de sus antecesores. En su familia la religión de Moisés había llegado a ser una exterioridad sin eficacia íntima: su padre la subordinaba al interés supremo, el negocio. Dijéronle un día que su hijo Enrique, mozalbete entonces, había negado la existencia de Dios, y aunque era hombre de pocas palabras, llamólo y le hizo esta arenga, la más larga, dice el poeta, que pronunció en su vida: «Hijo mío, tu madre te permite estudiar filosofía en las aulas del rector Schallmeyer. Bien está; es incumbencia suya. Por mi parte, no gusto de filosofías, que son puras supersticiones: negociante soy, y necesito poner en los negocios mis cinco sentidos. Puedes ser tan filósofo como gustes; pero una cosa te ruego, y es que no digas a las claras lo que pienses, porque se resentirán mis operaciones, si los parroquianos saben que tengo un hijo que no cree en Dios. Los judíos, en particular, no comprarían felpas en mi almacén, y son gente honrada, que paga al contante; hay que concederles el derecho de tener apego a su religión. Soy tu padre; tengo más años y más experiencia que tú: créeme, el ateísmo es un pecado muy gordo.»(10)

Pero, aun arrancada la fe en el corazón de un judío queda en él una vaga esperanza del Mesías prometido. Esa esperanza es el patrimonio imperecedero de su raza; la proscripción en que vive, alimentando su odio a todos los otros pueblos, la aviva aún más. Para Heine, que mamó con la leche materna las ideas enciclopedistas, había un Mesías terrenal, la Revolución, que arrastrándolo y renovándolo todo, redimiría a todas las víctimas de las injusticias históricas. La revolución se le había presentado en su niñez con el aparato más propio para impresionarle: un día extendióse la mayor consternación por la pacífica ciudad de Dusseldorf; corrían las gentes azoradas, y leían estupefactas una proclama del Gran Elector despidiéndose de sus amados súbditos. Parecía que el mundo se hundiese y el cielo se viniera abajo. Al día siguiente salió el sol como de costumbre, engalanóse la ciudad, y el niño judío vio entrar, a los redobles del tambor los regimientos franceses, «aquellas tropas alegres y gloriosas, que cruzaron el mundo cantando y tocando la música, con sus granaderos graves y tranquilos, de peludas gorras y chispeantes bayonetas; sus jinetes, intrépidos y galanes, y el enorme tambor mayor, todo galoneado de plata, que arrojaba su bastón de puño de oro a la altura de los primeros pisos, y hasta los segundos sus miradas, sonriendo a las muchachas en ventanas y balcones». Pusieron un escudo nuevo en la Casa de la Ciudad; no hubo escuela por la fiesta del juramento, y Heine estaba contentísimo, porque tenía militares alojados en su casa. Un tambor, mostachudo y vivaracho, le enseñó a chapurrear el francés, a tocar la Marsellesa y a admirar las glorias de Napoleón. ¡Qué gran día aquel en que pudo ver al emperador en persona! En uno de los capítulos más primorosos de sus Cuadros de viaje,(11) nos describe él vivísimo recuerdo que guardaba de aquella impresión de la infancia: Napoleón, con todo su Estado Mayor, avanzaba por la alameda central del jardín de la corte. «Llevaba un uniforme verde muy sencillo y su breve tricornio histórico; montaba una jaquilla blanca, cuyo cuello acariciaba con una mano, teniendo las riendas en la otra: ¡aquellas manos, blancas y resplandecientes como el mármol, que habían domeñado al monstruo de la anarquía y reglamentado el duelo de las naciones! Su rostro brillaba también con el matiz de las estatuas griegas y romanas, y en sus facciones, noblemente regulares, se leía: no tendrás otro Dios que yo. Sonreían familiarmente sus labios, aquellos labios que no tenían más que soplar, y desaparecía la Prusia o se desplomaba el Vaticano. Sonreían también sus pupilas, claras y luminosas, como el cielo, que leían en el corazón de los hombres y veían presentes y a la vez todas las cosas del mundo, que los demás sólo vemos una tras otra, obscuras y confusas. Su frente no estaba tan serena: cerníase en ella el genio de las batallas, y fulminaba los pensamientos rápidos, que cruzaban el mundo en todas direcciones; uno solo de ellos hubiera dado materia a un escritor alemán para estar escribiendo toda su vida». Después de todo, lo que más asombraba al hijo del almacenista de felpas de Dusseldorf, era que el emperador cabalgase, con todos los suyos, por la alameda central del jardín de la corte, sin que los guardias municipales le detuviesen por infracción del bando de buen gobierno.

Aquel deslumbramiento de la gloria napoleónica inspiró a Heine una de sus primeras y aún más famosas poesías, «Los granaderos», escrita a los diez y seis años. Habíase hundido el imperio en Waterlóo, y cuando Alemania entera lanzaba un grito de júbilo, el poeta hebreo lloraba su caída, con los veteranos de la guardia imperial, y anunciaba su resurrección. A este antagonismo con el genio de su patria, uniéronse, para agriar su carácter, las contrariedades que desde los primeros años se opusieron a su vocación. Lo que su madre temía, sobre todo, era que su hijo fuese poeta; no podía sucederle, en su concepto, cosa peor. «En aquellos tiempos, el nombre de poeta no respondía a una idea noble y honrosa; un poeta era un pobre diablo descamisado, que por un par de thalers componía versos de ocasión, y acababa irremisiblemente en el hospital.» La madre de nuestro poeta soñaba, como es natural, un gran porvenir para aquel niño inteligente y precoz: primero, seducida también por el prestigio de Napoleón, fantaseó convertirle en un mariscal del Imperio; en el liceo de Dusseldorf atragantaron al joven alumno de geometría, estática, hidrostática, álgebra, y le hicieron cobrar horror a los logaritmos. Cayó el Imperio; pero si se hundía el astro de la gloria militar, alboreaba otra gloria, más positiva, la gloria de la banca, cuyo espléndido sol era la casa Rothschild, relacionada mercantilmente con la casa Heine. ¡Qué dicha hacer del querido Enrique una potencia financiera! Cambio de estudios, pues: geografía, lenguas extranjeras, teneduría de libros, aprendizaje en los almacenes y escritorios. «Un célebre comerciante, en cuya casa quise ser aprendiz de millonario —dice en sus Memorias póstumas—, decidió que carecía de toda aptitud para los negocios, y le confesé sonriendo que quizás tenía razón».(12) Estalló por entonces una crisis mercantil: el padre del poeta quedó arruinado; hubo que pensar en nueva carrera, y su madre escogió la jurisprudencia. Había llegado la época del parlamentarismo: los abogados, por su hábito de discurrir ante el público, ocupan casi siempre los primeros puestos en este régimen de locuacidad. Siete años siguió Heine los cursos de las universidades alemanas: primero en la de Bonn, después en la de Goethinga, y por último en Berlín. La jurisprudencia le inspiraba la misma repulsión que el álgebra y la partida doble; odiaba, sobre todo, el derecho romano: «¡Qué horripilante libro —exclamaba—, el Corpus juris, Biblia del egoísmo! He aborrecido siempre el código de los romanos, y a los romanos mismos. Estos bandidos querían poner en seguro su botín, y se esforzaban en garantizar con las leyes lo que habían robado con la espada: el romano era, a la vez, soldado y jurisconsulto. A aquellos ladrones debemos el derecho romano, que alcanza tanta estima y que está en oposición flagrante con la religión, la moral, la humanidad y la razón». Completó, sin embargo, sus estudios; recibió en Goethinga el grado de doctor; pero, convencido de que cualquier picapleitos le aventajaría en argucias y triquiñuelas, colgó el birrete doctoral.

De todos estos estudios, solamente le habían interesado los que hizo en Berlín, los años últimos de su carrera. Dedicóse con ardor a la filosofía, que se acomodaba bien a sus fantasías novadoras. Hegel fue su maestro predilecto, el que dio un cuerpo de doctrina a sus vagas aspiraciones humanitarias y a su escepticismo religioso. Y en aquella época, precisamente, hízose bautizar y se llamó luterano.(13) La fe hebrea estaba muerta en su alma desde sus primeros años; fue, así que tuvo uso de razón, librepensador: pero no parecía bien que un doctor en derecho careciese de religión. Tomando a broma su conversión, contaba después que renunció al judaísmo «para quitar al señor Rothschild el derecho de tratarle famillonariamente». Hablando otras veces en serio, decía que se decidió por la religión reformada porque era el cristianismo liberal y el punto de partida de la revolución. Pero, luterano de nombre, continuó siendo racionalista y escéptico: nuevo motivo de inquietud y angustia para él, porque, entre todos los incrédulos, ninguno debe ser tan desdichado como el judío, por lo mismo que este pueblo parece creado para la tenacidad de su fe. La divinidad panteísta de Spinoza y de Hegel no llenaba el corazón del poeta, enamorado de vagos ideales, que veía desvanecerse conforme iba ganando en años y en experiencia; y en el último período de su vida proclamaba la necesidad de un Dios personal. «He vuelto a Dios —escribía en 1851— como el hijo pródigo, después de haber guardado puercos en la piara de Hegel... No he podido habituarme al Dios del panteísmo, pobre ente quimérico, entretejido en la trama del universo, nacido de la materia, en la materia aprisionado, y que, sin fuerza ni voluntad, nos mira bostezando. Para tener voluntad, hay que tener personalidad, y para que aquélla se manifieste, es necesaria libertad completa. Quien aspira a un Dios que pueda socorrerle, debe admitir un Dios personal, superior al mundo, y dotado de los santos atributos de bondad, justicia y sabiduría infinitas». ¡Elocuente confesión arrancada a un alma noble y sincera, atormentada por incesantes dudas!

El autor del Libro de los cantares, genuino representante por tantos conceptos de nuestra época indecisa y perturbada, lo es también por el vacío que produce en los espíritus elevados la falta de fe religiosa, y por el afán generoso que los impulsa a reconstituir las perdidas creencias y recobrar sus esperanzas inefables.

La vida escolar permitió al joven Heine entregarse por completo a la poesía. En Bonn y en Goethinga halló compañeros y amigos que comprendían sus aficiones y participaban de ellas; en Berlín se ensanchó el círculo de sus relaciones literarias; conoció a los escritores más en boga, creyó llegado el momento de emular con ellos, y dio a la estampa (en 1821) su primera obra: la colección de poesías que tituló Cuitas juveniles (Jungen Leiden), y que pasó poco menos que inadvertida entre tantos otros ensayos sin interés de vates desconocidos. El joven poeta había soñado hacer una revolución con sus versos: ¡qué desengaño el suyo al ver que casi nadie se fijaba en ellos! Tomo entonces otro rumbo: dedicóse al teatro: la escuela shakspeariana reinaba sin rival en la escena germánica; admiraba a Immermann, imitador desordenado del gran dramático inglés, y quiso superar sus audacias. Escribió dos tragedias: Almanzor y William Ratcliff, y enamoróse tanto de ambas, que las juzgaba obras inmortales. En ellas había puesto toda su alma: Almanzor es un mancebo musulmán, refugiado en África a la caída de Granada, que vuelve a escondidas a buscar a su prometida Zuleima. Esta se ha hecho cristiana y va a casarse con un caballero castellano. El conflicto religioso es el alma del drama: el autor está por Mahoma contra Cristo, por el amor y la naturaleza contra la religión y la fe. «El asunto de este gran poema dramático —escribía a un editor ofreciéndole la obra— tiene el carácter de una polémica religiosa, y se refiere a cuestiones que están hoy a la orden del día.» Guillermo Ratcliff es un estudiante escocés, que por amor a la hija de un laird, se hace capitán de bandidos, y provoca y mata a todos los que van a desposarse con ella. El pensamiento es una variante del antiguo fatum, de la fuerza del sino, complicada con las pasiones más frenéticas y la intervención de espectros y apariciones.

De estas dos tragedias, sólo se representó la primera: los teatros de Brunswick no recuerdan grita más espantosa. Atribuyólo entonces el poeta al lapsus de un oficial de la guarnición, que organizó la silba, creyendo que el autor de la tragedia era cierto usurero judío del mismo apellido; pero el fracaso fue tal, que Almanzor no pudo salir de nuevo a las tablas, y Ratcliff no fue admitido en ningún teatro. Y es que, además de las tendencias reprobables de aquella tragedia, calificada de anticristiana por la crítica, notábase en ella bien a las claras que Heine carecía del genio de la dramática. En la clasificación que se hace ahora de poetas objetivos y subjetivos, pertenecía de lleno a los segundos. No se reflejaban en su espíritu la naturaleza y la humanidad: su alma, apasionada y borrascosa, se derramaba sobre el mundo y lo llenaba todo. En aquellas tragedias, como en las de Byron, no había más que un personaje verdadero: el autor. Almanzor, llorando la ruina de su pueblo y de su raza, disputando la hurí soñada de su paraíso sensual a la tétrica religión del Crucificado, escupiendo su odio y su sarcasmo a la frente de los cobardes sarracenos doblados al yugo del vencedor, es Enrique Heine. Ratcliff, que, víctima do un sangriento fatalismo, pobre, solo, desesperado, lucha igualmente contra todos los obstáculos humanos por aquella dulce María, cuyos amores le roban, es también Enrique Heine. Trazaba aquellas figuras románticas para animarlas con sus propios sentimientos. ¿Qué pasión contrariada, qué historia tristísima guardaba su corazón, engendrador de tan amargas inspiraciones? El poeta no nos lo ha dicho, y hasta ha protestado alguna vez contra los que buscaban en sus tragedias las huellas de su vida: «¡Cuántas veces sucede —escribía a Immermann— que no hay casi ninguna relación entre el aspecto exterior de nuestro destino y nuestra historia real, la historia íntima de nuestra alma! Por lo que a mí toca, esas relaciones nunca han existido». Negaba Heine, al decir esto, que tuviesen realidad objetiva las historias por él fantaseadas; pero no les negaba la realidad subjetiva (y dispense el lector que repita este tecnicismo filosófico, no impropio de nuestro vate hegeliano). No le habían acontecido a él las horrible desdichas atribuidas a sus personajes; pero era lo mismo para el caso, pues su impresionabilidad irritable se las hacía sentir; y después de todo, aquel tema del amor herido y contrariado no podía considerarse como accidental en sus tragedias, puesto que era también el inspirador de muchas de las poesías de sus Jungen Leiden y en especial de las que tituló Ensueños (Traumbilder), y en las que se complace en pintar la desesperación con que contempla el amante las bodas de su amada con un rival tan aborrecido como insignificante o insulso.

Nuestro poeta había sufrido, en verdad, ese tormento: no hablaba casi nunca de aquellas amarguras de su mocedad; pero en todas sus obras se transparentaba el recuerdo de una mujer idolatrada, de una hermosa hija del Rhin, de una niña ingenua y jovial, que llenó su vida con su cariño y envenenó su alma con su abandono, y a quien unas veces maldice y otra veces perdona, convirtiéndose para él en una forma ideal de la belleza, como Beatriz para el Dante, o Laura para el Petrarca. Un día, ya en su edad madura, dijo a Gerardo de Nerval, uno de sus mejores amigos de París, que sólo escribía versos para llorar unos amores sin esperanza, de su juventud, y que desde que perdió aquel paraíso del amor, esta pasión ya no fue para él más que un pasatiempo. Aquella mujer que tanto influyó en su vida, era una prima suya, Amalia Heine, hija del opulento banquero Salomón, el tío protector que le había llamado a Hamburgo, y a cuyo lado hizo tan infeliz ensayo de la profesión mercantil.(14) Tratóla y enamoróse de ella siendo muy niño; en 1821 la perdió para siempre; casáronla con un tal Juan Friedlander, de Konisberg. ¿Fue aquel casamiento una infidelidad y una traición? ¿O no habían sido los amores del vate infantil más que un sueño de su espíritu eminentemente poético, avivado por las precocidades del genio? Es éste un período obscuro de la vida de Heine, sobre el que derrama alguna luz una carta que en aquella época (Octubre de 1816) escribió a un amigo suyo, y que se ha publicado mucho después de su muerte.(15) Habla en ella con exaltación casi mística de su adorada Molly, a quien consagra culto secreto y respetuoso. Dice que en sus ojos hay algo de extraño, que le atrae y le repele al mismo tiempo; que recibe de ellos a la vez un dulce bienestar y una burla fría y áspera. «A pesar de tener —añade— pruebas evidentes e irrefutables de que nunca me ha de amar, mi pobre corazón enamorado no quiere convencerse todavía, y me dice: ¿Qué me importa tu lógica? Yo tengo mi lógica particular». Sigue dando rienda suelta a su pasión; dice que por el amor de aquella mujer daría su alma al diablo y su cuerpo al verdugo, y exclama: «¿No te estremeces de espanto, Cristián? Tiembla, tiembla, como yo tiemblo. Quema esta carta. ¡Apiádese Dios de mí! No he sido yo quien ha escrito esas palabras. Está sentado en mi silla un hombre pálido y demacrado que las ha escrito. Es que sonó media noche. El loco es irresponsable». Aquel amor quimérico era especialmente grato al soñador amante, porque engendraba en su alma una poesía vivificadora. «Desgarra mi corazón —dice en la misma carta— ver con qué sequedad y aspereza desdeña mis cantares, sólo para ella escritos, y cómo se burla de mí. Pero, ¿creerás que a pesar de todo, estimo ahora a mi Musa más que nunca? Es mi fiel y consoladora amiga; tiene una dulzura tan misteriosa, que siento por ella vivísimo amor».

Las creaciones de aquella Musa consoladora están encerradas en las breves páginas del Lyrischen Intermezzo (Entreacto o Intermedio lírico). Al proponer a un editor berlinés la impresión de sus dos tragedias, le ofrecía también «tres o cuatro pliegos de Lieder (Cantares) humorísticos, de estilo popular, cuyos fragmentos, publicados en los periódicos, habían provocado, por su originalidad, vivo interés, elogios y censuras anticipadas». El editor aceptó, y como la coleccioncilla de cantares se intercaló entre las dos tragedias, el autor le dio el título algo extravagante que llevan. Cuando el libro estuvo impreso, escribió a Immermann: «Acaban de salir a luz mis tragedias, sé que hincarán en ellas el diente; pero te diré en confianza que son buenas, muy buenas, mejores que mi colección de poesías, que no vale ni una carga de polvo». El público, por de pronto, sólo se conformó con la opinión del autor en la segunda parte: las tragedias le parecieron malas; las poesías insignificantes.

Y aquellas canciones desdeñadas, eran, no ya la revelación de su genio, sino su obra magistral y superior. Hoy forman, con El regreso, su complemento natural, la corona eterna del gran poeta. En todas sus producciones resplandecen los rayos sorprendentes de su ingenio felicísimo: en ninguna como en esas breves poesías están armonizadas sus cualidades múltiples y al parecer contradictorias: sentimiento y fantasía, entusiasmo y reflexión, jovialidad y tristeza, ilusión y escepticismo, ternura y sarcasmo. Es el Intermezzo una serie de notas sueltas y aisladas, que forman, sin embargo, deliciosísimo concierto; de pinceladas menudas y ligeras, que nos hacen ver o adivinar un cuadro de horizontes infinitos. El asunto no puede ser más sencillo, más común, manoseado y trivial. Canta el poeta una pasión eterna, universal, inmutable en el corazón del hombre: el amor. Pero la canta de una manera nueva y original. Su amada no es ninguna princesa encantada, no es ninguna diosa, no es ningún ángel bajado exprofeso para él de las alturas sidéreas, ni tan siquiera es la más hermosa de las mujeres, como hasta entonces habían sido las Dulcineas de los Vates enamorados: es una muchacha cualquiera, bonita, agradable y coquetuela, cuyo cariño le extasía, cuya frivolidad le encanta, cuya traición le irrita, y, sin embargo, se la disculpa y casi se la perdona, porque no puede dejarla de amar. Esto, tan frecuente y vulgar en el mundo, expresado de una manera admirable, con tono deliciosamente familiar y con arte exquisito, que desecha todo inútil atavío para presentarnos el pensamiento poético en la hermosa sencillez de su concepción espontánea, es el fondo de esas dos obras inmortales, que han dado a la literatura de nuestro siglo un nuevo raudal de inspiración.

La verdad del sentimiento y la naturalidad de la expresión: esas eran las dos armas poderosas que esgrimía Enrique Heine contra la sensiblería afectada y la ampulosidad pedantesca que en su época dominaban; pero esas cualidades no hubieran bastado para elevar tan alto su numen, si éste no hubiera volado con las alas de águila de la poesía. El secreto de la poesía es encontrar siempre lo ideal en lo real. Pocos lo han poseído como el autor del Intermezzo. Cada una de sus composiciones líricas, de muy pocas líneas casi todas, refleja una impresión del momento, impresión a veces pasajera, accidental, insignificante, fútil, al parecer; y, sin embargo, sorprendida por el poeta en su palpitación vigorosa, nos causa efecto irresistible. «Al leer el Intermezzo —dice Gerardo de Nerval, su traductor francés—, experimentáis una especie de espanto, os ruborizáis como si sorprendiesen vuestro secreto, y palpita vuestro corazón al compás de sus breves estrofas, Las lágrimas que habéis derramado a solas en el fondo de vuestro cuarto, las encontráis allí, entretejidas y cristalizadas en una trama inmortal. Parece que el poeta haya sorprendido vuestros sollozos, y son los suyos los que encerró en sus versos».(16)

El sentimiento de la naturaleza se une siempre en Enrique Heine al grito del corazón. Es el Petrarca moderno, y su pasión anima el universo, como la del amante de Valclusa. Este invocaba sin cesar las flores, las cristalinas fuentes, los duros riscos y las verdes selvas: el poeta del Intermezzo hace intervenir también en su delirio poético a la creación entera, pero ésta reviste a sus ojos aspecto más misterioso y fantástico: la imaginación germánica se revela en su modo de ver y sentir la naturaleza. En las estrellas y en las flores que simpatizan con el amante y le sonríen, y le hablan, y le consuelan, en los frondosos tilos que guardan sus secretos; en la claridad de la luna, que guía sus pasos; en las olas del mar, que mecen sus sueños, en los crepúsculos melancólicos que evocan sus recuerdos y avivan sus tristezas, parece que haya algo de encantamiento, de maravilla y de supernaturalismo; algo que contrasta de una manera extraña, sin disonar nunca, sin embargo, con la perfecta realidad de los sentimientos expresados, como si el mundo exterior y el interior se compenetrasen y fundiesen por la magia suprema del amor.

El Intermezzo, como queda indicado, tiene un complemento: El regreso (Die Heimkehr). Obras son de igual índole, pero la primera está concebida en los momentos palpitantes de la pasión amorosa; la segunda está inspirada por sus recuerdos, dulcemente melancólicos unas veces, acerbos y desgarradores otras. El amante ausente vuelve a su país y se goza en su dolor, contemplando los sitios de sus breves dichas, evocando las imágenes de su bien soñado, reflexionando a veces sobre la vanidad de sus ilusiones. La duda, la ironía y el sarcasmo, que como ralea de víboras avivaba ya su corazón receloso en los días felices, crecen y se multiplican ahora, y hacen que llamen algunos a este libro el poema de la amargura.

Los primeros Lieder de Heine causaron poca impresión en el público, aquellas estrofas tan sencillas, tan ligeras tan tenues como alas de mariposa, parecieron quizás indignas de la majestad de la poesía. Tuvieron en poco los ingenios pretenciosos tan leves frivolidades. Para el vulgo, el arte aparatoso es el que produce más efecto.(17) Pero al fin prevalece la belleza, y no pasó mucho tiempo sin que el autor silbado de Almanzor fuese, no sólo considerado como un gran poeta, sino como el jefe de la nueva escuela, triunfante del empalagoso y desprestigiado romanticismo. Contribuyeron mucho a su victoria, y quizás la decidieron, sus Cuadros de viaje (Reisebilder), artículos escritos en prosa, y que son la obra maestra del humorismo germánico. Ni puede producir la fantasía nada más caprichoso, ni la sátira nada más sangriento. Unas veces pinta el autor con toques de sorprendente verdad los países, los tipos, los hábitos y las costumbres que describe y estudia; otras veces los ridiculiza y caricatura con bufonería que, no por ser estupenda, deja de ser ática y graciosísima; otras, lanza a volar la imaginación y construye en las nubes alcázares aéreos, que parecen obra de las hadas, y en medio de esas soñadas quimeras, nos hace enternecer y llorar con los recuerdos de la infancia o con la evocación de aquella cabecita rubia que en todas partes veía, o derriba de pronto todo aquel palacio encantado con una estrepitosa carcajada. Obra literaria y política a la vez, arma de combate en uno y otro sentido, el implacable satírico flagelaba lo mismo a los malos poetas y a los doctores pedantescos, que a los reyes absolutos y a los ministros reaccionarios; el éxito ruidoso de la obra, tanto como a su mérito literario, debióse a sus atrevimientos políticos.

En uno de esos Cuadros de viaje cuenta Enrique Heine la excursión que hizo siendo estudiante a las montañas del Herz, en las que se encumbra el Brocken, punto de reunión de las brujas y duendes, famoso siempre en las leyendas alemanas, y que Goethe ha coronado con los esplendores de la epopeya. En ese relato, entre una continua rechifla de los profesores de Goethinga y de los vulgares y prosaicos ciudadanos que van a admirar aquellos paisajes, surgen delicadas flores de una poesía idílica. Estos versos intercalados en la prosa del texto, forman la última parte del Libro de los cantares (Buch der Lieder), en el cual reunió todas sus poesías líricas publicadas hasta entonces. Como Dante había pasado del amor humano de la tierna Bice di Portinari a la espiritual adoración de su Beatriz celestial, nuestro poeta idealizaba también sus amores: su dama era la emancipación de la humanidad. En agreste choza, la hija del montañés, sentada a sus plantas, cruzando sobre sus rodillas las manos inocentes, clava en su rostro las estrellas azules de sus ojos, y le habla de los duendes de la soledad, de las consejas del castillo derruido y de la resurrección de las princesas hechizadas, y el poeta sonríe y acaricia a la cándida niña, y rasgando los velos de su credulidad, le revela que es uno de los Mil Caballeros del Espíritu Santo, y le anuncia el advenimiento triunfal de su reinado.

El mar del Norte (Die Nordsee), incluido en nuevas ediciones del Libro de los cantares, completa el ciclo de las poesías de la juventud de Heine. Destácase en estas fantasías, inspiradas por la majestad lóbrega del Océano en las costas alemanas, uno de los múltiples caracteres de su autor: cierta nostalgia de la antigüedad clásica, del firmamento sereno de Italia y de Grecia, de las ondas azules y transparentes del mar Tirreno y del Archipiélago. Había algo de gentílico en la Musa de Heine como en la de Goethe; figura de una y otra era aquella soñadora Mignon, que bajo el cielo pálido y brumoso de Alemania, recordaba los naranjos floridos y las columnatas de mármol del palacio paternal. Entre las negras oleadas y las espantosas trombas del mar del Norte, se presentan a la imaginación entristecida de nuestro vate los dioses helénicos, descoloridos, mustios, como espectros exánimes de un mundo aniquilado, de una poesía muerta.

Los Cuadros de viaje y el Libro de los cantares, habían decidido la victoria completa de Enrique Heine: la joven Alemania le reconocía por su jefe. Entonces fue cuando, no contento con su gloria de escritor y de poeta, ansioso de acción y movimiento, irritado por la pasividad de su patria en la agitación revolucionaria que conmovía al mundo, volvióle la espalda y se dirigió a París. Veinticinco años vivió en la que había calificado de nueva Jerusalén, sin volver más que una sola vez a aquel país natal, al que había motejado de tierra de los Filisteos. ¡Cuán poco duraron sus ilusiones y sus esperanzas! ¡Cuán amargos fueron sus desengaños y también sus sufrimientos! Dedicóse al principio, henchido de entusiasmo, a la obra revolucionaria. El caballero andante del Espíritu Santo, tomó por lanza la pluma del periodista: en sus correspondencias a la Gaceta de Augsburgo y otros periódicos alemanes, narraba las luchas de los partidos, agitado él mismo por sus pasiones, y emponzoñada el alma con sus miserias. Unas veces era acusado de demagogo y sansimoniano, otras de reaccionario y servil, asalariado por Luis Felipe. Y era que vacilaba su espíritu; que el ideal generoso y humanitario que había entrevisto en sus ensueños de poeta, se perdía y eclipsaba en el fragor del combate. No le seguiremos en aquella tarea ingrata;(18) dejemos al político iluso, para acompañar al inspirado vate. El mismo año de su expatriación compuso otra serie de Lieder, de índole parecida al Intermezzo y al Regreso; los tituló Nueva primavera (Neuer Frühling). En sus Memorias póstumas nos dice, como deducción positivista de toda una vida atormentada por la espantosa enfermedad del amor: «El mejor contraveneno respecto a las mujeres, son las mujeres mismas. Sin duda equivale esto a llamar a Belcebú para que exorcice a Satanás, y el remedio puede ser peor que la enfermedad. Pero hay que correr ese albur, porque, en los casos desesperados del amor, el cambio de inamorata es el único recurso». A él apeló nuestro poeta, no sólo en la vida práctica, sino en aquellas esferas ideales en que se nutría su inspiración. Nueva primavera es el reverdecimiento y reflorescencia de la naturaleza y del alma. Pero aquellos nuevos amores no tienen ya el calor y la ternura de la primera pasión. Después, con el título de Varios (Verschieden), aparecen (de 1832 a 1839) otras series de Lieder, en los que el amor toma el tinte de la galantería, y dicta sucesivamente los nombres de Serafina, Angélica, Diana, Hortensia, Clarisa, Yolanda, María, Jenny, Emma... ¡Sombras pasajeras, que se borran sucesivamente en una imaginación aun apasionada, pero de día en día más caprichosa y delirante! La ironía y el sarcasmo toman cada vez mayor parte en sus inspiraciones; el poeta del sentimiento conmovedor y la delicadeza exquisita, se convierte en el vate soberano del humorismo fantástico.

En el verano de 1841, Enrique Heine estaba en Bareges buscando alivio al mal que minaba ya su naturaleza. Allí, en las faldas de los Pirineos, contemplando desdeñosamente desde aquellas alturas a los charlatanes de la revolución, escribió Atta Troll, sueño de una noche de estío. Un oso, que después de bailotear por el mundo, encadenado y flagelado por un sórdido montañés, rompe la cadena y vuelve a sus montañas, ese es Atta Troll. El zompo animal, aleccionado en su trato con los hombres, predica entre los suyos la libertad, el comunismo y la revolución social. No puede darse sátira más incisiva de la demagogia. Otra sátira implacable es su Germania, cuento de invierno, escrito en 1844, después del único viaje que hizo a Alemania desde que trasladó sus penates a París. Lejos de reconciliarse con la patria, ahondó más, con las mordaces burlas de ese poema, el abismo que le separaba de ella, y, sin embargo, abrigaba aún la ilusión de volver a su país natal. Lo que aborrecía sobre todo allende el Rhin era a la despótica Prusia, que esclavizaba a la buena Alemania, culpable solamente de su inercia perezosa. «Amaré y honraré vuestra bandera —decía a los que le acusaban de insultar el pabellón nacional—, cuando no sea juguete de insensatos y de bribones, cuando la enarboléis en las cimas del pensamiento alemán. Amo la patria tanto como vosotros. Por eso vivo en el destierro, y moriré quizás en él, sin las contorsiones del mártir. Amo a los franceses como amo a todos los hombres, cuando son buenos y razonables. No quiero que los alemanes y los franceses, los dos pueblos predilectos de la civilización, se peleen en provecho de Inglaterra y de Rusia, y para satisfacción de todos los aristocratillos y de la clerigalla del universo. No temáis: no entregaré el Rhin a los franceses: el Rhin también es mío, porque nací en sus orillas; a nadie pertenece más que a sus hijos. Librémoslo de las garras de los prusianos y elijamos por sufragio universal algún buen muchacho que tenga tiempo para gobernar a un pueblo honrado y laborioso».(19) ¡Cuán lejos estaba Heine de pensar que aquella odiada Prusia, que recogía sus fuerzas y las ejercitaba con la severa disciplina del régimen autoritario y militar, tan antipático para él, estaba incubando la gran idea de la unidad germánica, y había de enarbolar en el mismo París el glorioso estandarte del imperio alemán!

Pocos años después, estalló de nuevo la revolución, en la que Heine cifraba tantas esperanzas: el movimiento de 1848 se propagó a la otra parte del Rhin; triunfaron por un momento los novadores, y en la Asamblea de Francfort creyó encontrar su cuna la nueva Alemania; pero entonces, precisamente, caía herido de alma y cuerpo su animoso paladín. Una enfermedad lenta y terrible, el reblandecimiento de la médula, postróle en el lecho, en el cual había de padecer años y años. La experiencia había amenguado su fe en la idea revolucionaria: la poesía, siempre bella y sonriente, era su último consuelo. «No puedo pensar sin viva emoción —escribía más adelante— en aquellas tardes de Marzo de 1848, cuando el buen Gerardo de Nerval venía todos los días, a buscarme en mi retiro de la barrera de la Santé, para trabajar tranquilamente conmigo en la traducción de mis inocentes fantasías alemanas, mientras vociferaban en torno las pasiones políticas y se hundía el mundo antiguo con espantoso estruendo, tan abismados estábamos en nuestras discusiones estéticas y aun idílicas, que no oíamos los alaridos de la mujerona de enormes pechos que corría por las calles de París aullando: ¡Des lampions! ¡Des lampions! Marsellesa de la revolución de Febrero, de infausta memoria».

Clavado a la cruz de la parálisis por los clavos del sufrimiento, como dice un escritor contemporáneo, el vate germánico continuaba fantaseando y delirando con mayor amargura en su alma y más ironía en su pensamiento. El Romancero, cuya primera parte se publicó en 1851, pinta a su manera en breves y aislados cuadros el movimiento de la humanidad: allí aparece el rey David al lado del rey Ricardo Corazón de León; junto a María Antonieta, la salvaje reina Pomaré. Una segunda serie del Romancero contiene el famoso Libro de Lázaro (escrito en 1854), expresión de los sufrimientos, de la duda, de las aspiraciones del poeta moribundo: los sueños más fantásticos, las sátiras más crueles, las burlas más desdeñosas, llenan aquellas breves páginas, en las que el estertor de la muerte parece unido a la ilusión, a que aún se agarra el agonizante, de los últimos goces de la vida. Como Aquiles en los Campos Elíseos, el martirizado poeta renunciaría a la gloria por vivir un día en la tierra como el más miserable de los siervos. ¡Grito desesperado de la mísera carne humana, deteniendo los nobles vuelos del espíritu! Termina el Romancero con las Melodías Hebraicas, en las que, evocando el recuerdo del rabino español Jehuda ben Halevi, reproduce las disputas teológicas de judíos, y cristianos, para mofarse de unos y otros: de esta manera, las primeras impresiones de su vida, las primeras luchas de su alma, vienen a llenar sus últimos momentos.

«¡Aristófanes se muere!» exclamaron con dolor los hombres más ilustres de París al presenciar la agonía del poeta; la Revue des Deux Mondes excitaba la conmiseración de las gentes, publicando su efigie, extenuado, con la frente abatida, «como un Cristo de Morales». Coronábale la gloria, pero iba quedando solo y abandonado en el sillón donde pasaba las horas, postrado e inmóvil. Un día fue a verle Berlioz: —«Vos aquí, ¡siempre original!», le dijo el poeta: la chanzoneta se mezclaba al sarcasmo, hasta en sus últimos momentos.

Llegaron éstos el 17 de Febrero de 1856; murió él poeta, y el cementerio de Montmartre recibió sus despojos mortales, que fueron trasladados después a Hamburgo, cuna de sus primeros amores y sus primeras desventuras. Las apasionadas contiendas, las quejas y los rencores que suscitó su intervención violenta en las batallas de su tiempo, fueron calmándose y borrándose; su numen quedó triunfante, como aquellos astros eternos que a veces nos pinta, resplandeciendo esplendorosos sobre las pasajeras que obscurece en el firmamento y conmueven el mundo con sus huecos estampidos.

La fama de Enrique Heine creció con su muerte su poesía llenó el orbe literario, y tuvo, en todas partes, un tropel de imitadores. Su permanencia en París y su naturalización en aquel centro del movimiento intelectual de Europa, facilitaron la propaganda de su escuela. El vate alemán, conociendo muy bien el idioma francés, jamás lo usó para sus escritos: abominaba su amanerado estilo poético y su monótona metrificación. Pero ayudó eficazmente a buenos hablistas franceses, como Gerardo de Nerval y Teófilo Gautier, en la traducción de sus obras al idioma de Racine y de Molière, empresa difícil por la originalidad y atrevimiento de su frase alemana. «Es intento arriesgadísimo siempre —escribía— reproducir en prosa y en una lengua de procedencia latina, una obra métrica compuesta en idioma de origen germánico. El pensamiento íntimo del original se evapora fácilmente en la traducción, y no queda más que algo parecido al resplandor de la luna disecado, como ha dicho un malicioso que se burla de mis poesías traducidas.»(20)

Estas traducciones francesas, cuya deficiencia proclamaba el mismo autor, son las que le han dado a conocer en España, donde abundan poco los amantes y cultivadores de las letras que puedan leer su texto original. Pero, aun así, sin poder aspirar todo el aroma de esas flores, tan frescas y lozanas, contemplándolas secas y descoloridas, como las que guardan los botánicos en sus herbarios, han gustado tanto de ellas nuestros ingenios, que muchos se han dado a copiarlas y contrahacerlas. Y como las imitaciones suelen pecar de insípidas y pesadas, han puesto a uno de nuestros más vigorosos poetas en el caso de protestar contra «esos suspirillos líricos, de corte y sabor germánico, exóticos y amanerados, con los cuales expresa nuestra adolescencia poética sus desengaños amorosos, sus ternuras malogradas y su prematuro hastío de la vida».(21) Esta justa crítica del rebaño de los plagiarios no amengua el valor altísimo de las creaciones de Heine, ni puede referirse tampoco a los poetas que, con inspiración propia, han seguido su camino. Uno tenemos en España que figura con razón entre los primeros de nuestra época: el insigne y malogrado vate sevillano Gustavo Adolfo Bécquer. Por más que su biógrafo y panegirista(22) haya negado que imitase al poeta alemán, basta leer las obras de uno y otro para convencerse de lo contrario. Sería el caso más extraordinario de inspiraciones coincidentes la igualdad del asunto principal, la analogía de sentimientos, la identidad de tono y la semejanza de formas métricas, que hay entre las Rimas de Bécquer y el Intermezzo. Intercaladas muchas de aquellas poesías en una perfecta traducción castellana del libro de Heine, no se notaría diferencia entre ambos autores. Esto basta para la gloria del poeta sevillano; no hay que atribuirle una originalidad difícil de sostener.(23)

Poesía que encontraba tanto eco en los corazones había de inspirar a sus admiradores el deseo de verterla al idioma castellano. Fue el primero que tentó la empresa quien más dotes tenía para darle glorioso remate. Don Eulogio Florentino Sanz, el autor de Don Francisco de Quevedo, que supo dar al gran satírico español algo del amargo humorismo de la poesía del Norte, se prendó de los Lieder de Heine, cuando su misión diplomática en Alemania le permitió estudiar de cerca aquella literatura. Al año siguiente de la muerte del gran poeta, el Museo Universal, de Madrid, publicaba algunas de sus composiciones puestas en verso castellano por tan concienzudo traductor. Aquel periódico las presentaba al público como un gratísima novedad y añadía: «Nadie mejor que el señor Sanz pudiera ser el intérprete español de Heine, por los muchos puntos de contacto que existen entre estos dos poetas, según podrán notarlo nuestros lectores, al repasar alguna de estas canciones, que, aun traducidas del alemán, parecen más bien originales del autor del Quevedo y Achaques de la vejez».(24) Las traducciones publicadas en el Museo Universal son excelentes, en efecto, y si el señor Sanz hubiese completado su obra, no hubiéramos tenido que probar fortuna los que luego, con menor aptitud, hemos acometido la misma empresa.

No he de juzgar yo los ensayos que desde entonces se han hecho en España para traducir a Heine: diré solamente que, si no todas, la mayor parte de estas versiones no proceden del original alemán, sino de la traducción francesa, lo cual, si no es obstáculo insuperable para el acierto, lo dificulta mucho.(25) El fallo supremo del público no ha sancionado como definitivas las traducciones hasta el día publicadas, y deja abierto el camino a los que, por afición a estos trabajos, aunque desconfiados de salir airosos donde otros tropezaron, emprendemos tan ardua tarea. Por lo que a mí toca, aliéntame la indulgencia con que ha sido tolerado mayor atrevimiento: en quien ha puesto la mano en el Fausto de Goethe, no parecerá tan grave desacato rehacer en nuestro idioma las poesías de Heine. Debo confesar, sin embargo, que la obra no es menos ardua: hay en el vate de Dusseldorf una difícil facilidad que engaña. Le caracterizan la naturalidad de la expresión, la limpidez del estilo, la sobriedad del lenguaje, la ausencia completa de toda ampulosidad, de toda afectación, de toda vana retórica. Son sus canciones, de muy pocos versos casi todas ellas, como diminutas y transparentas copas de purísimo cristal de Bohemia, con elegancia suma talladas, en las que brilla y centellea un sorbo de licor, dulce y embriagador unas veces, como la ambrosía de los dioses, amargo otras veces, como el absintio de los hombres. Servido en el rústico cacharro de una mala traducción, ha de perder la mitad de su atractivo, por lo menos. La dificultad de conservar el laconismo y la pulcritud de esta forma, tan artística y tan natural al mismo tiempo, es el escollo en que han tropezado todos los que han traducido a Heine en castellano. Tiene la lengua alemana copiosísimo caudal de palabras compuestas; expresa con una sola de ellas las ideas más complejas; pinta un cuadro con una sola pincelada. Esto le da cierta semejanza con la griega, y permite, como aquel idioma, enriquecer el lenguaje poético con frases de sorprendente belleza, que adquieren tanta flexibilidad como brillantez cuando maneja ese idioma un artista de la palabra como el autor del Intermezzo. Hed aquí un ejemplo: en El Mar del Norte nos dice que bebiendo en la taberna de Bremen, ve dentro del vaso todo lo que sueña su fantasía, y sobre todo ello la imagen de su amada: Das Engelköpfchen auf Rheinweingoldgrund, «Aquella cabeza-de-ángel, sobre el-fondo-de-oro del-vino-del-Rhin». Cuatro palabras no más, y un solo verso en el texto original: pruebe el lector a decir lo mismo en castellano, y verá cómo necesita dos versos por lo menos y una docena de palabras.

Una traducción rimada no puede ser más que una aproximación a la obra traducida; puede quedar el traductor a cien leguas de ella; puede acercarse mucho, pero nunca bastante para cumplir completamente su propósito. Hay también diversas maneras de hacer estas traducciones, desde la imitación y la paráfrasis, que sólo toma los pensamientos capitales del autor para darles expresión distinta, hasta la traducción ceñida y literal, que adopta la misma forma métrica del original y ligue su frase y su dicción, en cuanto es posible. En mi sentir la traducción poética exige la reproducción exacta de los pensamientos y las imágenes de la obra traducida, pero también la incubación propia de esas imágenes y esos pensamientos en el idioma del traductor. No basta poner palabras castellanas en lugar de las alemanas, ni substituir la sintaxis de una lengua por la de otra: hay que adivinar cómo hubiera dicho en castellano el autor alemán lo que se intenta traducir, si en lugar de su idioma natal hubiera hablado el nuestro. Este procedimiento es el que usé en la traducción del Fausto; y el mismo he seguido ahora, porque alguna objeción que se me ha hecho, no ha podido convencerme de que fuera vicioso e improcedente.

Un reputado crítico, benévolo siempre conmigo, al ocuparse de aquella obra(26) con elogio que peca de extremado que revela cariñosa amistad, le puso un pero: parecióle que la traducción no conserva «la fisonomía típica del original de Goethe», porque hago hablar a Fausto «como un caballero español de capa y espada» y porque Mefistófeles se expresa «de un modo muy parecido al que emplean algunos maléficos personajes de los que salen en nuestras tragi-comedias». Pero, ¿es que he trocado los pensamientos que Goethe puso en la mente de esos personajes por otros de diverso carácter? No es que he hecho castellano el Fausto, así lo dice mi galante impugnador, porque tienen sabor calderoniano los versos que puse en su boca. Y para remachar su objeción, cita luego estos:

La mozuela que hecha un pingo
barre el sábado mejor,
es la que con más primor
te acariciará el domingo.

«Traducción fidelísima del original en su fondo», es esta especie de cantar, según el crítico,(27) y sin embargo, le parece que más debe aplicarse a una mozuela de Tirso o de Bretón que a una muchacha tudesca. ¿Por qué? ¿Es que el habla castellana, neta y castiza, sólo nos trae a la imaginación figuras castellanas también? ¿Qué especie de idioma debemos usar, pues, para que nos haga pensar en cosas tudescas? ¿Sería buena traducción aquella que, no por los pensamientos expresados, sino por la forma de la dicción, nos advirtiese y revelase de qué lengua estaba hecha? ¿Ha de conocerse, leyendo la versión castellana, si el original está en griego o en latín, en alemán o en sueco? No; esto sería, como vulgarmente se dice, «traducir del francés al gabacho».

Basta de este punto. Es de mal gusto rebelarse contra la crítica, y sentiría que se me atribuyese tal propósito. Defiendo mi modo de ver en materia de traducciones, y desconfiando de lograr mi intento, lisonjéame que literatos expertos, difiriendo de mi opinión, me acusen de «haber hecho castellano» al Fausto, que era precisamente lo que me propuse. Si éste fuere el único defecto de aquella traducción, ¡qué mayor gloria para mí!

Hacer castellano a Heine, en la palabra, no en la idea, es también el propósito de esta obra. Contiene las mejores producciones, en concepto mío, de aquel gran poeta, o por lo menos, las que me son más simpáticas, las que mejor expresan el alma soñadora, atormentada ya, pero no abatida, por las decepciones y las dudas, como lo estuvo después. Pocas supresiones he hecho en el texto del Libro de los cantares, tal como se publicó la primera vez. Sólo he prescindido por completo de los Sonetos, porque en esta composición la forma es obligada, y encerrar en un soneto castellano cada uno de los diez y siete que hay en el libro, me parece dificilísimo sin notable alteración del texto.

Los Ensueños están todos en esta traducción; de los Cantares y Romances he substituido algunos pocos, que perdían su efecto al ser traducidos, por otros agregados en los Apéndices que publicó después el propio Heine. En el Intermezzo y El regreso, sus obras capitales, no he querido quitar nada, ni aun aquellas composiciones que suprimió el mismo poeta al publicarlas en francés. Para el efecto artístico de la obra, quizás hubiera convenido hacer estas supresiones; para conocer al autor en todas sus fases, vale más dar el texto completo. También está completo el de las poesías del viaje al Hars.

Si gustase al público este libro, quizás me atrevería a completar en otro volumen la españolización de las poesías de Heine. El mar del Norte, la Nueva primavera, algo del Romancero y de otras de sus últimas producciones, ofrecerían sabrosísima lectura a los amantes de la poesía, si acertara yo a conservar en la versión castellana alguna parte de la admirable belleza del original; e hicieran quizás amar a un poeta que tanto padeció y que, como dice discretamente uno de sus admiradores en España,(28) no fue el hombre de las contradicciones, sino el hombre de las contrariedades.

1885.


ADVERTENCIA PARA ESTA EDICIÓN

La favorable acogida que el público y la crítica dispensaron a mis versiones de Heine, alentó mi propósito, expresado en el párrafo último del prólogo anterior, y pronto puse manos a la obra, traduciendo El Mar del Norte y Nueva Primavera. Poco más había adelantado cuando cambiaron las circunstancias de mi vida, haciéndome intervenir, por mi mal, en la lucha activa de la política y privándome de tiempo y sosiego para mis trabajos predilectos.

Ahora, que de nuevo logré consagrarme a ellos, he repasado y corregido aquellas traducciones, he añadido algunas otras del famoso poeta alemán, y puedo ofrecer en esta nueva edición un traslado más completo de su obra a los lectores que en España muestran interés por conocerle y no pueden leer sus hermosos versos en el texto original.

                                                                                                     T. LL.
1908.
NOTAS
(1) Final de las Feuilles d'automne
(2) De l'Allemagne, por Mad. Stael; libro dado a la prensa en 1810, y que no pudo publicarse hasta 1815, a la caída de Napoleón. 
(3) Conclusión del capítulo dedicado a Inglaterra, que forma parte de los Reisebilder (Cuadros de viaje). 
(4) «Enrique Heine es un genio de doble faz. Por un lado, encontramos en él una sensibilidad ardiente, sutil, femenina, de exquisita delicadeza; por otra, un espíritu infernal, una ironía maligna y selvática, que asaetea a su enemigo con flechas emponzoñadas; unas veces, tristeza suave y soñadora; otras, risa maligna y cínica; ahora, un ángel; después un demonio... Esta doble naturaleza ha sido una de las principales causas del éxito prodigioso de Enrique Heine en Francia. Gustan entre nosotros esos contrastes bruscos, esos poetas de corazón desgarrado, que dicen al mundo: «¿Ves las heridas que me has hecho?» y cuando las lentes se aproximan, se yerguen y hacen chasquear el látigo a sus oídos». Eduardo Schuré, Histoire du Lied ou la chanson populaire en Allemagne
(5) Prólogo de la traducción francesa de los Reisebilder
(6) Confesiones del autor, publicadas en la edición francesa de su libro De la Alemania
(7) Ecrivains et poètes modernes, prólogo. 
(8) Barthel, Literatur der Neugeit. 
(9) La fecha exacta de su nacimiento parece ser el 12 de Diciembre de 1799; pero, no sabemos por qué, Heine se supuso a veces nacido el 1º. de Enero de 1800, y decía bromeando: «¡Soy el primer hombre de mi siglo!» 
(10) Último episodio de las Memorias de Enrique Heine recién publicadas. Esta autobiografía póstuma da mucha luz sobre la familia del poeta, su infancia y su primera juventud. 
(11) El tambor Legrand. 
(12) En 1815 Enrique Heine fue colocado por su padre en casa de un banquero de Francfort. En 1816 o 1817, sin duda por consejo de su tío. Salomón Heine, banquero de Hamburgo, fue a esta ciudad, donde fundó en 1818 una casa de comisión, bajo la razón social de «Harry Heine y C.ª» Tuvo mal éxito, y fue liquidada en la primavera de 1819. 
(13) Esta conversión la hizo el 28 de Junio de 1825 en Heilgenstadt. 
(14) Salomón Heine hízose muy rico: dejó al morir un caudal de más de cuarenta millones de francos. Era un gran filántropo, y Hamburgo le debió muchos beneficios. Quería a su sobrino, pero difícilmente le perdonaba su carácter novelesco, su manía de hacer versos y sus ideas trastornadoras. Dedícale el poeta su Intermezzo, del cual es probable que hiciera el israelita millonario poquísimo caso. Durante su permanencia en Francia le pasaba una pensión, que dio lugar a bastantes reyertas entre tío y sobrino. 
(15) La Correspondencia inédita de Heine publicada en Alemania y Francia, que forma tres volúmenes, no comienza hasta 1820. En 1874, el profesor Hufter dio a luz en la revista titulada Deutschen Rundschaw siete cartas dirigidas con diferente fecha por el poeta a su amigo de la infancia Cristián Sethe. Forma parte de ella la que citamos. Don José del Perojo las reprodujo en la Revista Europea (1875), comentándolas con atinadas reflexiones. 
(16) Revue des Deux Mondes, 15 de Septiembre de 1848. 
(17) No sólo al vulgo, sino también a las personas ilustradas, les sucede no gustar mucho de las poesías de Heine de buenas a primeras, y enamorarse de ellas perdidamente después. En apoyo de esta observación, citaremos lo que dice el señor Menéndez Pelayo en el prólogo de las traducciones de aquel poeta hechas por don José J. Herrero, con el título de Poemas y Fantasías: «Confieso que en otro tiempo gustaba yo poco de Enrique Heine, considerado como poeta lírico. Nunca deje de admirar su prosa brillante y cáustica siempre le tuve por el primero de los satíricos modernos, pero la delicadeza incomparable de sus canciones o «lieder» se me escapaba. A otros habrá acontecido lo mismo, aunque no tengan tanta franqueza como yo para declararlo. Pero el gusto se educa, y yo no soy de los que maldicen o proscriben las formas artísticas que no les son de fácil acceso o no van bien con su índole o sus propensiones. Así es que nuevas lecturas de Enrique Heine, no sólo me han reconciliado con sus versos, sino que me han convertido en el más ferviente de sus admiradores, y el más deseoso de propagar su conocimiento en España». 
(18) Obras son de aquellos tiempos sus libros, Kahldorf, cartas sobre la nobleza, dirigidas al conde de Moltke; El estado de Francia, correspondencias enviadas a la Allgemeine Zeitung (Gaceta Universal); De la Alemania; De la Inglaterra; Lutecia, cartas sobre la vida social en Francia, y varios opúsculos de carácter político. También publicó, interesantes estudios de critica literaria y artística, como los titulados Datos para la historia de las bellas letras en la moderna Alemania (1833); El Salón (1835); La escuela romántica (1835), Doncellas y damas de Shakespeare, con aclaraciones (1839); El doctor Fausto (1851). 
(19) Prólogo de Germania
(20) Prólogo de Heine a la traducción francesa de sus poesías publicadas con el título de Poèmes et Legéndes, París, 1855. 
(21) Núñez de Arce, prefacio de los Gritos del combate
(22) Don Ramón Rodríguez Correa, en el prólogo de la segunda edición de las obras de Gustavo A. Bécquer. 
(23) El señor Rodríguez Correa, admitiendo que hay mucha semejanza entre Enrique Heine y Gustavo Bécquer, busca diferencias entre ellos, diciendo que el primero es más independiente, indicación vaga cuyo sentido no comprendo bien, y el segundo más artista, con lo cual no estoy conforme. Si el arte se toma en su acepción general, como procede en este caso, no conozco poeta alguno que aventaje a Heine en sentimiento artístico. Dice también el señor Correa, y en esto va mejor encaminado, que el deseo de ser original y de alardear de excéntrico y escéptico, hizo desconocer al poeta alemán la unidad, que es el arte (y pase esta afirmación inexacta por incompleta), como lo prueban sus poemas Germania y Lázaro. Es verdad, pero esto no prueba nada contra el evidente reflejo que se nota en las Rimas de Bécquer, no de estas obras del último período de Heine, sino de Intermezzo y El regreso, inspiración de su juventud. 
(24) Quince son las poesías de Heine que dio a luz entonces el señor Sanz, y están bien escogidas entre las mejores del Intermezzo y de El regreso, con alguna otra, como el bellísimo romance titulado: El Mensaje. El Museo Universal las publicó como comienzo de una serie que había de continuar; pero no fue así, por desgracia de las letras españolas. 
(25) El mismo Museo Universal insertó en 1867, número XVIII y siguientes, una traducción de Intermezzo, en verso, de don Manuel Gil Sanz; lleva la fecha de 1861. En 1873 se publicó en Madrid, con el titulo extraño e impropio de Joyas prusianas, Poemas de Enrique Heine, un volumen de traducciones, también en verso, de don Manuel María Fernández: este escritor tiene la franqueza de confesar que traduce del francés. Contiene su obra el Intermedio, El regreso y la Nueva primavera. El mismo año, en uno de los tomitos de la Biblioteca Universal, entre otras Poesías líricas alemanas, vertidas al castellano por Jaime Clark, se incluyeron cincuenta y un cantares y siete romances o leyendas de nuestro poeta. Son estas versiones muy superiores a las anteriores por estar más ceñidas al texto original y mejor comprendido el sentimiento del autor, pero es pobre la forma poética castellana. La acreditada Biblioteca Clásica, que publica don Luis Navarro, ha dado en 1883 un tomo de traducciones en verso de obras de Heine, con el título de Poemas y Fantasías. Comprende el Intermezzo, El mar del Norte, El regreso, Nueva primavera y Hojas caídas, y es el traductor el joven y aventajado poeta valenciano, mi querido amigo don José J. Herrero, que se propone dar en un segundo tomo, Alta Troll, Germania, el Romancero y otras obras del mismo autor.
No he podido ver una traducción del Intermezzo publicada, según me dicen, en una revista literaria, por don Ángel Rodríguez Chaves; ni otra del reputado literato americano señor Pérez Bonalde. Este va a publicar en Nueva York todo el Buch der Lieder, traducido en verso. 
(26) Don Francisco Miquel y Badía, artículo publicado en el Diario de Barcelona
(27) Dice Goethe literalmente: «La mano que el sábado maneja la escoba es la que te acariciará mejor el domingo». 
(28) Perojo, en los artículos ya citados de la Revista Europea
FUENTE
(Or) Poesías de Enrique Heine, traducidas en verso castellano y precedidas de un prólogo por Teodoro Llorente, Madrid: F. Granada y Cia., 1908. Nueva ed. corr. y aum. con El mar del Norte, Nueva primavera y otras composiciones.
Derechos de autor Traducción y romanticisimo: dos prólogos del siglo XIX