Saltana José Mor de Fuentes y su traducción de Gibbon Revista de literatura i traducció A Journal of Literature & Translation Revista de literatura y traducción
PRÓLOGO DE JORGE LUIS BORGES
Edward Gibbon nació en las cercanías de Londres, el día 27 de abril de 1737. Su linaje era antiguo pero no especialmente ilustre, si bien algún antepasado suyo fue Marmorarius o arquitecto del rey en el siglo XIX. Su madre, Judith Porten, parece haberlo desatendido durante los años azarosos de su niñez. La devoción de una tía soltera, Catherine Porten, le permitió sobreponerse a diversas y tenaces enfermedades. Gibbon la llamaría después la verdadera madre de su mente y de su salud; de ella aprendió a leer y a escribir, a una edad tan temprana que pudo olvidar su aprendizaje y casi creer que esas facultades eran innatas. A los siete años adquirió, a costa de algunas lágrimas y de mucha sangre, un conocimiento rudimentario de la sintaxis latina. Las fábulas de Esopo, las epopeyas de Homero en la majestuosa versión de Alexander Pope y Las mil y una noches que Gallant acababa de revelar a la imaginación europea fueron sus lecturas preferidas. A estas magias orientales hay que agregar otras del orbe clásico: las metamorfosis de Ovidio leídas en el texto original. A la edad de catorce años recibió, en una biblioteca de Wiltshire, el primer llamado de la historia; un volumen suplementario de la historia romana de Echard le descubrió las vicisitudes del Imperio después de la caída de Constantino. «Yo estaba abstraído en la travesía del Danubio por los godos, cuando la campana de la comida me hizo dejar de mala gana mi festín intelectual». Después de Roma, el Oriente fascinó a Gibbon, y éste cursó la biografía de Mahoma en versiones francesas o latinas de textos árabes. De la historia pasó, por gravitación natural, a la geografía y a la cronología, e intentó conciliar, a los quince años, los sistemas de Scalígero y de Petavio, de Marsham y de Newton. Por aquellos años, ingresó en la Universidad de Cambridge. Después escribiría: «No tengo por qué reconocer una deuda imaginaria para asumir el mérito de una justa o generosa retribución». Sobre la antigüedad de Cambridge observa: «Quizá intentaré alguna vez un examen imparcial de las fabulosas o genuinas edades de nuestras universidades hermanas, tema que ha encendido tantas encarnizadas y necias discusiones entre sus fanáticos hijos. Limitémonos ahora a reconocer que ambas venerables instituciones son lo bastante viejas para acusar todos los prejuicios y achaques de una edad avanzada. Los profesores —nos dice— habían absuelto su conciencia de la tarea de leer, pensar o escribir»; su silencio (no era obligatorio asistir a las clases) hizo que el joven Gibbon ensayara por su cuenta estudios teológicos. Una lectura de Bossuet lo convirtió a la fe católica; creyó o creyó creer —nos dice— en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Un jesuita lo bautizó en la fe de Roma. Gibbon envió a su padre una larga epístola polémica, «escrita con toda la pompa, dignidad y complacencia de un mártir». Ser estudiante de Oxford y ser católico eran estados incompatibles; el joven y fervoroso apóstata fue expulsado por las autoridades universitarias y su padre lo envió a Lausanne, que era entonces un baluarte del calvinismo. Se alojó en casa de un pastor protestante, el señor Pavilliard, que al cabo de dos años de diálogo lo condujo al recto camino. Cinco años pasó Gibbon en Suiza; el hábito de la lengua francesa y la frecuentación de sus letras fueron el resultado más importante de este período. A estos años corresponde el único episodio sentimental que registra la biografía de Gibbon: su amor por Mlle. Curchod, que fue después madre de Mme. de Staël. El señor Gibbon prohibió epistolarmente la boda; Edward «suspiró como amante, pero obedeció como hijo».

En 1758 regresó a Inglaterra; su primera tarea literaria fue la formación gradual de una biblioteca. Ni la ostentación, ni la vanidad intervinieron en la compra de los volúmenes y, al cabo de los años, pudo aprobar la tolerante máxima de Plinio, que dice que no hay libro tan malo que no encierre algo bueno.(*) En 1761 apareció su primera publicación, redactada en francés, que seguía siendo el idioma de su intimidad. Se titulaba Essai sur l'étude de la littérature y vindicaba las letras clásicas, entonces algo desdeñadas por los enciclopedistas. Gibbon nos dice que su trabajo fue recibido en Inglaterra con fría indiferencia, poco leído y rápidamente olvidado.

Un viaje a Italia que inició en abril de 1765, le exigió varios años de lecturas preliminares. Conoció a Roma; su primera noche en la ciudad eterna fue una noche de insomnio, como si ya presintiera y ya lo inquietara el rumor de los millares de palabras que integrarían su historia. En su autobiografía escribe que no puede olvidar ni expresar las fuertes emociones que lo agitaron. Fue en las ruinas del Capitolio, mientras los frailes descalzos cantaban vísperas en el Templo de Júpiter,que vislumbró la posibilidad de escribir la declinación y la caída de Roma. Al principio la vastedad de la empresa lo intimidó, y optó por escribir una historia de la independencia de Suiza, obra que no terminaría.

Por aquellos años ocurrió un singular episodio. Los deístas, al promediar el siglo XVIII, argüían que el Antiguo Testamento no es de origen divino, ya que sus páginas no enseñan que el alma es inmortal ni registran una doctrina de futuros castigos y recompensas. A despecho de algunos pasajes ambiguos, la observación es justa; Paul Deussen, en su Philosophie der Bibel, declara: «Al principio, los semitas no tuvieron conciencia alguna de la inmortalidad del alma. Esta inconsciencia duró hasta que los hebreos se relacionaron con los iranios». En 1737, el teólogo inglés William Warburton publicó un extenso tratado que se titula The Divine Legation of Moses, en el que paradójicamente se razona que la omisión de toda referencia a la inmortalidad es un argumento a favor de la autoridad divina de Moisés, que se sabía enviado por el Señor y no necesitaba recurrir a premios o castigos sobrenaturales. El razonamiento era ingenioso, pero Warburton previó que los deístas le opondrían el paganismo griego, que tampoco enseñó futuros castigos y recompensas y que, sin embargo, no era divino. Para salvar su tesis, Warburton resolvió atribuir un sistema de premios y de penas ultraterrenas a la religión griega y sostuvo que éstos eran revelados en los misterios eleusinos. Démeter habla perdido a su hija Perséfone, robada por Hades, y al cabo de años de vagar por el mundo entero, dio con ella en Eleusis. Tal es el origen mítico de los ritos; éstos, que al principio fueron agrarios —Démeter es diosa del trigo— simbolizaron después, por una suerte de metáfora análoga a la que usaría San Pablo (así también es la resurrección de los muertos; se siembra en corrupción, se levantará en incorrupción), la inmortalidad. Perséfone renace de los reinos subterráneos de Hades; el alma renacerá de la muerte. La leyenda de Démeter consta en uno de los himnos homéricos, donde se lee asimismo que el iniciado será feliz después de la muerte. Warburton, pues, parece haber tenido razón en aquella parte de su tesis que se refiere al sentido de los misterios; no así en otra que agregó como una suerte de lujo y que el joven Gibbon censuró. El sexto libro de la Eneida refiere el viaje del héroe y de la Sibila a las regiones infernales; Warburton conjeturó que representaba la iniciación de Eneas como legislador en los misterios de Eleusis. Eneas, ejecutado su descenso al Averno y a los Campos Elíseos, sale por la puerta de marfil, que corresponde a los sueños vanos, no por la de cuerno, que es la de los sueños proféticos; esto puede significar que el infierno es fundamentalmente irreal, o que el mundo al que regresa Eneas también lo es, o que Eneas, individuo, es un sueño, como tal vez lo somos nosotros. El episodio entero. según Warburton, no es ilusorio sino mímico. Virgilio habría descrito en esa ficción el mecanismo de los misterios; para borrar o mitigar la infidencia así cometida habría hecho que el héroe saliera por la puerta de marfil, que, según se ha dicho, corresponde a las falsedades. Sin esta clave, resulta inexplicable que Virgilio sugiera que es apócrifa una visión que profetiza la grandeza de Roma. Gibbon, en un trabajo anónimo de 1770, razonó que si Virgilio no había sido iniciado, no podía revelar lo que no había visto, y, si lo habían iniciado, tampoco, ya que esta revelación habría constituido (para el sentimiento pagano) una profanación y una infamia. Quienes traicionaban el secreto eran condenados a muerte y crucificados públicamente; la justicia divina podía anticiparse a esta decisión y era temerario vivir bajo el mismo techo que el miserable a quien se atribuía este crimen. Estas Critical Observations de Gibbon fueron su primer ejercicio de prosa inglesa, apunta Cotter Morrison, y tal vez el más claro y el más directo. Warburton optó por el silencio.

A partir de 1768, Gibbon se dedicó a las tareas preliminares de su empresa; sabía, casi de memoria, los clásicos, y ahora leyó o releyó, pluma en mano, todas las fuentes originales de la historia romana desde Trajano hasta el último César del Occidente. Sobre estos textos arrojó, para repetir sus propias palabras, «los rayos subsidiarios de medallas y de inscripciones, de la geografía y de la cronología».

Siete años le exigió la redacción del primer volumen que apareció en 1776 y que se agotó en pocos días. La obra motivó felicitaciones de Robertson y de Hume, y lo que Gibbon llamaría casi una biblioteca de polémica. «La primera descarga de la artillería eclesiástica» (se transcriben aquí sus propias palabras) lo aturdió, pero no tardó en sentir que este vano estrépito sólo era dañino en el propósito, y replico desdeñosamente a sus contradictores. Refiriéndose a Davies y Chelsum dice que una victoria sobre tales antagonistas era una humillación suficiente.

Dos volúmenes subsiguientes de la Declinación y caída aparecieron en 1781; su materia era histórica, no religiosa, y no suscitaron controversias, pero fueron leídos, afirma Rogers, con silenciosa avidez. La obra fue concluida en Lausanne en 1783. La fecha de los tres últimos volúmenes es de 1788.

Gibbon fue miembro de la Cámara de los Comunes; su actuación política no merece mayor comentario. Él mismo ha confesado que su timidez lo incapacitó para los debates y que el éxito de su pluma desalentó los esfuerzos de su voz.

La redacción de su autobiografía ocupó los años finales del historiador. En abril de 1793, la muerte de lady Sheffield determinó su regreso a Inglaterra. Gibbon murió sin agonía el 15 de enero de 1794, al cabo de una breve enfermedad. Las circunstancias de su muerte están referidas en el ensayo de Lytton Strachey.

Es arriesgado atribuir inmortalidad a una obra literaria. Este riesgo se agrava si la obra es de índole histórica y ha sido redactada siglos después de los acontecimientos que estudia. Sin embargo, si nos resolvemos a olvidar algunos malhumores de Coleridge, o alguna incomprensión de Sainte-Beuve, el consenso crítico de Inglaterra y del continente ha prodigado, durante unos doscientos años, el título de clásica a la historia de la Declinación y caída del Imperio Romano, y se sabe que este calificativo incluye la connotación de inmortalidad. Las propias deficiencias, o, si se quiere, abstenciones de Gibbon, son favorables a la obra. Si ésta hubiera sido escrita en función de tal o cual teoría, la aprobación o desaprobación del lector dependerían del juicio que la tesis pudiera merecerle. Tal no es, ciertamente, el caso de Gibbon. Fuera de aquella prevención contra el sentimiento religioso en general y contra la fe cristiana en particular que declara en ciertos famosos capítulos, Gibbon parece abandonarse a los hechos que narra y los refleja con una divina inconsciencia que lo asemeja al ciego destino, al propio curso de la historia. Como quien sueña y sabe que sueña, como quien condesciende a los azares y a las trivialidades de un sueño, Gibbon, en su siglo XVIII, volvió a soñar lo que vivieron o soñaron los hombres de ciclos anteriores, en las murallas de Bizancio o en los desiertos árabes. Para construir su obra, hubo de compulsar y resumir centenares de textos heterogéneos; es indiscutiblemente más grato leer su compendio irónico que perderse en las fuentes originales de oscuros o inaccesibles cronistas. El buen sentido y la ironía son costumbres de Gibbon. Tácito alaba la reverencia de los germanos, que no encerraron a sus dioses entre paredes y que no se atrevieron a figurarlos en madera o en mármol; Gibbon se limita a observar que mal podían tener templos o estatuas quienes apenas tenían chozas. En lugar de escribir que no hay confirmación alguna de los milagros que divulga la Biblia, Gibbon censura la imperdonable distracción de aquellos paganos que, en sus largos catálogos de prodigios, nada nos dicen de la luna y del sol, que detuvieron todo un día su curso, o del eclipse y del terremoto que acompañaron la muerte de Jesús.

De Quincey escribe que la historia es una disciplina infinita, o, a lo menos, indefinida, ya que los mismos hechos pueden combinarse, o interpretarse, de muchos modos. Esta observación data del siglo diecinueve; desde entonces, las interpretaciones han crecido bajo el influjo de la evolución de la psicología y se han exhumado culturas y civilizaciones insospechadas. Sin embargo, la obra de Gibbon sigue incólume y es verosímil conjeturar que no la tocarán las vicisitudes del porvenir. Dos causas colaboran en esta perduración. La primera y quizá la más importante, es de orden estético; estriba en el encanto, que, según Stevenson, es la imprescindible y esencial virtud de la literatura. La otra razón estribaría en el hecho, acaso melancólico, de que al cabo del tiempo, el historiador se convierte en historia y no sólo nos importa saber  cómo era el campamento de Atila sino cómo podía imaginárselo un caballero inglés del siglo XVIII. Épocas hubo en que se leían las páginas de Plinio en busca de precisiones; hoy las leemos en busca de maravillas, y ese cambio no ha vulnerado fortuna de Plinio. Para Gibbon no ha llegado aún ese día y no sabemos si llegará. Cabe sospechar que Carlyle o cualquier otro historiador romántico está más lejos de nosotros que Gibbon.

Pensar en Gibbon es pensar en Voltaire, a quien tanto leyó y de cuyas aptitudes teatrales nos ha dejado un juicio nada entusiasta. Comparten un mismo desdén por las religiones o supersticiones humanas, pero su conducta literaria es harto distinta. Voltaire empleó su extraordinario estilo para manifestar o sugerir que los hechos de la historia son deleznables; Gibbon no tiene mejor opinión de los hombres, pero sus acciones lo atraen como un espectáculo, y usa de esa atracción para entretener y fascinar al lector. No participa nunca de las pasiones que movieron las edades pretéritas, y las considera con una incredulidad que no excluye la indulgencia y, acaso, la lástima.

Recorrer el Decline and Fall es internarse y venturosamente perderse en una populosa novela, cuyos protagonistas son las generaciones humanas, cuyo teatro es el mundo, y cuyo enorme tiempo se mide por dinastías, por conquistas, por descubrimientos y por la mutación de lenguas y de ídolos.

NOTA

(*) Plinio el Joven ha conservado esta generosa máxima de su tío (Epístolas, 3, 5). Es común atribuirla a Cervantes, que la repite en el tercer capítulo de la segunda parte del Quijote.
De Table Talk, Samuel Coleridge [15 de agosto de 1833]
Traducción de Susana Chica Salas
La diferencia entre la elaboración de los hechos históricos en épocas antiguas y modernas es muy grande; sin embargo, la historia de épocas recientes debe escribirse basándose en ciertos principios, sin sacrificar, como hace Gibbon, la verdad y la realidad, y sin descender a la mera biografía o anécdota.

El estilo de Gibbon es detestable, pero el estilo no es lo peor de él. Su historia ha demostrado ser una traba sumamente efectiva, para toda verdadera familiaridad con el temperamento y los hábitos de la Roma Imperial. Poca gente ha leído las fuentes originales, aun aquellas que son clásicas; y, ciertamente, los bosquejos retóricos de Gibbon no dan una idea clara del verdadero estado del Imperio. Sólo tiene en cuenta lo efectista; salta de cumbre en cumbre sin hacernos recorrer jamás los valles; en realidad, su obra es poco más que una colección disimulada de todas las anécdotas espléndidas que pudo encontrar en cuanto libro tratara de gentes o pueblos desde los Antoninos hasta la captura de Constantinopla. Cuando leo un capítulo de Gibbon me parece mirar a través de una luminosa bruma o neblina: las figuras vienen y van, no sé cómo ni porqué, siempre agigantadas, deformadas o descoloridas; nada es real, vital, verdadero: todo es teatral, y como iluminado por candilejas. ¡Y llamarlo además Historia de la declinación y caída del Imperio romano! ¿Hubo alguna vez denominación más inadecuada? Insisto en que no recuerdo un solo intento filosófico a lo largo de toda la obra de profundizar las causas últimas de la declinación y caída del Imperio. ¡Qué miserablemente deficiente es la narración que se hace del tan importante reinado  de Justiniano! Y ese pobre escepticismo que Gibbon tomaba por filosofía socrática, lo llevó a u y a distorsionar el carácter y la influencia del Cristianismo en una forma tal, que ni siquiera un infiel declarado o un ateo hubieran podido hacerlo. Gibbon era un hombre de gran cultura; pero carecía de filosofía; y jamás comprendió bien el principio sobre el cual se basaron los mejores historiadores antiguos. Quiso imitar la construcción artificial del conjunto —el orden dramático de las partes— sin percibir que aquellas obras eran ilustraciones de las verdades de una filosofía política y no una mera crónica de hechos.
De Causeries du lundi, VIII, Sainte-Beuve
Traducción de Susana Chica Salas
Acerca de esta historia, no puedo hacer nada mejor que remitirme a la autoridad de un hombre que la ha estudiado en detalle, que la ha revisado en la traducción francesa y la ha anotado, y que además tiene las dotes necesarias para ser un buen juez. Guizot cuenta que pasó por tres etapas sucesivas respecto de la obra de Gibbon. Luego de una primera lectura rápida -que sólo suscitó en él el interés propio de una narración siempre vivaz pese a su extensión, siempre clara y tersa pese a la variedad de temas, y, por así decirlo, a la cantidad de elementos convergentes-, Guizot, en un examen más minucioso sobre algunos aspectos, confiesa que sufrió algunas decepciones, que descubrió ciertos errores, ya en las citas, ya en los hechos, pero sobre todo, a veces, ciertos matices y vagos indicios de parcialidad que casi lo indujeron a un juicio desfavorable. Sin embargo, al completar por tercera vez una lectura sostenida, la primera impresión —corregida por la segunda pero sin duda no destruida— perduró y se mantuvo, y, salvo las restricciones y reservas subsistentes, Guizot declara que continúa valorando en esa obra vasta y original la inmensidad de las investigaciones, la variedad de los conocimientos, la lucidez de penetración, y, sobre todo, esa precisión realmente filosófica de un espíritu que juzga el pasado como juzgaría el presente y que tiene la habilidad de reencontrar en todos los tiempos a los mismos hombres a través de las formas sorprendentes e imprevistas de las costumbres, de los hábitos y de los sucesos. [...]

Gibbon es original cuando describe los últimos grandes reinados romanos o bizantinos; cuando habla de Diocleciano, de Constantino, de Teodosio —de aquellas grandes almas heroicas que nacieron demasiado tarde, como Mayoriano—, cuando habla de Justiniano y de Belisario. Considerada desde este punto de vista, su historia se asemeja a una magnífica y sostenida retirada ante nubes de enemigos: no tiene ímpetu ni brío, pero si orden y método. Gibbon acampa, se detiene y evoluciona.
De Portraits in Miniature, Lytton Strachey [1931; pp. 154-168]
Traducción de Susana Chica Salas
Felicidad es la primera palabra que se nos ocurre al pensar en Edward Gibbon, y felicidad en su sentido más amplio, que abarca no sólo la idea de buena suerte sino también la de goce. Buena suerte que cuidadosamente lo siguió desde la cuna hasta la sepultura. A veces parecía olvidarlo, pero su ausencia resultaba, a la larga, un don, una gracia disimulada. Fue el único que tuvo la suerte de sobrevivir, pero con dificultad, a siete hermanos. Las enfermedades de su infancia lo llevaron al gusto del estudio y de la literatura. Su madre murió; pero tomó su sitio la devoción de una tía que lo condujo desde los difíciles años de la adolescencia hasta los de vigorosa juventud. Sus contratiempos de Oxford lo salvaron de llegar al profesorado. Su exilio en Lausana, al darle el dominio del francés, lo inició en la cultura europea y le permitió al mismo tiempo sentar las bases de su erudición. Su padre volvió a casarse, pero su madrastra no tuvo hijos y llegó a ser una de sus amigas más queridas. Se enamoró, se le prohibió el matrimonio; evitó así la dudosa alegría de una vida doméstica con la futura madame Necker. Aunque le concedieron viajar por el continente, hubo un tiempo en que no se supo con certeza si su padre tendría recursos o generosidad como para mandarlo a Italia a través de los Alpes. Su destino estaba pendiente; su padre proveyó las quinientas libras necesarias y, en el otoño de 1764, vio Roma a su historiador. Su padre murió exactamente en el justo momento, y le dejó exactamente la justa cantidad de dinero. A los treinta y tres años, Gibbon se encontró ya dueño de sí mismo, con una fortuna suficiente para vivir como un caballero inglés elegante y ocioso. A lo largo de diez años permaneció en Londres como miembro del parlamento, burócrata, y frecuentador de cenas mundanas; y durante esos diez años escribió los primeros tres volúmenes de su historia. Luego perdió su empleo, y, al no conseguir otro, como sus rentas eran inferiores a sus gastos, volvió a Lausana, donde vivió en casa de un amigo sobre el lago Lehmann. Fue el paso final de su carrera, y no menos afortunado que los otros. En Lausana volvió a ser rico, gozó de fama y de una deliciosa mezcla de vida retirada y social. Antes de llegar al término de otros diez años, había completado su historia; con decoro y en absoluta satisfacción, espontáneamente, había cumplido su tarea en este mundo.

Vemos en esta vida un resumen de las bondades del siglo XVIII, el espléndido de esa época balsámica: la fruta opulenta que madura despacio en la pared soleada y alcanza inevitablemente su perfección deliciosa. Es difícil imaginar en ninguna otra época de la historia, una combinación semejante de tan diversas cualidades, tan hermosamente equilibradas: el hondo erudito, también brillante hombre de mundo, devoto de una cultura cosmopolita, en ningún momento dejó de ser un típico inglés. Los diez años de la vida de Gibbon en Londres ofrecen un espectáculo sorprendente de energías en recíproca actividad. ¿Por qué extraño poder llegó a escribir una obra maestra de portentosa erudición y perfecta forma, mientras llevaba la alegre vida de un hombre mundano cuyas noches transcurrían en sitios como White y Boodle o el Club; asistía al Parlamento; frecuentaba alternativamente su casa de Bentick Street; su pequeña residencia de campo de Hampton Court o su pequeño establecimiento de Brighton, pasaba los veranos en Bath o en París, y aún en latos perdidos, trabajaba un poco en la cámara de Comercio para demostrar que su empleo no era enteramente una prebenda? Semejante triunfo sólo pudo lograrse gracias al dulce equilibrio del siglo XVIII. Monsieur Gibbon n'est pas mon homme, dijo Rousseau. ¡Por cierto! El profeta de la naciente época sentimental y romántica, no podía tener nada en común con tal naturaleza. No es que el historiador fuese un observador frío de la dorada medianía. ¡Lejos de ello! Desbordaba de fuego y de sentimiento. En ocasiones había vivido una desenfrenada juventud. Noche tras noche había caminado en zigzag alborotando, por St. James Street. La edad no atenuó el espontáneo calor de sus afectos; la magnífica carta, modelo en su género, escrita cuando contaba cincuenta años, al morir su tía, es testimonio de ello. Pero la pasión y el sentimiento tenían en él orden y control. Boswell era adicto a Rousseau, uno de los primeros románticos, un inveterado sentimental y nada hay más decisivo que el contraste entre su carrera y la de Gibbon. También él alcanzó un espléndido triunfo; pero fue solo por la fuerza de una auténtica genialidad que se imponía a la extravagancia y al desorden de una vida agitada, una vida que, luego de desesperada lucha pareció acabar al fin en la oscuridad y en el naufragio. Con Gibbon jamás hubo lucha alguna: todo le llegó con naturalidad en la justa medida: estudio y disipación; afecto y escepticismo; y disfrutó su vida hasta el fin.

Para completar esta imagen hay que señalar otra antítesis: la agudeza, la genialidad, la sólida inteligencia, habitaban una forma física ridícula: era de escasa estatura, de figura extraordinariamente rotunda, cabezón, con una nariz minúscula —un botón— asentada en medio de una extensión de mejillas y orejas y papadas y papadas que se sucedían. Y no era el aspecto solamente: esa singular figura se reflejaba en su ser íntimo. Gibbon vestía con ligero exceso de lujo; prefería los terciopelos floreados. Era un poco vanidoso, afectado; en el primer momento hacia casi reír; después, la fascinación de ese ordenado torrente de chispeantes frases, admirablemente inteligentes, exquisitamente elaboradas, todo lo hacía olvidar. Entre todos sus otros méritos tenía su sitio un egotismo sin duda ridículo: esta asombrosa criatura era capaz de hacer de un absurdo una virtud. Sin esa cualidad de su naturaleza hubiera corrido el riesgo de convertirse en algo demasiado perfecto; así, en cambio, no existía tal peligro; Gibbon era absurdo y era humano.

No es difícil imaginar su figura y carácter; lo remoto, extraño, y difícil de captar es el vinculo entre este hombre y la declinación y caída del imperio romano. Por cierto esta paradoja es tan absoluta que casi resulta romántica. En un momento dado —15 de octubre de 1764, en un determinado lugar, el Capitolio, frente a la iglesia de Aracoeli— ocurrió el impacto entre los apretados siglos de Roma y Edward Gibbon. Su vida, su obra, su fama, su lugar en la historia de la civilización, sucedieron a aquella circunstancia. La virtud de su hazaña radicaba precisamente en su extrema improbabilidad. La absoluta incongruencia de esos elementos combinados produjo la obra maestra: la gigantesca ruina de Europa a través de mil años, reflejada en la mente de un caballero inglés del siglo XVIII.

¿Cómo se realizó el milagro? Sobra casi decir que Gibbon fue un gran artista, uno de aquellos raros espíritus en quienes una imaginación vital y penetrante y una enorme capacidad para las concepciones generales encuentran instintivamente la justa forma de expresión. Una de las rarezas de la ineptitud humana es, en verdad, el hecho de que no sólo se haya preguntado sino también gravemente discutido, si la historia es un arte. ¿Qué otra cosa puede ser? Es evidente que la historia no es una ciencia; ni una acumulación de hechos, sino la relación de esos hechos. Sólo la pedantería de académicas personas incompletas pudo haber dado origen a una suposición tan monstruosa. Los hechos relacionados con el pasado, reunido sin arte, resultan compilaciones; y las compilaciones sin duda pueden ser útiles, pero no son Historia, como no son una «omelette», huevos, manteca, sal y hierbas. Que Gibbon era un gran artista, por consiguiente, está contenido en el juicio de que era un gran historiador; pero lo que tiene de interés es la particularísima naturaleza de su arte. Su genio todo era esencialmente clásico: orden, lucidez, mesura, precisión —las grandes virtudes clásicas— dominan su obra; y su Historia se alza, en rigor, como uno de los eminentes monumentos de arte clásico en la literatura europea. L'ordre est ce qu'il y a de plus rare dans les operations de l'esprit.

La obra de Gibbon es una ilustración magnífica de las espléndidas palabras de Fenelón. Consiguió poner orden en el inmenso caos de su materia; proeza realmente estupenda. Con característica buena suerte se enfrentó a un material todavía no tan voluminoso como para no ser asimilado por un hombre de enorme competencia. En el siglo siguiente aún Gibbon hubiera sucumbido frente a los cuantiosos conocimientos a su disposición. Lo cierto es que, una estupenda visión constructiva, una serena confianza en sí mismo, un juicio muy agudo, y una sorprendente facilidad para el manipuleo de materiales, le permitieron dominar los hechos conocidos. Nada más que dominarlos; cualquier otra cosa hubiera sido ajena a su propósito. Era un clasicista; su fin no era llegar a la comprensión sino arrojar luz sobre los hechos. Abrió un camino recto y firme a través de la vasta e inexplorada selva de la historia romana; sus lectores podían seguir con plácida felicidad este camino maravilloso; podían mirar, hasta donde alcanza la vista, los intrincados laberintos a cada lado del camino, pero no se los invitaba a detenerse, a vagar, o a acampar allí, o a hacer amistad con los nativos; tenían que contentarse con mirar y seguir adelante. Es evidente que fue la exclusión el problema esencial de Gibbon. ¿Cuánto y qué debía omitir? Se trataba en realidad de una cuestión de proporción —una de las permanentes dificultades de la composición literaria—; en frecuentes pasajes de las autobiografías se advierte que Gibbon le prestaba preferente atención. Puede observarse de paso, que las seis autobiografías de Gibbon fueron menos excursiones de egotismo —aunque es evidente que Gibbon tenía cierta predilección por lo que el mismo llamó «el más enojoso de los pronombres»— que ejercicios en diversas escalas. Todas las variedades de ajuste o expansión se advierten en esas notables páginas; pero dado lo inacabado de los manuscritos, parecería que aún después de una media docena de intentos todavía creía Gibbon no haber encontrado la solución. Ni aún con la proporción de su historia se sentía satisfecho; consideraba que los capítulos acerca del cristianismo podían haber sido reducidos en mucho con un poco más de trabajo. Pero más fundamental todavía que la proporción, otro elemento había que condicionaba el manejo del material, el alcance y la naturaleza de su historia: era el estilo en que la escribió; una vez decidido éste, lo demás vendría por añadidura. Gibbon lo comprendía bien. Escribió el primer capitulo tres veces; el segundo y el tercero, dos, por fin se sintió conforme y siguió escribiendo sin ningún tropiezo. Resolvió Gibbon muy especialmente el problema de lo que debía omitir. Su estilo es, tal vez, el más excluyente de la literatura. Rechaza por su misma índole una multitud de energías humanas. Hace imposible la simpatía, desconoce la pasión, le vuelve la espalda a la religión con una sonrisa mustia. Pero eso era exactamente lo que se perseguía, y se llegaba, en cambio, a una belleza clásica. La penetrante influencia del estilo, automática, inevitablemente, introdujo la lucidez, la mesura y la precisión, y el milagro del orden se impuso a un caos de mil años.

Naturalmente los románticos protestaron. «El estilo de Gibbon —decía Coleridge— es detestable, pero, agregaba, no es lo peor de él». Los críticos de fines del siglo XIX fueron menos consistentes. Admiraban en Gibbon todo, salvo el estilo, imaginando que su historia hubiera sido mejor escrita de alguna otra manera; no se daban cuenta de que escrita en otra forma habría dejado de existir. Como dejaría la catedral de San Pablo de ser, si la reconstruyeran en gótico. Obsesionados por el color y el movimiento de la prosa romántica, no veían la sutileza, la claridad, la continuada fuerza de la prosa de Gibbon. Podía competir con los mejores de ellos en la frase audaz, si se lo proponía, como lo demuestra ésta: »las obesas siestas de la Iglesia»: pero rara vez se lo proponía; esos efectos hubieran estorbado la superficie lisa y homogénea de su obra. Su elección de las palabras es, en realidad, extremadamente cuidadosa. Cuando al describir a San Simón Estilita en su pilar habla de su «último encumbrado sitio», con el mínimo énfasis, y con sólo combinar los dos epítetos aliterativos y ese preciso sustantivo, consigue convertir la situación en algo ridículo. Casi nos parece verlo encogiéndose de hombros. El siglo XIX lo consideró pomposo: no saboreaban la ironía que oculta la pompa. Sólo a costa del ritmo, Gibbon consigue algunos de sus efectos más deliciosos. En su Vindication —un trabajo que merece conocerse mejor, porque lo muestra como en ninguna otra obra, absolutamente espontáneo—, hay un ejemplo magnífico. En respuesta a una crítica del doctor Randolph, dice: «Sigo creyendo que cien obispos con Atanasio a la cabeza fueron jueces tan competentes de la disciplina del siglo IV, como el profesor de Teología de Lady Margaret en la Universidad de Oxford». En la ironía de Gibbon está sin duda el condimento de su obra; pero, como toda ironía, es la resultante del estilo. No en vano leía íntegramente cada año, las Lettres Provinciales de Pascal. Desde este punto de vista es interesante compararlo con Voltaire. La ironía del gran francés era una espada centelleante, rigurosa, mortal, un instrumente aterrador de propaganda. Gibbon usa el arma con más delicadeza; «trincha a su enemigo como a un manjar digno de los dioses»; su burla es distante, casi indiferente, y tal vez, a la larga, por esa misma, causa, más eficaz. Gibbon es agradable de contemplar en cualquier época de su vida, pero tal vez más durante las últimas semanas, en su visita final a Inglaterra. Dejó Lausana para reunirse con su amigo lord Sheffield, cuya mujer había muerto repentinamente, y que, según sentía Gibbon, necesitaba su compañía. Este viaje es una prueba más de su naturaleza afectuosa. Envejecía; era corpulento; tenía gota y estaba acostumbrado a todas las comodidades; y la guerra de la revolución francesa se encarnizaba en los lugares que debía atravesar. Pero no vaciló, y después de orillar las fuerzas beligerantes, llegó a salvo en su silla de manos a Inglaterra. Después de visitar a lord Sheffield siguió a Bath, para permanecer con su madrastra. La pequeña y sorprendente figura, ahora casi esférica, rebotaba por el camino de Bath, en el colmo del alborozo. «Estoy siempre tan bien y tan mejorado —le decía a su amigo— con esta mezcla de tranquilidad y de viajes, que, si no fuera por los enormes gastos viajaría cada año cien millas, especialmente por Inglaterra». La señora Gibbon, una dama muy anciana pero de perfecta vitalidad adoraba a sin hijastro, y los dos pasaron diez días juntos, casi siempre tête à tête, charlando por espacio de diez horas diarias. De allí siguió Gibbon a Althorpe, donde pasó una mañana feliz con lord Spencer, contemplando primitivas ediciones de Cicerón. Volvió a Londres. En esta ciudad surgió un pequeño inconveniente. Una protuberancia que debido a años de característica insouciance, había crecido mucho, necesitaba atención; fue necesario operarlo; pero salió bien y al parecer no había peligro. Nuevamente volvió a cenar fuera de su casa. Nuevamente se lo vio en su actitud habitual, adelantando el dedo índice y dirigiéndose a sus amigos, golpeando su caja de rapé, al cabo de una frase particularmente aguda. Pero la enfermedad retornó —nada muy serio—. El gran hombre permanecía en cama considerando cuánto tiempo podría vivir aún; tenía cincuenta y seis años; acaso le quedaran diez, doce, o tal vez veinte años más. Comió algo de pollo y bebió tres vasos de Madeira. La vida parecía casi tan encantadora como siempre. A la mañana siguiente, se levantó un momento necesario y le dijo a su valet con su extraña sonrisa: Je suis plus adroit. Otra vez en cama, murmuró algo más, un poco incoherentemente, se recostó en las almohadas; se adormeció, pareció despertarse; volvió de nuevo a adormecerse y entró en un estado de inconsciencia, ya para siempre.
FUENTE
(Or)(Tr) «Edward Gibbon», en Páginas de historia y autobiografía, traducción de Susana Chica Salas, Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1961.
Derechos de autor José Mor de Fuentes y su traducción de Gibbon