La relación entre poesía y pintura Saltana Revista de literatura i traducció A Journal of Literature & Translation Revista de literatura y traducción
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ÍNDICE
I.-
II.-
III.-
IV.-
V.-
VI.-
VII.-
VIII.-
IX.-
X.-
XI.-
Ut pictura poesis
Ut poesis pictura
El Laocoonte de G. E. Lessing (1766)
The New Laocoon
«Towards a Newer Laocoon»
El programa antilessingniano del siglo XIX
El desquite de la pintura
El poeta crítico de arte
Transpositions d'art
Márgenes pictóricos para la voz
Bibliografía
The Gordian nod need not be cut.
Marianne Moore


I.- Ut pictura poesis

Según Virginia Woolf, un escritor siempre se preguntará cómo llevar el sol a la página, cómo puede conseguir que el lector vea la luna mientras se eleva en el horizonte por medio de una o dos palabras. Es decir, se preguntará cómo lograr un efecto máximo por medio de recursos mínimos, tal como le sucede a Charles Steele, el pintor de El cuarto de Jacob, quien con una sola pincelada de negro violáceo cambia el tono general del paisaje que acaba de componer sobre una tela. 

La formulación de analogías entre la poesía y la pintura se remonta a la afirmación de Simónides de Ceos en el siglo V a. C., recogida por Plutarco, según la cual «la pintura es poesía silenciosa, la poesía es pintura que habla». Y así como se ha atribuido tradicionalmente a Aristóteles el origen de la teoría literaria, también durante siglos se reconoció el origen de la teoría de las relaciones interartísticas en Horacio, que bebió de las fuentes griegas. Su Epistola ad Pisones —que ya Quintiliano consideraba una verdadera ars poetica, título con el que luego ha sido conocida— enfatiza y reitera la correspondencia entre ambas artes tal como se plantea en la obra del Estagirita. El lema horaciano, ut pictura poesis, y la idea aristotélica de que la intriga de una tragedia se asemeja a una pintura, proporcionaron desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII una constitución al sistema de las artes, constitución basada en la asimilación entre poesía y pintura, y una de cuyas formulaciones más señeras está contenida en una obra tan tardía como Les Beaux-Arts reduits à un même principle del abate Charles Batteux (1746). Fue esta obra la que provocó la reacción de Gotthold Ephraim Lessing contra el entusiasmo por la migración de cualidades y poderes, tanto estéticos como pedagógicos, entre dominios artísticos distintos.

Antes de que se publicara el Laocoonte de Lessing (1766), otras obras habían reclamado ya una distinción precisa entre las artes, como el Paragone de Leonardo de Vinci y las Réflexions critiques sur la poésie et sur la peinture del abate  J. B. Du Bos, escritas respectivamente hacia fines del siglo XV y a principios del  XVIII. Sin embargo, a diferencia del Laocoonte y su alegato en favor de un estatuto autónomo de la poesía, en dichas obras se sostenía la inferioridad de esta última con respecto a la pintura. Según la distinción que elaboró Du Bos,  la lógica de tal jerarquía responde a la naturaleza de los signos de cada una de las artes, dado que los pintores utilizan signos que no son arbitrarios e instituidos, como las palabras que utilizan los poetas. Los signos naturales pictóricos, al presentar los múltiples componentes de una acción o de un escenario en forma simultánea a la mirada del receptor, son capaces de provocar en él un efecto mayor que los signos artificiales lingüísticos, los cuales someten dichos componentes al orden secuencial de una descripción.

La tesis de Rensselaer W. Lee (1998: 161) es que durante los dos siglos que separan el Renacimiento de la Ilustración, la pintura perdió su carácter esencial de arte visual y se subordinó a las abstracciones teóricas originadas a partir y en razón de la literatura, con lo que quedó atrapada en la analogía con la poesía, analogía que restringía las condiciones necesarias para constituirse y desarrollarse como una práctica independiente. Estas condiciones sólo se darían a mediados del siglo XIX, como resultado de la revolución romántica. Durante el período entre 1550 y 1750, tanto los tratados de pintura como los de literatura insistían en establecer que la relación entre ambas artes se fundaba en la función imitativa que les fue asignada por Aristóteles y Horacio.

Hacia mediados del siglo XVI, la práctica concreta de la pintura estaba acompañada por las pretensiones teóricas de pintores que buscaban organizar y codificar los conocimientos existentes, como fue el caso de Leonardo y sus ilustraciones de carácter técnico y científico. Durante esta transición, tales pintores-críticos, entre los que se contaban el mismo Leonardo, Lodovico Dolce o Giovanni Pietro Bellori, se cuestionaron la naturaleza, los contenidos y los fines de la pintura. El proyecto de esos «espíritus entusiastas del Renacimiento» —lograr una teoría que otorgara carácter liberal a la pintura— siguió el modelo instituido por los hombres de letras, es decir, la búsqueda de legitimación en las fuentes clásicas. «Es cierto», señalaba John Dryden (1989: 56-57), «que la Poesía tiene una ventaja sobre la Pintura en estas últimas Épocas, y es que todavía tenemos los Ejemplos que nos quedaron tanto de los Poetas griegos como de los latinos: en tanto que a los Pintores nada les ha quedado de Apeles, Protógenes, Parrasio, Zeuxis y el resto, salvo los testimonios recibidos de sus Trabajos incomparables». Dado que las artes visuales no ofrecían equivalentes a las poéticas de Aristóteles y Horacio, los pintores-críticos se apropiaron de unas teorías literarias que tenían la ventaja adicional de incluir numerosas referencias a la analogía interartística. Fue entonces «cuando impusieron a la pintura algo que, en realidad, era una teoría de la literatura»; y que «los críticos, en medio de su entusiasmo, no se detuvieron a preguntarse si un arte que utiliza un medio diferente podía someterse razonablemente a una estética del préstamo» (Lee 1998: 15-6). La «estética del préstamo» prevaleció hasta el siglo XVIII y convirtió el ars poetica clásica en ars pictorica. Se sometió la imagen pictórica a las categorías discursivas de la poesía; la retórica de la pintura (ut rethorica pictura) quedó eclipsada por la retórica (poética) en la pintura (ut pictura poesis) (Lichtenstein 1988: 99).

Lee señala con acierto que el tipo de relación entre literatura y pintura favorecido por el Renacimiento excedió las pretensiones originales de Aristóteles o Horacio. Dolce fue uno de los que más radicalizó el pensamiento de ambos, y llegó a declarar que los escritores son pintores y que la poesía, la historia, todo lo que un «hombre cultivado» puede escribir, es pintura (Lee 1998: 8). En su Dialogo della pittura intitolato l'Aretino (1557), el primer gran tratado de la pintura humanista, predomina la idea de Horacio sobre la conveniencia de crear a partir de formas y temas clásicos.(1) Bellori (1664) reelaboró luego la teoría de Dolce siguiendo en términos estrictos la noción aristotélica de mímesis. Su obra L'idea del pittore, dello scultore e dell'architetto confirma el papel central que tenía la Poética en el siglo XVII e insiste en la idea de que la pintura y la poesía deben imitar acciones humanas en sus versiones más elevadas,(2) idea que luego sería heredada por el neoclasicismo francés.


II.-  Ut poesis pictura

Durante la segunda mitad del siglo XVII y en el siglo XVIII, la comparación interartística siguió gravitando sobre tres postulados que se concebían como rasgos comunes de la literatura y la pintura: ambas perseguían el objetivo de una imitación «mejorada» de la naturaleza; utilizaban como material los temas clásicos; y debían crear un imaginario que pudiera ser percibido visualmente, ya fuera por medio de la mirada física o por medio del «ojo mental» (Alderson 1995: 256). El canon estético del clasicismo del siglo XVII y el neoclasicismo del siglo XVIII sometió la imaginería de los pintores al régimen narrativo-didáctico de las palabras, ya que eran éstas las que expresaban el ideal aristotélico de la acción humana. Y este ideal se reflejaba en los relatos épicos, bíblicos e históricos, fuentes de donde la pintura estaba obligada a extraer temas y métodos. La Académie Royale de Peinture et de Sculpture francesa —fundada en 1648— aseguró la continuidad de la tradición humanista a través del papel privilegiado que otorgaba al pintor de género histórico. Éste, según las palabras de Félibien (1669), debía «representar grandes acciones como lo hacen los historiadores, los temas agradables como lo hacen los poetas; y, si aspira a más, es necesario que sepa, mediante composiciones alegóricas, cubrir bajo el velo de la fábula las virtudes de los grandes hombres y los misterios más nobles».(3)

Al mismo tiempo que la pintura estaba confinada a las alegorías de los textos, la poesía tuvo que desarrollar técnicas para reproducir las cualidades propias de los cuadros, cualidades que debían predisponer a la «visibilidad» de los textos. La importancia de la experiencia visual en relación con la experiencia que procede de los demás sentidos ya había sido planteada en la Antigüedad. En la Metafísica, Aristóteles (980a) afirma que la vista nos permite acceder a un mayor conocimiento de las diferencias entre las cosas. Durante el Renacimiento, León Battista Alberti y Leonardo resaltan el valor superior de la mirada, dado que capta la inmediatez y la simultaneidad, características éstas del arte más elevado, la pintura. En el siglo XVII, el empirismo de John Locke preparó el terreno para las idea expuestas por Joseph Addison en Sobre los placeres de la imaginación (1712) sobre el papel privilegiado de la visión para estimular la facultad imaginativa. La divulgación de estas teorías provocó en los poetas una asociación previsible: la belleza está vinculada de manera inherente a la percepción visual. John Dryden escribió en el prefacio a su traducción (1695) del tratado De Arte Graphica (1656) del pintor francés Charles Alphonse Du Fresnoy: «La expresión y todo lo relativo a las palabras es al poema lo que el colorido es al cuadro».(4)

En uno de los primeros artículos académicos dedicados a la relación entre artes, Cicely Davies (1935) reconstruye la historia de la concepción pictórica de la poesía durante el período neoclásico, concepción que encontró en la descripción su método privilegiado de expresión, como puede verse en estos versos de «Verano», pertenecientes a la serie Las estaciones (1726-1730) de James Thomson:

But yonder comes the powerful King of Day,
Rejoicing in the East: the lessening cloud,
The kindling azure, and the mountain's brow
Illumed with fluid gold, his near approach
Betoken glad. Lo! Now, apparent all,
Aslant the dew-bright earth and coloured air,
He looks in boundless majesty abroad,
And sheds the shining day, that burnished plays
On rocks, and hills, and towers, and wandering streams
High-gleaming from afar.


[Pero ahí llega el poderoso Rey del Día,
que se regocija en el Este: la nube que mengua,
el encendido azur, la cima de la montaña
que se ilumina con oro fluido, la proximidad de su llegada
presagía alegría. ¡Mirad!  Ahora, todo manifiesto,
oblicuo sobre la tierra brillante de rocío y el aire lleno de color,
mira hacia afuera con ilimitada majestad
e ilumina el radiante día, que bruñido juega
sobre las rocas, colinas, torres y sinuosos arroyos
que en lo alto refulgen desde la lejanía.]

Por su valor pictórico cifrado en el poder de la luz, este poema fascinó a J. M. W. Turner, que reunió algunas de sus partes en una cita que sirvió de pendant a su cuadro El castillo de Norham sobre el Tweed: amanecer   cuando fue expuesto. El artista reconoció la intención icónica de la revelación y la consumación de lo visible en el paisaje: «por la luz: la nube que se desvanece y el encendido azur» (Heffernan 1991: 282-3). El punto de vista de Heffernan, según el cual los cuadros de Turner expresan una resistencia contra la supremacía del discurso poético, nada menos que en el contexto del apogeo del ut pictura poesis neoclásico, resalta la originalidad de este impresionista avant la lettre, cuyas pinturas, paradójicamente, iban en ocasiones acompañadas por versos como los de Thomson u otros escritos por el mismo pintor.

Sin embargo, como señala Jean H. Hagstrum (1958: xxi), los efectos pictóricos no resultaban naturalmente accesibles a un arte que se valía de recursos verbales; en consecuencia, «el buen pictoricismo operó siguiendo el antiguo principio crítico de la difficulté vaincue, es decir, el logro de algo importante que superara la desventaja y dominara el obstáculo». «Superar» y «dominar» son palabras claves para comprender el desequilibrio entre ambas partes de la analogía interartística hacia fines del siglo XVIII. El ejemplo de los pintores estimulaba a los poetas a experimentar nuevas técnicas para superar la desventaja del medio verbal y el método narrativo, y regresar así a la naturaleza sin abandonar los modelos clásicos, como sucede en el ejemplo pionero de Thomson. En cambio, la influencia de la poesía en la pintura, dado el anclaje en la tradición clásica, restringió la imaginación y propició especialmente el decoro, es decir, la facultad moralmente edificante del arte. Todo indica que la tradición del ut pictura poesis no alentó la originalidad artística de los pintores, sino que les impuso evitar lo fortuito y adherirse a temas y tratamientos que habían sido formalizados por la literatura y la historia.


III.- El Laocoonte de G. E. Lessing (1766) 

En 1766, cuando reacciona contra los dos fenómenos referidos, esto es, la excesiva manía por describir propia de los poetas y el afán por la alegoría propio de los pintores, Lessing (1985: 39) decide poner fin a lo que él juzga como una absoluta confusión entre las artes. Y, con el fin de aclarar las diferencias, pone en cuestión los dos presupuestos centrales de la comparación interartística tal como se formulaban en la tradición humanista del ut pictura poesis: el primero era que la literatura y las artes visuales comparten una aspiración común hacia la mímesis; el segundo afirmaba la superioridad del poeta en relación con el pintor, de sus palabras sobre las figuras plásticas como medio expresivo de representación. La importancia que tenían estos dos principios para los artistas desde el Renacimiento se refleja, por ejemplo, en un conocido poema de Pierre de Ronsard, la «Elegía a Janet, pintor del rey» (1555). El poeta solicita a Janet —apodo de François Clouet— que pinte un cuadro e imite el retrato poético que van componiendo los versos:

Peins-moi, Janet, peins-moi, je te supplie
Dans ce tableau les beautés de m'amie
De la façon que je te les dirais.


[Pinta para mí, Janet, pinta para mí, te lo ruego,
en este lienzo las bellezas de mi amada
según te las voy a decir.]

Por medio de sinécdoques y símiles que remiten al mundo mitológico, se despliega el retrato de una mujer, partiendo de la cabeza hasta llegar a los pies; «la grâce naturelle» de los ojos descrita por el poeta suscita el problema de las restricciones que afectan al arte del pintor:

Mais las! mon Dieu, mon Dieu je ne sais pas
Par quel moyen, ni comment, tu peindras
(Voire eusses-tu l'artifice d'Apelle)
De ses beaux yeux la grâce naturelle,
Qui font vergogne aux étoiles des Cieux.


[Más ¡ay! Dios, Dios mío, no sé
con qué medio ni cómo has de pintar
(ni aun si tuyo fuera el artificio de Apeles)
de sus bellos ojos la gracia natural
que vergüenza dan a los astros del Cielo.]

Y se le advierte que «pour bien peindre» la parte de la boca:

À peine Homère en ses vers te dirait
Quel vermillon égaler la pourrait

[Apenas Homero en sus versos te diría
con qué bermellón pudieras igualarla]

Lessing (1985:153-6) se adhiere a la misma idea: nada puede asemejarse pictóricamente a las descripciones que aparecen en Homero. Pero, en lugar de aceptar la posición vicaria de la pintura, agrega: porque la literatura consiste en describir una sucesión de instantes, no los detalles de los objetos. El ejemplo clásico por excelencia, el estilo de Homero, legitima la distinción esencial que establece entre las artes. El fin de la poesía es representar acciones sucesivas en el tiempo, dominio ajeno a la pintura, que representa cuerpos visibles y coexistentes en el espacio. En palabras del mismo Lessing (1985: 120): «la sucesión temporal es el ámbito del poeta, la sucesión espacial es el ámbito del pintor». De esta forma, se distinguen los medios expresivos de cada arte, es decir, los diversos signos y técnicas que les corresponden, así como los dos territorios donde deben emplearse. El de la pintura está limitado a la esfera de lo visible, el de la poesía es más vasto porque abarca tanto lo visible como lo invisible, pero, en cualquier caso, se trata de medios distintos con propósitos distintos. 

Dos siglos después de la publicación del Laocoonte, el método de Lessing para aclarar las diferencias entre las artes seguía vigente para un sector de la crítica literaria: «una dependencia realmente formal, estilística o estética entre artes no es posible [...] al menos [...] no es probable que se demuestre» (Wimsatt 1976: 50). Esta constatación basta, en principio, para admitir que la influencia del Laocoonte a lo largo de todo el siglo XIX y parte del XX es comparable a la de la tradición del ut pictura poesis contra la que se pronuncia, tanto en importancia como en permanencia.

W. J. T. Mitchell se ha interrogado sobre las condiciones históricas que llevaron a Lessing a establecer una teoría de los límites interartísticos fundada en las categorías de tiempo y espacio.(5) En su análisis extiende las correspondencias distintivas trazadas por Lessing al plano político de la Europa del siglo XVIII. Recuerda el calificativo que Gombrich (1993:34) empleó al hablar del Laocoonte de Lessing, un «torneo» jugado entre equipos europeos; destaca el doble carácter, religioso y político, de la simpatía de Lessing por Inglaterra y su aversión por Francia; y cómo Lessing sustituye la idea de traducción de los límites (entre las artes) por la de «frontera» [border]. Mitchell (1986: 105) concluye: «Las fronteras metafóricas de Lessing entre las artes espaciales y las temporales tienen un equivalente literal en el mapa cultural de la Europa que él dibuja por medio del Laocoonte». En este contexto, es decir, la aproximación a la relación entre literatura y pintura como una confrontación ideológico-política, vale la pena mencionar que Lessing (1985: 167) prefirió establecer como causa de los préstamos ocasionales entre artes una «recíproca indulgencia en los límites comunes, en compensación mutua de las pequeñas incursiones en el terreno o dominio del vecino», más que un gesto amistoso de intercambio.

Mitchell apoya su análisis del método de Lessing para diferenciar entre géneros mediante dos frases de un artista, William Blake, en cuyas visiones se entrecruzaron palabras e imágenes visuales con una estética prodigiosa:

Time & Space are Real Beings
Time is a Man    Space is a Woman


[El Tiempo y el Espacio son Seres Reales
El Tiempo es un Hombre    El Espacio es una Mujer]

A través del sutil contrapunto entre las nociones de gender y genre —un topos que goza de favor en la crítica literaria anglosajona y que no sobrevive en castellano, lengua que sólo cuenta con el vocablo «género»—, Mitchell (1986: 113) asocia la distinción establecida en el  Laocoonte a la retórica iconoclasta, de exclusión y dominación del otro, que habría alimentado la cultura occidental hasta la actualidad. La teoría de Lessing, fundada en una «economía de los signos», sería contraria al presupuesto clásico de la difficulté vaincue —a la que hacía alusión Hagstrum— y  respondería así a la «economía política» que dictaba el cuadro de relaciones socio-culturales de su época. La relación entre géneros, como la que se da entre la poesía y la pintura, señala Mitchell, no se limita a un momento y a un lugar únicos, abarca distintos períodos y geografías.(6) No es un asunto de carácter exclusivamente formal, sino ideológico. Algo que la obra de Lessing confirmaría, puesto que Lessing, tal como sucede en estas dos frases de William Blake, definiría en términos de género —que son siempre valorativos— la poesía y la pintura, la primera por asociación a lo sublime masculino, de carácter temporal, y la segunda por asociación a lo bello femenino, de carácter espacial (Lessing 1985: XXIII-XXV).

«Los géneros [genres]» —asegura Micthell (1986: 112)— «no son definiciones técnicas sino actos de exclusión y apropiación que tienden a cosificar algún "otro significativo"». Desde esta perspectiva, el modelo de Lessing se integraría en una «estrategia imperialista de absorción por parte del arte más dominante, expansivo [la poesía]», estrategia que también formaría parte de la doctrina del ut pictura poesis (1986: 107).
NOTAS
(1) En el origen de esta influencia está la traducción del Ars poetica de Horacio, que Dolce había realizado cuando era joven.
(2) Cf. «Puesto que la tragedia es una imitación de hombres mejores que nosotros, es necesario que imitemos a los buenos retratistas. Éstos, al representar la forma particular [de los individuos] y hacerlos semejantes [a sus modelos], los pintan más bellos de lo que son. Eso mismo le sucede al poeta» (Aristóteles 1454b).
(3) Prefacio a las Conférences de l'Académie royale de peinture et de sculpture. Citado en Lee (1998: 43).
(4)«Parallel betwixt Poesy and Painting», en MAURER, Wallace y George GUFFEY (eds.), The Works of John Dryden, vol. X, Berkeley-Los Angeles: University of California Press, 1989, p. 71.
(5) Mitchell, autor de Iconology. Image, Text, Ideology (1986) y Picture Theory: Essays on Visual and Verbal Representation (1994), ha orientado sus investigaciones hacia la redescripción de la problemática relación entre texto e imagen en el ámbito de los estudios culturales. A partir de su hipótesis sobre la función hegemónica de las imágenes en la cultura occidental, Mitchell ha estudiado las tensiones relacionadas con el género, la raza y la clase, implícitas en los cruces entre los discursos literario y visual. Dado que las relaciones entre textos e imágenes constituyen una zona de conflicto, «un nexo donde los antagonismos políticos, institucionales y sociales se expresan a sí mismos en la materialidad de la representación» (1994: 91), el objetivo del análisis de Mitchell sería «en lugar de solventar la escisión entre palabras e imágenes, observar los intereses y poderes a los que sirve» (1986: 44).
(6) «La dialéctica entre la palabra y la imagen aparenta ser una constante en la tela de signos que una cultura entreteje en torno a sí misma. Lo que cambia es la naturaleza concreta del tejido, la relación entre la urdimbre y la trama. La historia de la cultura es, en parte, la historia de una prolongada lucha por la dominación entre signos pictóricos y signos lingüísticos, donde unos y otros reclaman para sí determinados derechos de propiedad sobre una "naturaleza" a la que solamente ellos tendrían acceso» (Mitchell 1986: 43).
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