Saltana José Mor de Fuentes y su traducción de Gibbon Revista de literatura i traducció A Journal of Literature & Translation Revista de literatura y traducción
Biografía de Edward Gibbon
Traducción de Carmen Francí

I

El historiador del Imperio Romano nació en abril de 1737 en Putney, condado de Surrey, en el seno de una familia adinerada cuya riqueza procedía del abuelo de Gibbon, un inflexible suministrador del ejército. (Gibbon señala que «incluso sus opiniones se subordinaban a su interés; y lo encontramos en Flandes vistiendo a las tropas del rey Guillermo en tanto que habría abastecido con mayor placer, aunque tal vez no a menor precio, a los hombres del rey Jacobo».) La fortuna de la familia habría sido mayor si el abuelo no se hubiera visto envuelto en 1720 en el colapso conocido con el nombre de South Sea Bubble,(1) como consecuencia del cual el Parlamento, irritado, confiscó casi toda su fortuna, que ascendía a 106.500 libras, y le dejó tan sólo 10.000 libras. Sin embargo, el hábil anciano había situado una considerable proporción de bienes raíces fuera del alcance de la ley y, en el momento de su muerte, sucedida en 1736, había recuperado gran parte de lo que se le había quitado. A partir de aquel momento, la fortuna de la familia inició un declive constante bajo la mala gestión del padre del historiador, individuo agradable pero de decisiones erráticas.

Edward Gibbon agradeció formalmente el hecho de no haber nacido esclavo, salvaje o campesino, sino «en un país libre y civilizado, en una era de ciencia y filosofía, en una familia de categoría honorable, y decentemente agraciado con los dones de la fortuna». Sin embargo, la naturaleza se mostró parca en su generosidad. Fue el mayor de siete hermanos y el único en sobrevivir a la infancia. De constitución física frágil y enfermiza, se vio arrastrado desesperadamente de médico en médico, cuyos inútiles tratamientos se limitaron a producirle las cicatrices que llevó consigo a la tumba y un rechazo a los cuidados médicos que contribuyó a conducirlo a tal lugar. La primera educación formal que recibió, en un internado de Kingston-upon-Thames, se vio interrumpida antes de los diez años por el fallecimiento de su madre como consecuencia del agotamiento y las complicaciones derivadas de los frecuentes embarazos. En años posteriores, colmado por la fama y las satisfacciones de un adulto, todavía arremetía contra «los elogios pródigos y trillados a la felicidad de nuestra infancia, que con tanta afectación repite el mundo. Nunca conocí esa felicidad, nunca añoré esos tiempos...»

Probablemente, su mera supervivencia se debió a una tía solícita, miss Catherine Porten, a cuya muerte Gibbon escribió una carta que combinaba un tierno recuerdo con una terrible descripción de su juventud: «A sus cuidados durante mi primera infancia debo vida y salud. Fui un niño enclenque, descuidado por mi madre, privado de alimento por la niñera, a cuya existencia poca atención o expectativas se reservaban; sin su vigilancia maternal, estaría ya en la tumba o viviría como un monstruo encorvado y contrahecho, como una carga para mí y para los demás. A su instrucción debo los primeros rudimentos del saber, el primer ejercicio de la razón y el gusto por los libros, que todavía constituye el mayor placer de mi vida; y, si bien no me enseñó lengua ni ciencias, fue sin duda el más útil preceptor que jamás he tenido».

Un placer singular que proporciona la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano cuando se lee atentamente, sin perder de vista la vida del autor, consiste en descubrir los fragmentos elocuentes en que el historiador, mientras habla de otro, se describe a sí mismo de modo inconsciente. Así, sobre Mahoma comenta: «Si bien la conversación enriquece el entendimiento, la soledad es la escuela del genio». Aquel niño delicado sabía mucho sobre la soledad, que poco a poco aprendió a utilizar en favor de sus propósitos personales. En Kingston-upon-Thames quedó cautivado por dos libros: la traducción de Homero por Pope (»un retrato dotado de todos los méritos, excepto el de la semejanza con el original») y las Mil y una noches. Tras el fallecimiento de su madre, vivió unos nueve meses en casa de su abuelo materno donde «campaba por mis respetos» en la biblioteca, que permanecía siempre abierta.

Todavía bajo la maldición de enfermedades recurrentes, arrastrado o enviado aquí o allá por un padre que seguía desconsolado por la muerte de su esposa, cuidado por un preceptor, un médico u otras personas, durante los cinco años siguientes consiguió leer gran parte de la obra de Horacio, Virgilio, Terencio y Ovidio; conocer a fondo toda la bibliografía sobre historia oriental disponible en inglés; abrirse paso a través del tremendo latín de tomos como el Abulpharagius de Pococke, y reflexionar tan profundamente sobre la geografía y la cronología antiguas que era capaz de permanecer despierto noches enteras intentando casar la cronología del Antiguo Testamento en hebreo con la versión en griego. Llegó al Magdalen College de Oxford en 1752 con «un nivel de erudición que habría desconcertado a un doctor y un grado de ignorancia del que un colegial se habría avergonzado».

La breve estancia de Gibbon en el Magdalen College coincidió con la afortunada liberación de las enfermedades de su infancia; sin embargo, al margen de esa coincidencia casual, consideraba que los catorce meses pasados en Oxford «fueron los más ociosos e inútiles de toda mi vida». La institución se encontraba en su momento más bajo, y ni el cuerpo de profesores ni el de alumnos albergaba a nadie lo bastante inquieto o capaz para ayudar a aquel estudiante precoz. Tras leer mucho sobre religión y, probablemente, influido por el estudioso católico francés Bossuet, Gibbon se convirtió al catolicismo y se bautizó en la intimidad, en Londres, a principios de junio de 1753.

Su ofendido padre respondió sacándolo de Oxford precipitadamente e intentando averiguar quién lo había convertido; quienquiera que fuese, se enfrentaría a una posible ejecución. (Tal era el clima de los tiempos que, pocos años más tarde, una muchedumbre londinense, indignada por las propuesta de relajar las leyes penales discriminatorias contra los católicos, incendió zonas de la ciudad y tuvo que ser reducida por las armas.) Antes de diez días, el padre de Gibbon puso en manos de un tal Pavillard, pastor calvinista de Lausana, en Suiza, la corrección de su hijo descarriado. Gibbon llegó a Lausana a finales de junio de 1753, «una figura menuda y delgada con una gran cabeza [en palabras de Pavillard], que discutía y empleaba con gran habilidad los mejores argumentos que se han utilizado nunca en favor del papismo».

En la autobiografía escrita años más tarde, Gibbon bendice «aquel rechazo infantil de la religión de mi país»; de otro modo, los cinco años maravillosos que pasó en Lausana habrían discurrido «empapado en oporto y prejuicios entre los monjes de Oxford». Sin duda, en ese momento la bendición quedó muy disfrazada. Se encontraba en un país desconocido, sin amigos, censurado por la familia, hospedado por un individuo mezquino, mal alimentado y mal atendido por la tacaña esposa de Pavillard, con ropa y dinero de bolsillo escasos, y aislado todavía más por su desconocimiento casi total del francés.

Afortunadamente, Pavillard no era un carcelero vulgar. Percibió al instante que no debía intimidar al extraño muchacho que tenía a su cargo para que cambiara de opinión, y hablaba cuando Gibbon deseaba hablar, respetaba su silencio y lo animaba amablemente a descubrir por sí mismo el camino de regreso a la ortodoxia protestante. El acontecimiento tuvo lugar el día de Navidad de 1754, cuando Gibbon recibió la eucaristía en la iglesia calvinista de Lausana. Sin embargo, no existe el regreso completo. A pesar de las duras acusaciones de irreligiosidad que se lanzaron contra él desde que apareció el primer volumen de Decadencia y caída (el cáustico Boswell lo denominó «un títere infiel»), Gibbon alcanzó en Lausana una filosofía religiosa de la que nunca más se apartaría: un escepticismo moderado dispuesto a aceptar la existencia de un Dios, pero sin nada establecido sobre la mecánica precisa del funcionamiento de la voluntad divina.

Y, lo que es más importante todavía, como hombre de cierta cultura y criterio, Pavillard enseñó al joven estudioso a seguir un método sin por ello poner trabas o límites a sus intereses. Por ejemplo, en 1756 Gibbon decidió reseñar todos los clásicos latinos —historiadores, poetas, oradores y filósofos— desde Plauto y Salustio en adelante hasta «la decadencia de la lengua y el Imperio de Roma», y lo consiguió en catorce meses. Con la ayuda de Pavillard, se dispuso a aprender griego y leyó media Ilíada y gran parte de Heródoto y Jenofonte antes de abandonar la tarea para más adelante. Tampoco sus lecturas eran superficiales. Tomaba largas notas, si bien se mostraba de acuerdo con el doctor Johnson en que «por lo general, se recuerda mejor lo que se relee que lo que se transcribe». Antes de leer un libro nuevo, analizaba cuidadosamente «todo lo que sabía, creía o había pensado sobre el tema»; después, tras terminarlo, sumaba el balance intelectual para valorar los beneficios netos.

Durante los cinco años de Lausana, Gibbon no sólo estudió a los clásicos. Llegó a dominar el francés con tal fluidez que publicó su primera obra en ese idioma, y en francés fueron también sus últimas palabras. (Para mejorar tanto el francés como el latín, traducía Cicerón al francés, lo abandonaba durante una temporada y volvía a traducir el francés al latín para comparar el resultado con el original.) Trabó amistad con el «hombre más extraordinario de la época», Voltaire, y tomó tal gusto por el teatro francés que «tal vez mitigó la idolatría por el genio gigantesco de Shakespeare que se nos inculca desde la infancia como primer deber de un inglés». En Lausana también conoció a los dos amigos más fieles de toda su vida: Georges Deyverdun, un joven suizo con el que crearía un centro de estudios años más tarde, y J. B. Holroyd (más adelante lord Sheffield), que sería su albacea literario.

También se enamoró perdidamente por primera y única vez. Suzanne Curchod, muchacha inteligente y afable, era la hija de un pastor calvinista del cercano pueblo francés de Crassy. Durante varios meses, los dos jóvenes veinteañeros intercambiaron visitas y cartas fervientes, y cuando él abandonó Lausana en abril de 1758 para regresar a Inglaterra, su primer objetivo era conseguir que su padre consintiera en aquel matrimonio.

No era su única intención. Su padre había vuelto a casarse y Gibbon preveía que la llegada de una nueva prole lo privaría de un patrimonio cada vez más reducido. (Su padre, en un gesto propio de él, ni siquiera le había comunicado por carta este segundo matrimonio.) Sin embargo, puesto que la madrastra resultó ser una persona cálida y afable —sin planes inmediatos de tener descendencia—, Gibbon pasó a tratar la cuestión de mademoiselle Curchod. Su padre se mostró inflexible, y era su padre quien administraba los bienes familiares. Gibbon apunta el resultado con brevedad avergonzada: «Suspiré como un enamorado, obedecí como un hijo». Alejó a Suzanne Curchod para siempre de su vida (o eso creyó) y se convirtió en un soltero cauteloso, favorito de muchas damas pero íntimo de pocas, si es que llegó a serlo de alguna.

Durante los meses siguientes (en lo que un psicoanalista denominaría un mecanismo de sublimación) redactó un breve y notable ensayo en francés, Essai sur l'étude de la littérature. La herramienta debe ser siempre más aguda y precisa que la obra que produce, y el Essai de Gibbon es el único lugar donde muestra, si bien de modo embrionario, las herramientas de su oficio.

Para demostrar que la apreciación completa de los clásicos exige un conocimiento profundo de sus tiempos, ese sorprendente joven de veintiún años postuló que Virgilio escribió las Geórgicas a petición de Augusto para impresionar a los indisciplinados veteranos de la guerra civil con las bellezas de la agricultura. «Desde este punto de vista, Virgilio no debe ya considerarse un simple escritor que describe las tareas de una vida rural, sino como otro Orfeo, que toca la lira para desarmar a los salvajes de su ferocidad y unirlos en los lazos pacíficos de la sociedad. Sin duda, sus Geórgicas tuvieron ese efecto admirable. Los veteranos, sin darse cuenta, se reconciliaron con la vida tranquila y dejaron pasar sin alteraciones los treinta años que fluyeron antes de que Augusto consiguiera establecer, no sin dificultad, un fondo militar para pagarles en dinero.»

En relación con la comprensión de la historia en general afirma: «Entre una multitud de hechos históricos, hay algunos, la gran mayoría, que no demuestran otra cosa que su condición de hechos. Hay otros que pueden ser útiles para dibujar una conclusión parcial, gracias a los cuales el filósofo puede estar capacitado para juzgar los motivos de una acción o algunos rasgos particulares de un personaje; estos hechos se identifican sólo con eslabones de la cadena. Aquellos cuya influencia se extiende a lo largo de todo el sistema y están conectados de modo tan íntimo como para infundir movimiento a los resortes de la acción son muy escasos, y es más raro todavía encontrar al genio que sabe distinguirlos entre el vasto caos de acontecimientos con que aparecen mezclados y deducirlos del resto de modo puro e independiente.»

Si detectar y evaluar estos hechos es la verdadera tarea del historiador crítico, su mayor arte consiste en comprender lo irracional en la historia humana. «Vemos que las mentes más exentas de prejuicios no consiguen desprenderse de ellos por completo. Sus ideas tienen aire de paradoja y, al ver las cadenas rotas, advertimos que las han llevado... Por lo tanto, no sólo deberíamos aprender a reconocer la fuerza de los prejuicios, sino también a valorarla; deberíamos aprender a no sorprendernos ante un absurdo aparente y recelar con frecuencia de la veracidad de lo que podría parecer que no necesita confirmación. Debo admitir que me gusta ver cómo los razonamientos de la humanidad se tiñen con los prejuicios; observar a quienes temen extraer, incluso de principios que reconocen justos, conclusiones que saben exactas desde un punto de vista lógico. Me gusta detectar a quienes detestan en un bárbaro lo que admiran en un griego, y denominarían impía la misma historia si la escribió un infiel y sagrada si la redactó un judío.»

Cuando el Essai apareció en 1761 (obtuvo una buena acogida en el Continente, pero la traducción al inglés pasó casi inadvertida), Gibbon llevaba más de un año en un puesto completamente inverosímil: el de capitán en la milicia de Hampshire, ya que Inglaterra se encontraba en guerra y había estado a punto de sufrir una invasión, si bien el peligro estaba desapareciendo rápidamente. Aparentemente, el tiempo transcurrido entre mayo de 1760 y diciembre de 1762 fue el menos productivo de la madurez de Gibbon; sin embargo, aprendió mucho sobre los hombres en situaciones difíciles y, por otra parte, nada podía detener por completo sus estudios. Es más, señala con ironía que «la disciplina y las evoluciones de un batallón moderno me dio una idea más clara de la falange y la legión, y el capitán de los granaderos de Hampshire (aunque tal vez parezca cómico) no ha sido inútil para el historiador del Imperio Romano».

Como recompensa por su buena conducta, su padre accedió al ansiado plan de Gibbon de realizar un extenso viaje por Europa. Apenas transcurrido un mes de la desmovilización del batallón se encontraba ya en el Continente y, tras una breve estancia en París, se dirigió a Lausana, donde se encontró accidentalmente con Suzanne Curchod. Aparentemente, ella todavía albergaba expectativas o esperanzas de que, a pesar de la ruptura formal entre ambos, todavía fuera posible el matrimonio. Los amigos de Suzanne se indignaron ante la frialdad de Gibbon y pidieron a Rousseau que hablara con el joven, pero Rousseau no quiso intervenir con el argumento de que Gibbon era un individuo demasiado frío para su gusto o para hacer feliz a Suzanne. Rousseau estaba inquietantemente cerca de la verdad. Poco después, Suzanne Curchod se convirtió en madame Necker, esposa del gran ministro de finanzas francés que convocó la sesión de los Estados Generales que condujo a la Revolución Francesa, y su hija fue madame de Staël. Gibbon carecía de valor, pero no de gusto.(2)

Sin embargo, Gibbon conocía ya a su otro amor, al que se acercaba con pasos lentos y tímidos, como si quisiera prolongar el placer previo. Se entretuvo en Lausana durante casi un año antes de dirigirse a Italia y no llegó a Roma hasta el otoño de 1764. Su autobiografía narra elocuentemente «las fuertes emociones que agitaron mi pensamiento cuando me acerqué y entré en la ciudad eterna por primera vez», donde «perdí o disfruté de varios días de borrachera antes de ser capaz de descender a una investigación fría y minuciosa». Todavía más convincente es la carta personal que envió a su padre en aquella ocasión: «He encontrado tal caudal de entretenimiento para una mente que, en cierto modo, se encontraba ya preparada por su familiaridad con los romanos, que vivo casi en un sueño. Las ideas que los libros puedan habernos transmitido sobre la grandeza de este pueblo, su relato sobre el momento más floreciente de Roma queda infinitamente corto ante la imagen de sus ruinas. Estoy convencido de que nunca ha existido una nación semejante y espero, por la felicidad del género humano, que nunca vuelva a existir».

Con su precisión característica, Gibbon señala el momento exacto en que nació la idea de escribir una obra de historia: «Fue en Roma, el 15 de octubre de 1764, cuando me encontraba meditando entre las ruinas del Capitolio; mientras los frailes descalzos cantaban las vísperas en el templo de Júpiter, surgió por primera vez en mi mente la idea de escribir sobre la decadencia y caída de la ciudad». Sin embargo, señala que al principio la idea se reducía a la ciudad, y sólo más tarde la extendió a todo el Imperio —y ésa no fue la última ocasión en que amplió la Decadencia y caída antes de darla por terminada—.

Sin embargo, esta apreciación resulta demasiado minuciosa. Edward Gibbon no escribió su historia porque un buen día de 1764 se le ocurriera visitar Roma o porque (como señala en otro lugar) trece años antes tropezara con un ejemplar de la History of the Later Roman Empire de Eachard. Visto retrospectivamente, casi todo lo que hizo parecía apuntar en una sola dirección inmutable. En la primera carta suya que se conserva, escrita a la edad de trece años, anota que «tras la iglesia y de regreso a casa, vimos los restos de un antiguo campamento que me agradó sobremanera». Su voracidad lectora, incluso durante el período de la milicia, pareció contribuir a un único fin. (En la milicia, el ejemplar de Horacio «se encontraba siempre en mi bolsillo y, con frecuencia, en mi mano», y fue allí donde completó su propósito previo de aprender griego.) Tal como D. M. Low señala adecuadamente en su excelente biografía de Gibbon, cualquiera de estos hechos fortuitos es significativo, y «por un canal u otro, el torrente, cada vez más crecido, tiene que encontrar camino hacia la extensión que está destinado a inundar y fertilizar».

Los cinco años posteriores al regreso de Italia, que tuvo lugar en el verano de 1765, estuvieron divididos entre Londres y Putney, y dedicados a una serie de actividades aparentemente erráticas. Inició una historia de la República Suiza que abandonó; ayudó a su amigo Deyverdun a elaborar dos volúmenes sobre literatura británica para publicarlos en francés en el Continente; publicó de modo anónimo un ensayo breve y polémico titulado Critical Observations on the Sixth Book of the Aeneid. Sin embargo, su preocupación principal era la continua dependencia de su padre (Gibbon contaba ya más de treinta años). Ni siquiera la muerte de éste, sucedida a finales de 1770, lo alivió de inmediato, ya que tuvo que dedicar casi dos años a poner orden en sus enmarañadas posesiones antes de poder establecerse, de modo más o menos fijo, en Londres, en el número 7 de Bentinck Street.

El placer de la independencia personal dio como resultado el primer volumen de Decadencia y caída en un plazo breve; sin embargo, el mundo exterior sólo percibió el nuevo fenómeno de Gibbon como hombre de mundo. Era un individuo mundano hecho a sí mismo, porque no poseía los bienes ni la categoría social suficientes para que se le concediera de modo automático un puesto en la sociedad. Sin embargo, se abrió paso entre lo que fue, sin duda, uno de los círculos literarios más brillantes de la historia inglesa.

Su nivel literario y social queda adecuadamente documentado por el hecho de que, casi un año antes de la publicación del primer volumen de Decadencia y caída, fuera elegido miembro del famoso club literario fundado por Samuel Johnson en 1765. Durante los años en que Gibbon fue miembro activo del club, entre sus socios no sólo se encontraba Johnson, sino también Boswell, el enemigo de Gibbon; sir Joshua Reynolds, el pintor; Oliver Goldsmith; Edmund Burke; David Garrick, el actor; Charles Fox, el gran estadista de la oposición; Richard Sheridan, dramaturgo y político, y el cálido amigo de Gibbon, Adam Smith. Naturalmente, las amistades sociales de Gibbon se extendieron más allá de su club.

Para cualquier hombre de mundo, constituía un atributo deseable un escaño en el Parlamento; Gibbon consiguió uno en 1774 con la ayuda de un primo rico y permaneció en él, sin pronunciar un solo discurso, durante los ocho años más productivos de su vida. Por lo general, apoyaba al Gobierno, aunque alguna vez se deslizó hacia la oposición en relación con la crucial cuestión americana. (A principios de 1775 estaba «convencido de que nos asiste el derecho, tanto como el poder»; sin embargo, a finales de 1777 decía: «¡Qué triste obra estamos haciendo en América!») No obstante, su descontento disminuyó al ser nombrado miembro de la junta de Comercio y Plantaciones, una sinecura que conservó durante unos tres años y por la que percibía 750 libras anuales.(3)

Durante toda su vida adulta, Gibbon fue presa tristemente fácil del ridículo. La mayoría de las descripciones personales que tenemos de él datan de años posteriores, cuando, gracias a la fama, pudo permitirse algunas debilidades. Con todo, tan acentuadas fueron sus idiosincrasias posteriores que debían de ser ya claramente aparentes, incluso en sus primeros años de independencia londinense. Estaba empezando a ganar los kilos que harían de él un hombre francamente obeso, y, en un individuo de huesos menudos que, probablemente, apenas superaba el metro y medio, el efecto se acentuaba. Su vestimenta distaba mucho de la elegancia: un observador, al rememorar un encuentro con Gibbon durante la infancia, lo recordaba vestido «con un traje de terciopelo floreado, con una bolsa y una espada», atuendo que resultaba «tal vez un poco recargado, si se tenía en cuenta su persona».

El mismo observador prosigue narrando que Gibbon condescendió «a hablar conmigo en un par de ocasiones en el curso de la velada; el gran historiador se mostró alegre y bromista, y adecuó la conversación a la capacidad del niño; sin embargo [...] no abandonó sus gestos peculiares, siguió dando golpecitos a la caja de rapé, esbozando una sonrisita de suficiencia y elaborando los párrafos con el mismo aire de buena educación que emplearía si hablara con hombres adultos. Su boca, elocuente como la de Platón, era un agujero redondo situado casi en el centro del rostro».

Véase la descripción de una «conversación» con Gibbon: «No había intercambio de ideas, porque nadie tenía oportunidad de contestar, tan fugitivo, tan variable era su modo de disertar, basado en comentarios ingeniosos, anécdotas y pullas epigramáticas, más o menos pertinentes, todo ello dicho amablemente, con un aire y modales franceses que le confería mucha gracia, pero el conjunto resultaba tan deslavazado e inconexo que, aunque cada frase por separado fuera muy divertida, la atención de los oyentes algunas veces desfallecía antes de que sus recursos se agotaran...»

Durante esos años, mientras escribía el primer volumen, parece que Gibbon evitaba hablar de su obra. Sus cartas la mencionan raras veces y no contó a su madrastra con precisión en qué andaba envuelto hasta que el primer volumen estuvo prácticamente listo para componerlo. Tal vez sus amistades de Londres supieran que había emprendido alguna clase de proyecto histórico, pero ellos también eran hombres de letras y se encontraban ocupados en ambiciosos planes personales. Antes de que se produjera el acontecimiento, no tenían motivo alguno para suponer que aquel hombrecito gordo, de cabello rojo, voz aguda, vestimenta estrambótica y hábitos ridículos estaba escribiendo la mayor obra de historia que se haya publicado jamás en ninguna de las lenguas conocidas por el hombre.

II

Según cuenta una anécdota, posiblemente apócrifa, cuando Gibbon presentó el segundo volumen de Decadencia y caída al duque de Gloucester, éste exclamó afablemente: «¡Otro libraco! ¡Venga a garrapatear y garrapatear! ¿Verdad, señor Gibbon?» La reacción del duque (que es también la causa de esta edición) atinó sin proponérselo en una de las mayores virtudes de Gibbon: el enorme alcance de su historia. No sólo abarca Roma desde los días de los primeros y «virtuosos» emperadores hasta la extinción del Imperio de Occidente; también incluye el Imperio de Oriente, que sobrevivió mil años, todos los pueblos y naciones, civilizados y bárbaros, limítrofes con el Imperio, el ascenso del mahometismo, el Sacro Imperio Romano, las cruzadas: en definitiva, la historia de Occidente (y de Oriente, en la medida en que influyó de modo significativo en Occidente) desde el año 100 d. de J. C. al año 1500, dado que Gibbon consideraba, con razón, que todo ello formaba parte de un único gran proceso donde todo aparece entretejido. Aunque se le acusó de caer, en algunas ocasiones, en «una diligencia meticulosa y superflua», sin duda puede perdonársele que dedique tres mil páginas a mil cuatrocientos años de la historia occidental.

El terreno literario donde mejor se desenvuelven los ingleses es el relacionado con la oralidad, y el estilo de Gibbon bebe de las mismas fuentes que han hecho del teatro y la poesía lo mejor de la literatura inglesa. Podría sorprender esta afirmación referida a un hombre que asistió al Parlamento durante ocho años sin decir palabra; sin embargo, aunque admite que escribió el primer capítulo tres veces y el segundo dos, el método de composición habitual era «dar forma a un párrafo largo y original, comprobar cómo suena, guardarlo en la memoria, pero suspender la acción de la pluma hasta terminar de pulir la obra». De ahí la espléndida sonoridad de la frase gibboniana, que resuena en el oído incluso cuando se lee en silencio.

El propio Gibbon manifestaba que detectaba ciertas variaciones de estilo entre los seis volúmenes en que se publicó la obra originalmente. El primero le parecía «algo crudo y elaborado», el segundo y el tercero «maduros hasta alcanzar la soltura y la corrección»; sin embargo, en los últimos tres, escritos principalmente en Lausana, temía «haber sido seducido por la facilidad de mi pluma, y la costumbre de hablar en una lengua y escribir en otra puede haberles infundido algún modismo francés».

Es posible, apenas posible, que un lector meticuloso se muestre de acuerdo. Sin embargo, con escasas variaciones de frecuencia, las frases, párrafos y páginas brillantes se suceden a lo largo de la obra hasta el final. No se trata sólo de una cuestión de estilo, sino de ingenio, de palabras escogidas con delicadeza, de apartes sardónicos, de un brío ocasional que permitió afirmar a Philip Guedalla que Gibbon vivió gran parte de su vida sexual en las notas a pie de página. Y, por encima de todo, resulta patente su familiaridad con el tema que trata y su completa inmersión en él: cuando Gibbon sitúa algo «al otro lado de los Alpes», siempre indica el otro lado visto desde Roma o Constantinopla, no desde Londres o Lausana.

Sin embargo, la amplitud o el estilo no habrían bastado para proporcionarle lectores a lo largo de sucesivas generaciones si no hubiera sido por su integridad subyacente. Era adicto a las descripciones apasionadas —sus personajes son altivos, audaces, astutos, crédulos, cobardes, etc.— y tenía creencias y prejuicios bien firmes. Por ejemplo, disfrutaba revelando los puntos flacos de alguna figura dudosa de la iglesia primitiva. Sin embargo, subyace siempre el historiador desapasionado que dicta la censura que merece su emperador favorito, Juliano, y alaba a san Atanasio de Alejandría hasta llegar al panegírico. En una época en que se estilaba la tesis de que la función del historiador era señalar una moraleja instructiva, Gibbon no se proponía demostrar nada. Es más, a diferencia de algunos historiadores, cuya estudiada imparcialidad sólo parece una pantalla, sus predilecciones se encuentran siempre a la vista. No guarda cartas escondidas.

Pocas veces un escritor ha ejercido una atracción tan fuerte sobre sus enemigos, que han dedicado pacientes años de estudio curioseando la sólida estructura de la Decadencia y caída. Durante mucho tiempo se utilizó una edición anotada por el deán Milman de la catedral de St. Paul, que definía la obra como «un ataque audaz y artero al cristianismo». Otra edición, quizá la más leída en Estados Unidos, la preparó un tal Oliphant Smeaton, ilustre personaje victoriano que a lo largo de las tres mil páginas acosaba los talones de Gibbon de modo tal que recordaba un pequeño terrier en una plaza de armas. Otro victoriano auténtico, que respondía al curioso nombre de Birkbeck Hill, editó un volumen de las memorias de Gibbon y se escandalizó ante la «indecencia de su escritura» y su «obscenidad fría y erudita». Y el original Thomas Bowdler, de cuyo apellido se deriva el término «bowdlerized»,(4) preparó una edición especial de la Decadencia y caída de la que expurgó todas las cuestiones religiosas.

Tal vez el juicio más adecuado sobre la talla de Gibbon se deba al gran especialista de Cambridge, J. B. Bury, que preparó la mejor edición de la Decadencia y caída y escribió también una History of Greece que se ha convertido en un clásico. El profesor Bury advierte que, en relación con una descripción detallada de las primeras instituciones y la teología cristiana, «ni el historiador ni el hombre de letras suscribiría ya, sin múltiples reservas, los capítulos teológicos de Decadencia y caída»; sin embargo, las investigaciones posteriores más exhaustivas «no han alterado ni embotado la agudeza de los argumentos» de la cuestión que Gibbon expone lentamente, basada en que la destrucción del Imperio Romano se debió al triunfo conjunto de la barbarie y el cristianismo. Las formidables investigaciones del gran historiador alemán Mommsen y su escuela tal vez hayan dejado ligeramente obsoleta la descripción de Gibbon de los primeros tiempos del Imperio; «No obstante, su admirable descripción del cambio desde el principado a la monarquía absoluta, y el sistema de Diocleciano y Constantino sigue siendo de gran valor.» Y Bury se muestra casi tentado de alegrarse de que Gibbon se basara ampliamente en una fuente a la que actualmente no se concede ningún crédito para la descripción de Mahoma y la primera expansión mahometana, puesto que los capítulos correspondientes de Decadencia y caída «bastarían para otorgarle una fama literaria permanente».

Más grave es la desdeñosa descripción de Gibbon de la última época del Imperio de Oriente como «un relato uniforme de debilidad y miserias», que Bury condena como «uno de los juicios más falsos e influyentes emitidos jamás por un historiador serio». Y Gibbon se mostró «notoriamente inepto» en su descripción de los pueblos y reinos eslavos dentro y e inmediatamente fuera del Imperio de Oriente. No obstante, en conjunto, Gibbon podría terminar su alegato con el veredicto final del profesor Bury:

El hecho de que Gibbon haya quedado anticuado en muchos detalles y en algunas facetas importantes tan sólo significa que nuestros padres y nosotros no hemos vivido en un mundo del todo incompetente. No obstante, en lo principal, sigue siendo nuestro maestro y se encuentra por encima del presente efímero. No es necesario insistir en las cualidades obvias que lo hacen inmune a la suerte habitual entre los autores de obras de historia, como sería el ritmo del avance valiente y preciso a través de los tiempos, una visión exacta y el tacto en el manejo de la perspectiva, una discreta cautela en el momento de emitir juicios y un oportuno escepticismo, así como el carácter inmortal de un estilo único. Gracias a estas cualidades que lo hacen superior, puede desafiar el peligro con que la actividad de los sucesores debe siempre amenazar a los personajes ilustres del pasado.

III

Gibbon alcanzó la fama en cuanto se publicó el primer volumen de Decadencia y caída, en febrero de 1776. Sin embargo, hasta que se terminó toda la obra (los volúmenes segundo y tercero aparecieron en 1781y los últimos tres en 1788), no recibió las felicitaciones más extraordinarias. Adam Smith (cuya Riqueza de las naciones también se había publicado en 1776) escribió entonces que «todos los hombres eruditos y cultivados que conozco o con los que tengo correspondencia coinciden en que Decadencia y caída lo sitúa a usted en cabeza de la familia literaria que existe actualmente en Europa». Y en el espectáculo público más famoso de la época, cuando la gente pagaba cincuenta guineas por un asiento de visitante, Richard Sheridan denunció el comportamiento delictivo de Warren Hastings en la India acusándolo de que «no se encuentran crímenes iguales en la historia antigua o moderna, en los correctos períodos de Tácito o en las luminosas páginas de Gibbon». Por cierto, Sheridan mantuvo posteriormente —tal vez para atormentar la vanidad del hombrecillo— que había dicho «voluminosas» en lugar de «luminosas». Con todo, en un lugar como aquel, la mera mención era suficiente.

La Historia de la decadencia y caída también suscitó un gran rencor teológico contra Gibbon, especialmente los famosos capítulos quince y dieciséis, que constituían la conclusión del primer volumen. (A finales de 1776 Gibbon escribió a su madrastra que se encontraba muy bien «y me considero ileso bajo el fuego de un cañoneo tan intenso como el que pueda darse en Washington».) Su única reacción pública, en respuesta a un opúsculo escrito por un tal H. E. Davis, consistió en publicar A Vindication of some Passages in the Fifteenth and Sixteenth Chapters; a partir de entonces, mantuvo un silencio discreto que, en definitiva, demostró ser útil. Sin embargo, en su autobiografía señala que si hubiera previsto el efecto que los capítulos en cuestión causarían «en los piadosos, timoratos y prudentes», tal vez se habría sentido tentado de suavizarlos.

El resto de la vida de Gibbon puede narrarse brevemente. La caída del Gobierno de lord North en la primavera de 1782 terminó con el Board of Trade y, al mismo tiempo que la junta, desapareció la asignación de 750 libras que permitía a Gibbon vivir en Londres. Al año siguiente se retiró a Lausana, donde compartió una hermosa casa con su amigo Deyverdun; vivió suntuosamente, engordó cada vez más, molesto por ataques de gota cada vez más frecuentes y graves, discutió con Deyverdun sobre cuál de los dos debía casarse (cada uno de ellos proponía al otro como candidato); siguió siendo el miembro favorito de la sociedad de Lausana y fue volviéndose más apacible y filosófico con el tiempo. «Nunca fui un ardiente patriota», escribió a su amigo lord Sheffield en 1785, «y cada día que pasa me siento más ciudadano del mundo. Las luchas por el afán de poder o de lucro en Westminster o el palacio de St. James, y los nombres de Pitt y Fox me resultan menos interesantes que los de César y Pompeyo».

Porque todavía le aguardaba estudio y trabajo hasta terminar la gran tarea. «El día, o mejor dicho, la noche del 27 de junio de 1787, entre las once y las doce, escribí las últimas líneas de la última página en un cenador de mi jardín. Tras depositar la pluma, di varias vueltas por un berceau, nombre que recibe el sendero cubierto de acacias, que domina las vistas sobre el campo, el lago y las montañas. El aire estaba templado; el cielo, sereno; la plateada esfera de la luna se reflejaba en las aguas y la naturaleza guardaba silencio. No ocultaré mis primeras emociones de alegría al recobrar la libertad y, tal vez, alcanzar la fama. Pero mi orgullo pronto se vio humillado y una sobria melancolía se extendió por mi espíritu a la par que la idea de que acababa de despedirme para siempre de un viejo y agradable compañero y que, cualquiera que fuera el futuro de mi Historia, la existencia del historiador debe ser breve y precaria.»

La finalización de la Decadencia y caída vació su vida de contenido. Durante un tiempo, lo mantuvo en pie la alarma creciente que le inspiraba la Revolución Francesa. Advirtió a lord Sheffied que «si no resistís a la primera el espíritu de innovación, si admitís cualquier cambio engañoso, por pequeño que sea, en nuestro sistema parlamentario, estáis perdidos». Y el placer que sintió por la publicación de Reflections on the Revolution in France, de Burke, le hizo escribir entusiasmado: «Admiro su elocuencia, apruebo sus ideas políticas, adoro su caballerosidad, e incluso soy capaz de perdonarle su superstición». Sin embargo, la veneración del viejo historiador por los hechos seguía presente. Cuando en 1793 pasó cerca de Maguncia, donde las fuerzas prusianas y austríacas asediaban a los franceses, observó que «los franceses luchan con un valor digno de mejor causa», y señaló que su artillería era admirable.

Con todo, constituirse en lúgubre espectador, aunque sea de una gran revolución, no puede sustituir la tarea diaria. Por ello escribió de modo confidencial a lord Sheffield en 1793 que estaba pensando en elaborar una serie de breves ensayos biográficos de ingleses destacados desde Enrique VIII, y que le gustaría que Sheffield preguntara a un librero de Pall Mall si tal obra —realizada en el estilo de, pongamos por ejemplo, Gibbon— podría llegar a ser popular. Si el librero mordía el anzuelo, proseguía Gibbon, entonces Sheffield debía contestarle lo siguiente: «Me temo, señor Nichols, que nos costaría mucho convencer a mi amigo que emprenda tan gran tarea. Gibbon es viejo, rico y perezoso. Sin embargo, puede intentarlo y, si tiene intención de escribir a Lausana (porque no sé cuándo vendrá a Inglaterra), yo le remitiré la petición».

La triste verdad del proyecto, proseguía explicando Gibbon, era que «mis hábitos de trabajo están muy deteriorados, y he reducido mis estudios al entretenimiento poco sistemático de las horas de la mañana, cuya repetición me conducirá de modo imperceptible al fin de mis días. Por esa misma razón, no lamentaría atarme con un compromiso generoso del que no pueda retirarme honrosamente.» Siempre queda la duda de qué es más trágico, fracasar en una gran ambición o tener éxito.

Gibbon murió en enero de 1794, a la edad de cincuenta y seis años, en Londres, en una visita ocasionada por el fallecimiento de la esposa de lord Sheffield. La causa de su muerte fue una grave hidrocele, acumulación de líquido en la zona del escroto, tal vez complicada con una hernia. Ese problema parece haber existido, en menor grado, durante toda su vida adulta, porque a la edad de veintidós años visitó a un cirujano por ese motivo y, aunque lo apremió a regresar para recibir tratamiento, no lo hizo.
NOTAS
(1) Serie de especulaciones emprendidas por la South Sea Company, dedicada al comercio —principalmente de esclavos— con la América española, que terminó con la bancarrota de la compañía, la ruina de sus inversores y la intervención del Parlamento. [N. de la T.]
(2) Como es natural, en algunas ocasiones Gibbon parecía no resignarse a su decisión. Tras visitar a los Necker en París unos años más tarde, escribió a su amigo lord Sheffield: «Ella me trata con mucho cariño y el marido se muestra especialmente cortés. ¿Acaso podrían insultarme con mayor crueldad? Me invita todas las noches a cenar, se va a la cama y me deja solo con su esposa, ¡qué seguridad tan impertinente al conceder a un antiguo enamorado una importancia tan enormemente ínfima!».
(3) Los siguientes versos anónimos, probablemente escritos por Charles Fox, circularon con ocasión del nombramiento de Gibbon: «El rey Jorge, ante la idea / de que Gibbon escribir pueda / la historia de la decadencia de Inglaterra / pensó que el mejor modo / de contar con su apoyo / era darle un buen empleo. // Pero la cautela es en vano / la maldición de su reinado / es que jamás triunfen sus planes; / aunque no escribió una línea / la decadencia se inicia / con el ejemplo del autor. // Su libro bien describe / cómo el soborno y la corrupción / con el gran Imperio de Roma terminaron, / y sus opiniones manifiestan / una degeneración allí / que su conducta muestra aquí».
(4) En inglés significa «expurgado». Bowdler es conocido, principalmente, por su edición «revisada» de las obras de Shakespeare. [N. de la T.]
FUENTES
(Or)  Edward GIBBON, The Decline and Fall of the Roman Empire: An Abdridged Version, edited and with an introduction by Dero A. SAUNDERS, London: Penguin Classics, 1983.
(Tr)  Edward GIBBON, Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, edición abreviada y introducción de Dero A. SAUNDERS, traducción de Carmen Francí, Barcelona: Alba, 1999.
Derechos de autor José Mor de Fuentes y su traducción de Gibbon