La relación entre poesía y pintura Saltana Revista de literatura i traducció A Journal of Literature & Translation Revista de literatura y traducción
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VII.-  El desquite de la pintura

Durante el siglo XIX, mientras el mundo del arte vivía inmerso en la crisis del modelo renacentista de representación, la ciencia y la tecnología experimentaron un avance sin precedentes, y pronto se convirtieron en un filón de formas y contenidos que otorgaban legitimidad a las producciones de otros ámbitos de la cultura. «La escritura o la pintura —señala Michael Moriarty (Collier y Lethbridge eds. 1994: 24)— podían justificarse o condenarse por comparación con los procesos tecnológicos».

El interés por la investigación empírica sobre los fenómenos asociados con la percepción visual dio lugar a la invención de dispositivos como el estereoscopio, el diorama o el caleidoscopio, amén de la aparición de la fotografía. La potenciación de la producción y circulación de imágenes —imágenes que no siempre eran las que se daban en el mundo natural— provocó que se redefiniera la facultad de observación.(11) En palabras de Jonathan Crary (1994: 50, 206), tuvo lugar un proceso de examen y desterritorialización del sentido clásico de la visión, cuyo estadio final fue la emancipación de la mirada.(12)

Es comprensible, pues, que los pintores impresionistas se apropiaran de las teorías científicas que indagaban sobre la visión, el sentido directamente vinculado con la creación y percepción de obras pictóricas.(13) Sin embargo, parece más sorprendente que se diera una tendencia similar en muchos escritores. Victor Hugo (1979: 72, 80), el «pintor en poesía» (Baudelaire 1992: 88), la definía como una cuestión de óptica: todo debía estar reflejado en ella. Rémy de Gourmont (1922: 53), uno de los hombres de letras más célebres del fin de siècle, proponía distinguir entre dos tipos de estilos literarios: el de los escritores visuales y el de los escritores sentimentales, afectados por definición de ceguera (mental).(14) Baudelaire (1992: 79) tampoco fue indiferente a los experimentos ópticos. En su crítica del salón de 1846 incluye la siguiente metáfora del disco de Newton:

«comme la vapeur de la saison - hiver ou été -  baigne, adoucit, ou engloutit les contours; la nature ressemble à un toton qui, mû par une vitesse accélérée, nous apparaît gris, bien qu'il résume en lui toutes les couleurs.»

[«como la bruma de las estaciones, ya sea en invierno o verano, baña, dulcifica o engulle los contornos; la naturaleza se asemeja a una perinola que, movida a gran velocidad, se nos manifestara gris, pero que resumiera en sí todos los colores.»]

¿Es posible concebir esta adopción por parte de los escritores de una terminología asociada con la percepción visual sin el correspondiente intercambio de funciones con los pintores?(15)

Este interés relacionado con la indagación sobre la percepción visual fue paralelo a la emancipación de las artes respecto a la tutela oficial y su creciente oposición al mundo burgués, emancipación y oposición que, en el caso particular de Francia, adquieren una gran intensidad durante el Segundo Imperio. Se debe a Édouard Manet el inicio de esa revolución simbólica del arte, que otros pintores continuaron por medio de una política de independencia, imitada después por los escritores (Bourdieu 1995: 107, 202). A lo largo del siglo XIX, la revolución simbólica de los pintores fue destronando la mera narración visual y, en consecuencia, rompió la relación de dependencia que los pintores habían mantenido históricamente con la literatura. Asimismo, la pintura fue adquiriendo cada vez mayor relevancia en el conjunto de la producción cultural. Es suficiente recordar que de las 485 obras expuestas en el salón de 1801 se pasó a las 5.180 que se expusieron en el salón de 1848. Pero este panorama sería incompleto sin dar otras cifras, las que revelan que el salón de 1859 fue acompañado de la publicación de 108 críticas o reseñas de escritores sobre las obras allí expuestas, mientras que en el salón inaugurado una década después éstas llegaron a sumar un total de 4.240.(16) Tales cifras permiten hacerse una idea de la amplitud que había adquirido hacia 1870 la relación entre pintores y escritores.

Los desplazamientos se explican tanto por la afirmación de la autonomía de los primeros como por la redefinición del papel de los segundos en el nuevo mapa cultural de la modernidad. Por un lado, el reconocimiento público de los artistas plásticos se volvió cada vez más dependiente de la crítica de arte. Por  otro,  la crítica ofrecía a los poetas, con carreras muchas veces frustradas y sin medios de subsistencia ante el apogeo del teatro y la novela, la posibilidad de recuperar el ascendiente perdido. El poeta critica y promueve las artes visuales, a la par que ofrece creaciones originales a través del medio que le pertenece, el lenguaje (Scott 1994: 66). Jöel Dalançon (1990: 65) ha descrito de manera sucinta el sustrato que nutría el diálogo entre artistas y escritores a partir de la segunda mitad del siglo XIX:

«[...] la proximidad no basta para crear un verdadero medio de entendidos, [...] las relaciones que los poetas mantienen con los pintores son deudoras de las estructuraciones del campo social y cultural más que de la conformación de una auténtica cultura pictórica [...]. Al promoverse como crítico de arte, el poeta cree gozar de las ventajas de semejante posición clave; piensa que, al regenerar su poder y sacar lustre a su imagen, pronto estará en condiciones de lograr que el pintor aproveche sus lecciones».

Lo cierto es que la «democratización de la experiencia visual» (Jay 1994:113), fruto de la extensión de los medios artísticos y tecnológicos destinados a inventar y reproducir imágenes, alcanzó también a ese subproletariado que formaban los poetas (Dalançon 1990: 65).(17) Si durante los siglos anteriores los pintores habían examinado y explotado las fuentes literarias, a mediados del siglo XIX los poetas empezaron a hacer lo mismo con el amplio espectro de fuentes visuales que tenían a su disposición: «a partir de ese momento, la plástica empezó a desquitarse y a la literatura le llegó el turno de ser invadida y dominada» (Cassagne 1997: 315).


VIII.- El poeta crítico de arte

En consonancia con el espíritu de su tiempo, descrito como el más visual de la historia occidental (Sypher 1971: 74), Baudelaire proclamó: «glorificar el culto de las imágenes, (ésta es mi gran, mi única, mi primitiva pasión)» (1968: 432). El poeta —que a los diecisiete años escribía sobre una visita al Museo de Versalles: «no sé si tengo razón, ya que de hecho, no sé nada de pintura [...] no hay duda de que es bastante ridículo que yo hable así de los pintores» (1993: 58)— inició su carrera literaria como crítico de arte con la publicación de una recensión sobre el salón de 1845.(18) Un año después elevó una solicitud a la Société des Gens des Lettres  para «participar de las ventajas de las que [...] gozan sus miembros en cuanto a la reproducción de obra». En la solicitud se presenta a sí mismo como colaborador de las revistas L'Esprit Publique y Corsaire-Satan, y «autor de dos folletos sobre los salones de 1845 y 1846» (1993: 136). La sociedad lo admite en junio del mismo año. La elección de un camino literario que pasaba por las exposiciones de arte se había consumado, como en el caso de su maestro, Théophile Gautier.

Los textos críticos de ambos están impregnados de poéticas personales más que de fidelidad descriptiva a los objetos de arte. Ante el «requerimiento pictórico», los poetas-críticos crean y consolidan un discurso que no está «sometido de manera expresa a la restitución fiel del objeto, sino más bien a la curiosidad por explorar el universo de la sensación y el afecto» (Vouilloux 1994: 119), un discurso que se constituye como teoría estética y poética, como prosa de arte, un experimento lingüístico «capaz de pintarlo todo [...] desde lo visible hasta lo invisible» (Baudelaire 1968: 308). La obra de arte es más un pretexto que el objeto de la escritura.

Salón de 1846 de Baudelaire, además de ser el ensayo más elaborado sobre la teoría estética del poeta, contiene ya un temprano experimento de poema en prosa, «De la couleur», el género literario que inventó y empezaría a practicar de manera consciente a partir de 1855.(19) En el comentario sobre la Exposición Universal que se inauguró el mismo año, las reflexiones estéticas se mezclan con la poesía inspirada en las artes visuales. El texto incluye una estrofa de «Los faros», un poema que reúne varios nombres ilustres de la tradición pictórica y escultórica europea, pero donde sobre todo celebra a Delacroix:

Delacroix, lac de sang, hanté des mauvais anges,
Ombragé par un bois de sapins toujours vert,
Où, sous un ciel chagrin, des fanfares étranges
Passent comme un soupir étouffé de Weber.


[Delacroix, sanguinoso lago de ángeles malos,
por un bosque de abetos siempre verdes umbrado,
donde extrañas fanfarrias bajo un cielo de pena
cruzan, como un suspiro sofocado por Weber.]

En el último salón, escrito en 1859, completa las ideas que había expuesto en el de 1846. Baudelaire (1992: 267) reafirma que el verdadero espíritu crítico «debe estar abierto a todos los tipos de belleza», en contraposición a la dictadura del gusto clásico, y reivindica la potestad interpretativa y creativa de la imaginación, una idea de clara filiación romántica. La conclusión a la que llega sobre los dominios y funciones del arte es la misma que la profesión de iconolatría que aparece en Mi corazón al desnudo: «Todo el universo visible no es más que un almacén [magasin] de imágenes y signos a los cuales la imaginación da un lugar y un valor relativos; es una especie de pastizal que la imaginación debe digerir y transformar» (1992: 264). El poeta-crítico finaliza el texto revelando el objetivo que se había propuesto al iniciar su tarea: «buscar la imaginación a través del salón» (1992: 321).

A partir de un dato de la correspondencia personal del poeta, puede constatarse una asombrosa coincidencia entre la teoría formulada en el ensayo y su proceso de escritura. Baudelaire confiesa a Nadar que sólo ha asistido una vez al evento. «Escribo un salón sin haberlo visto», le escribe desde Honfleur.(20) La escritura queda librada así a la memoria, «excitada» por la lista de las obras en exposición, lo que equivale a decir que queda librada a la imaginación del autor; la memoria, almacén de imágenes, se convierte en sentido literal en un pastizal que la imaginación digiere y transforma. La búsqueda que Baudelaire se había propuesto llevar a cabo a través del salón no se orientó solamente a la imaginación de los artistas allí reunidos («escasamente hallada»), sino también y sobre todo hacia la imaginación propia con el fin «dar a ver sin haber visto».

La crítica de arte, la poesía, la prosa poética y la pintura, territorios de la imaginación, eran para Baudelaire (1968: 250 y 425; 1992: 170) hechicerías evocatorias [sorcelleries évocatoires]. Naturalmente, los pintores se rebelaron contra una crítica de sus obras  subordinada a la invención de los escritores, por más que Baudelaire (1999: 575) insistiera en sus ventajas: «excepto por la fatiga de tener que adivinar los cuadros, es un método excelente que te recomiendo. A causa del temor a alabar o censurar demasiado, se llega a la imparcialidad». «Siempre —escribía Delacroix a Thoré (Cassagne 1997: 322)— se nos juzga con ideas de literatos, y éstas cometen la necedad de exigirnos. En verdad, me gustaría que fuese tan cierto como usted dice que no tengo más que ideas de pintor; no pido otra cosa». Una interpretación actual de esas «ideas de literatos» sería considerarlas un tipo de crítica estética que opera como un arte poético indirecto, puesto que, «al hablar de pintura, el poeta se traiciona, también habla de poesía y su discurso se torna [...] discurso pictórico en tanto que metadiscurso poético» (Kibedi Varga 1985: 20). La crítica de Baudelaire «inventó» como poema el arte de Delacroix, transformando el hallazgo pictórico en búsqueda poética (Genet-Delacroix 1989: 19).(21) El resultado más novedoso de dicha búsqueda fueron los Pequeños poemas en prosa.

En 1861 Baudelaire abordó la definición del género, cuya historia —demasiado extensa para ser desarrollada aquí— abunda en transgresiones de los límites que parecen separar la literatura y las artes visuales.(22) El antecedente más inmediato del experimento baudelairiano, reconocido como tal en el prefacio de los Poemas en prosa, fue Gaspar de la Noche de Aloysius Bertrand (1842), una obra que llevaba por subtítulo Fantasías a la manera de Rembrandt y Callot. Los poemas en prosa de Arthur Rimbaud, que comienzan a publicarse en La Vogue en 1886, adoptaron el nombre de Iluminaciones. La analogía con las artes plásticas fue señalada ya por Paul Verlaine (1959: 1143 I), quien aseguraba que eran «láminas iluminadas» o «ilustradas».(23) Esta interpretación permanece en el centro de las lecturas críticas de las Iluminaciones que rescatan las vinculaciones del género poema en prosa con el arte de la pintura.(24)

La modernidad fue el escenario de un proceso doble de erosión que afectó los límites entre las artes y las distinciones de género. La imagen, agente principal de dicha erosión, se constituyó como categoría estética y genéricamente transversal, dado que atravesó tanto poesía y prosa como literatura y artes plásticas. La síntesis entre poesía y prosa, que redefinió la configuración interna del sistema moderno de géneros literarios, se produjo sobre los márgenes entre la literatura y la pintura. En consecuencia, puede afirmarse que esta configuración es ontológicamente visual.(25)


IX.- Transpositions d'art

Para Baudelaire y otros poetas del siglo XIX que se dedicaron a la crítica de arte, los salones fueron sólo un medio que permitía alcanzar metas literarias y crear sobre los márgenes de los dos campos artísticos implicados: el de las letras y el de la pintura. El ut pictura poesis tradicional podía llevar todavía a los pintores hacia un género con reminiscencias del tiempo narrativo literario, el histórico, y lo justificaba. En cambio, su correlato moderno, posromántico, la estética de la «consolación por las artes» (Baudelaire 1968: 258), se concentraba en los experimentos de los poetas, en esas hechicerías evocatorias del espacio pictórico, en la intensidad con la que las imágenes se dan —en un solo instante— a la mirada.(26) «Las artes, menos distantes que nunca —señalaba Gautier (1990: 91)—, se codean unas con otras y se entregan a frecuentes transposiciones».

Gautier creó las suyas «con la obstinación de un pintor» (Baudelaire 1968: 245). Pero «El arte», «Las Nereidas» o «Sinfonía en blanco mayor» no eran poemas en prosa, sino poemas métricos que surgieron en medio de una tradición de escritura ecfrástica ya establecida, cuyo origen último estaba en la descripción del escudo de Aquiles que hizo Homero (Ilíada XVIII, 478-607) y que ya habían practicado los románticos, como sucede, por ejemplo, en «Sobre la Medusa de Leonardo de Vinci en la Galería florentina» de Shelley (1819). El género denominado écfrasis, según lo definen estudios recientes, abarcaría las representaciones escritas de representaciones visuales (G. Scott 1991: 301, Heffernan 1993: 3, Mitchell 1994, 151-2). Las características que tenía en su etapa formativa se fueron transformando a través del tiempo. A partir de las Descripciones de cuadros de Filostrato (II d. C.), el plano referencial irrestricto —que admitía la descripción de cualquier tipo de objeto— se redujo al de las obras de arte. Un estudio de Leo Spitzer (1955) sobre otro célebre ejemplo ecfrástico, el poema de John Keats «Oda a una urna griega», analiza la ruptura definitiva de la écfrasis con su pasado retórico y reinterpreta la noción como un género poético, cuyo período de práctica más intensa se situaría precisamente a partir del siglo XIX.(27) Cuando Baudelaire (1992: 342) diagnostica el «estado espiritual» de la época, recala también en los efectos de la transposición: «las artes aspiran, sino a suplirse una a la otra, al menos a prestarse recíprocamente fuerzas nuevas».

La dinámica de los vínculos entre artistas, escritores y sus obras a partir del siglo XIX puede verse en la relación entre Baudelaire y Manet. En 1862, mientras Baudelaire elogiaba a Manet en Pintores y aguafuertistas (1992: 334) por el método que este último tenía para reflejar la realidad moderna a través de la imaginación, Manet terminaba dos cuadros. En uno de ellos, Música en los jardines de las Tullerías, aparecía Baudelaire retratado en medio de una muchedumbre; el otro era Lola de Valencia, la figura de una mujer española. Más tarde, circuló en forma de aguafuerte junto con un breve poema de Baudelaire. Vistos al lado de la firma y el título del pintor, los versos de Baudelaire sobre Lola de Valencia parecen establecer una región fronteriza, donde la diferencia entre ver y leer se vuelve borrosa, donde la figura se textualiza en el poema y lo textual se figura en la pintura.


X.- Márgenes pictóricos para la voz

Una de las afirmaciones más notorias de Oscar Wilde (s/f 1151) fue la existencia de un campo de intersección entre las artes literarias y las visuales: «conocer los principios del arte más noble es conocer los principios de todas las artes»; la expresión «más noble» aludía a la literatura, puesto que el material verbal no tenía, según él, las limitaciones de las artes plásticas. Una consideración parecida sobre la interrelación entre las artes, aunque sin establecer ninguna prelación, figura también al final de la reflexión sobre el Laocoonte de Lessing que aparece en La escuela de Giorgione del crítico y teórico del arte Walter Pater (1919: 110):

«[...] una comprensión exacta de las diferencias últimas entre las artes es el principio de la crítica estética; y, sin embargo, en lo que concierne a la forma particular de manejar el material dado, puede observarse que cada arte requiere una condición proveniente de alguna de las demás artes [...] una transgresión parcial de las propias limitaciones, por medio de la cual las artes pueden, no suplir entre sí el espacio propio de cada una, pero sí prestarse  nuevas fuerzas».

La simetría con la afirmación de Baudelaire relativa a las «nuevas fuerzas» que las artes se transmiten recíprocamente no es una mera coincidencia. Toda la teoría de Pater sobre una prosa imaginativa —esto es, una crítica sobre arte y literatura que por su poder poético se vuelve artística, una de las «bellas artes»— procedía de Baudelaire (1968: 246), que admiraba la poesía de Gautier porque «sólo se tiene a sí misma» y concebía el espíritu de un verdadero crítico como el espíritu de un verdadero poeta (1992: 267). Sin embargo, en el pensamiento de Pater se reconocen, amén de la huella de Baudelaire, otras fuentes no francesas, en particular, las ideas de John Ruskin, un insuperable experto en trasponer imágenes visuales en prosa poética. Para decirlo retomando la cita de Pater,  Ruskin poseía una percepción privilegiada de las diferencias (y analogías) últimas entre las artes: «La pintura debe ponerse adecuadamente en oposición al habla y la escritura, pero no en oposición a la poesía. Tanto la pintura como el habla son métodos de expresión. La poesía es el empleo de una y otra para los propósitos más nobles» (Ruskin 1885: 12-13).

Cuando describe las imágenes de un cuadro o un paisaje natural,  Ruskin —que a lo largo de  los cinco volúmenes de Pintores modernos utiliza de manera indistinta los términos pintor y poeta— se esfuerza por imitar la mirada de un pintor y reproduce con palabras,  estratégicamente dispuestas en los planos léxico y fonético del texto, los efectos propios de recursos menos literarios —o menos narrativos, si se atiende a la doctrina del ut pictura poesis—,  como el color, sus complementariedades y contrastes:

«Purple, and crimson, and scarlet, like curtains of God's Tabernacle, the rejoicing trees sank into the valley in showers of light, every separate leaf quivering with buoyant and burning life; each, as it turned to reflect or to transmit the sunbeam, first a torch and then an emerald».

[«Púrpuras, carmesís y escarlatas, como cortinajes del Tabernáculo de Dios, los regocijados árboles se sumergían dentro del valle en una lluvia de luz, todas y cada una de las hojas estremeciéndose boyantes y ardientes de vida; todas como si giraran para reflejar o transmitir los rayos del sol, primero como una antorcha y luego como una esmeralda.»]

Si en las pinturas de J. M. W. Turner el color se independizó del dibujo y la línea —es decir, del relato—, en los cuadros verbales de Ruskin el poder poético de la metáfora y la imagen se liberó de la cristalización que le habían impuesto la alegoría y el emblema clásicos, como también de las constricciones de la poesía descriptiva que la tradición de las «artes hermanas» había estimulado durante el siglo XVIII. Ruskin, como Gautier y Baudelaire, abrió los márgenes de la representación pictórica a una voz poética que se escribía en prosa, una «voz del decir» que se convertía en un «ver de la mirada»  (Marin 1994: 340). Lee McKay Johnson (1980:126) sugiere que la prosa óptica de Ruskin es una «ordenación mental [dispuesta como] acto deliberado de composición, de modo que la estructura de la representación verbal duplica el proceso de la percepción visual».

Esta idea se corresponde con un componente fundamental de toda écfrasis (Webb 1999: 13), la noción de enargeia, es decir, la intención implícita en el texto de transmitir la imagen al ojo mental del lector de manera tan viva como ésta se presenta al ojo físico de quien la describe, al observador en tiempo real de dicha imagen. El grado de saturación visual que alcanza la imaginería textual de Ruskin —a menudo transposición de imaginería pictórica o escultórica— confirma de manera casi irrefutable los préstamos espontáneos o las apropiaciones deliberadas entre la literatura y la pintura.

Los prerrafaelitas extendieron la práctica de la analogía presente en la obra ruskiniana. Dante Gabriel Rossetti, autor de numerosos poemas ecfrásticos, también pintó numerosos cuadros que efectuaban transposiciones textuales tomando diversos géneros como fuente. Mientras que su obra pictórica, según prescribe la estética prerrafaelita, conjuga mímesis fotográfica y contenido narrativo, su poética, cargada de evocaciones y colores, provoca asociaciones que recuerdan el estilo impresionista de James A. McNeill Whistler:

Dusk-haired and gold-robed o'er the golden wine
She stoops, wherein, distilled of death and shame,
Sink the black drops; while, lit with fragrant flame,
Round her spread board the golden sunflowers shine.

[Con su cabello oscuro y sus prendas de oro
sobre el áureo vino se inclina y la funesta
ponzoña, que destila de la muerte y la afrenta,
derrama. En tanto brillan circundando su mesa,
como fragantes llamas, girasoles dorados.]

Buscar total precisión en la descripción del cuadro de Edward Burne-Jones del que hablan estos versos, El vino de Circe, es tan inútil como la petición a Whistler de que explicara la historia de la oscura figura bajo la luz de un farol de su cuadro Armonía en gris y oro, sobre la cual advertía: «No me importa el pasado, presente o futuro de la figura negra; está puesta ahí porque el lugar requería negro. Sólo sé que la combinación del gris con el dorado es la base del cuadro» (Hough 1949: 179). Del mismo modo que Whistler otorgaba prioridad al aspecto formal de su pintura por encima del contenido, Rossetti estaba interesado en crear un efecto visual en el poema —a través del claroscuro entre negro y dorado—, aunque fuera en detrimento de la exactitud de la transposición. En ambos casos, la opacidad referencial está en función del efecto que ambos artistas querían provocar en el lector-observador.

El desinterés de los hombres de letras por ofrecer imágenes idénticas a las reales dominó la escritura ecfrástica del siglo XIX en adelante. Después de leer un soneto que Rossetti había escrito a partir de un cuadro, Whistler lo increpó: «¿Para qué tomarse el trabajo de pintar el cuadro? ¿por qué simplemente no enmarcamos el soneto?» (Hough 1949: 178). La razón por la cual es imposible que un soneto —incluso enmarcado— sustituya un cuadro es obvia,  la diferente materialidad del soporte y los signos: palabras sobre papel; líneas, colores y puntos sobre una tela. Pero, más allá de esta constatación, lo que revela el comentario de Whistler es que la transposición —como la traducción— siempre comporta una amenaza de traición al original.

«Tanto en la traducción interlingüística como en la intersemiótica», afirma Claus Clüver (1989: 61), «el significado que se adscribe al texto original, ya sea un poema o una pintura, es el resultado de una interpretación». Sería la carencia de una «semiótica de las artes» la que obligaría a recurrir a conceptos de la teoría y la crítica literarias (1989: 84). Siguiendo algunas teorizaciones contemporáneas sobre la traducción, más funcionales que normativas, Clüver retoma un conocido trabajo de Roman Jakobson (1971) sobre la posibilidad de traducción, transmutación y transposición de mensajes-textos entre distintos sistemas de signos. Su punto de vista, «esencialmente conservador» (1989: 83), coincide en lo esencial con la estética comparada de Étienne Souriau en La correspondance des arts, donde se sostiene que «las distintas artes se parecen a lenguas distintas, donde la imitación exige traducción» (1947: 16). 

Clüver señala que este tipo de transmutación reproduce las dificultades de la traducción interlingüística «en función de la semántica del sistema poético» (1989: 61), es decir, no en el nivel lingüístico sino en el literario. Aunque admite que las mayores variaciones en las «transposiciones intersemióticas» ocurren en el plano de la materialidad, su mayor preocupación es demostrar que «significados casi idénticos pueden construirse a partir de dos textos pertenecientes a sistemas sígnicos distintos» (1989: 84). Así pues, según Clüver, la transferencia de significado ocupa un papel central. Los fenómenos del orden de la materialidad, es decir, del orden de la inscripción de las palabras y de las figuras, se caracterizan por su naturaleza adversa a las transposiciones interartísticas: la inadecuación de la palabra para dar cuenta de lo visual y la violencia que el proceso ecfrástico ejerce sobre la obra plástica, el «texto» visual (1989: 83).

La última aserción puede relativizarse si esta relevancia del significado, entendido por Clüver como una relación denotativa con una referencia fija, como una significación «casi idéntica» entre obras pertenecientes a distintos sistemas estéticos, se reformula en términos de la noción de sentido, entendida como construcción subjetiva y, en consecuencia, interpretativa, que se proyecta sobre el plano de la imaginación del autor y del lector-observador, manteniendo un compromiso de fidelidad con la obra original sujeto solamente a la intención creativa. Desde esta perspectiva, los remanentes del original, para decirlo con palabras de Marcel Proust (1927: 190) sobre sus propias traducciones metaecfrásticas de Ruskin, se dan a leer «como a través del vidrio tosco, pero bruscamente iluminado, de un acuario».(28) Dado que el texto literario ecfrástico nunca ofrece una representación calcada del cuadro o del objeto referentes, la conclusión de Souriau sobre las relaciones interartísticas, que «la imitación exige traducción», puede reformularse como «la traducción implica interpretación».

Para Michael Riffaterre (1994: 221), la interpretación del observador-escritor siempre antecede a la representación e impide que sea una reproducción exacta del original: «lo que se inscribe en el objeto pictórico es un sujeto distinto al del pintor [...] para el escritor, la écfrasis sigue siendo enunciación». Eso revela el propósito de la escritura ecfrástica (Riffaterre 1994: 220-21), que no es otro que construir una ilusión del objeto con elementos que el escritor inventa y no ser fiel a lo que el objeto es. El texto ecfrástico no descifra la obra de arte sino a quien la observa. No es imitación, es un fenómeno que pertenece al orden de la intertextualidad, un plano donde confluyen escritura, imágenes plásticas e imaginación poética. Así se cierra el «círculo mágico de la creación» que Gombrich (1962: 169) analiza en Arte e ilusión, formado por el artista, su obra y la «participación del observador» [beholder's share] que la contempla, es decir, el círculo formado por el escritor-descriptor, el texto y el lector que lo interpreta.

La importancia de la interpretación y las semejanzas entre transposiciones pictórico-literarias y traducción permiten conjeturar que, del mismo modo que, según Walter Benjamin (1967: 87), una traducción roza al original en un punto infinitamente pequeño de la esfera del sentido, el texto ecfrástico toca tangencialmente a la obra de arte en algún punto de la esfera de su incompletud. La imaginación trabaja sobre lo que una obra ofrece de inacabado a la observación o el recuerdo del escritor. «Lo que la imaginación toma por belleza debe ser verdad, haya existido antes o no», escribía John Keats (1951: 17), en una afirmación donde parece resonar el final de su poema «Oda a una urna griega»: «La belleza es verdad y la verdad es belleza... nada más».(29)

Baudelaire (1992: 131, 142) era en teoría enemigo de las mezcolanzas artísticas y escribía: «¿Se debe a una fatalidad de la decadencia que hoy en día cada arte manifieste el deseo de invadir el arte vecino [...]?»; «el avance de un arte sobre otro, la importación de la poesía, el espíritu y el sentimiento hacia la pintura, todas esas miserias modernas, son vicios propios de los eclécticos». Pero, como hemos visto, se revela devoto de las mismas en la práctica. ¿Cómo no iba a atravesar con avidez los umbrales de un territorio que es promesa de fertilidad para la imaginación poética? 

Inacabadas sobre la tela de un cuadro o en los volúmenes de una escultura, las imágenes se completan al ser textualizadas. Quedan encapsuladas en la composición ecfrástica (G. Scott 1991: 301) como las «visiones en una bola de cristal» del poema de Robert Browning, «Pinturas antiguas en Florencia». La escritura ecfrástica paraliza el paso del tiempo que diluye las imágenes al carcomer los materiales de las obras de arte originales.(30) Es écfrasis, cápsula, pero no relicario que guarda una parte, un trazo, de lo desaparecido. Es la aparición en el poema de lo que existe de otro modo, con otra forma, en otra parte: una o varias imágenes «inalterables como pequeñas flores de papel siempre visibles dentro de un pisapapeles de cristal esmerilado», tal como escribía Ezra Pound (1963: 339) en una de sus metáforas más bellas y, a la vez, eficaces, a la hora de hacernos comprender los efectos y los poderes de la imaginería visual literaria.
NOTAS
(11) Los descubrimientos en torno a la naturaleza de la luz fueron decisivos para esta redefinición. El hecho de que consistiera en ondulaciones que se propagan invisiblemente de forma transversal (lux) y no en rayos rectilíneos (lumen), como se leía en los textos de la Antigüedad, confirmó que no todos los fenómenos naturales pertenecen al plano de lo directamente observable (Jay 1993: 29). Los avances científicos y la invención de tecnologías aplicadas a la reproducción de imágenes llevaron a la conclusión de que la visión podía proporcionar sensaciones que no dependían del aquí y ahora del referente. Véase el trabajo de Gillian BEER, «"Authentic Tidings of Invisible Things": Vision and the Invisible in the Later Nineteenth Century», en Teresa BRENNAN y Martin JAY (eds.), Vision in Context. Historical and Contemporary Perspectives on Sight, Nueva York-Londres: Routledge, 1996, que ofrece una interpretación sobre la segunda mitad del siglo XIX, cuando «lo invisible devino un espacio de debate y perturbación» (1996: 85).
(12) «El sentido del tacto formó parte integrante de las teorías clásicas de la visión en los siglos XVII y XVIII. La disociación ulterior de la vista y el tacto se produce en el amplio marco general de la "separación de los sentidos" y la redefinición industrial del cuerpo en el siglo XIX. Una vez que el tacto queda excluido del concepto de visión, el ojo se separa de la red referencial materializada a través de lo táctil y comienza a mantener una relación subjetiva con el espacio percibido. [Se llega así a] la autonomía de la visión» (Crary 1994: 44).
(13) Se ha señalado que la técnica pictórica impresionista se basó en el «método experimental» de los «círculos cromáticos» que Eugène Chevreul (1864) desarrolló en Des couleurs et de leurs application aux arts industriels. Véase BRUSATIN, Mario, Historia de los colores,  Barcelona: Paidós, 1997.
(14) De Gourmont (1922: 44) afirma sobre los escritores que practican el primer estilo: «hay hombres en quienes toda palabra suscita una visión y que nunca redactaron la descripción más imaginaria sin tener el modelo exacto ante su mirada interior».
(15) Cf. «Desde Baudelaire hasta Valéry, [...] el problema sobre cómo concebir la relación entre el lenguaje y la experiencia óptica fue resolviéndose de manera tan inquietante que quizá era inevitable que poetas y pintores usaran, aunque fuera torpemente, el vocabulario de la ontología y la epistemología de la percepción» (Collier y Lethbridge eds. 1994: 11).
(16) Véanse CALVO SERRALLER, Francisco, «El Salón», en Valeriano BOZAL (ed.), Historia de las ideas estéticas y las teorías artísticas contemporáneas, vol. I, Madrid: Visor, 1996, pp. 165-178; y Connaissance des Arts, París: 1995, p. 15, número extraordinario en ocasión de la muestra Origins of Impressionism en el MMA de New York. A las dimensiones del fenómeno referido puede agregarse la información de Eric Hobsbawn (1998: 295-6) sobre el número de visitantes de la exposición oficial de la Royal Academy de Londres: 90.000 asistentes en 1848, 400.000 en 1870.
(17) «La pérdida de público empuja al poeta a una suerte de subproletariado artístico, expoliación que sólo puede compensar mediante la convicción altanera en su genio o la aceptación de su maldición convertida en algo gratificante» (Dalançon 1990: 65).
(18) Recogido en una carta a M. Aupick (17 de julio de 1838), donde Baudelaire intenta disculparse por haber encontrado tan pocos cuadros en el museo que le resultaran valiosos.
(19) La primera referencia a los poemas como proyecto de escritura -un projet au panier- se lee en su correspondencia personal del año 1857 (Carta a Poulet-Malassis, 25 de abril) (Baudelaire 1993: 395), cuando se publicaron los Poemas nocturnos en Le Présent.
(20) «En cuanto al Salón, ¡ay! ¡Te mentí un poco, casi nada! Realicé una visita, UNA SOLA, consagrada a la búsqueda de las novedades, aunque bien poco fue lo que encontré; en cuanto a los nombres de siempre, o los nombres simplemente conocidos, me confío a mi ajetreada memoria, excitada por el folleto» (16 de mayo de 1859, 1999: 578). Una carta anterior (14 de mayo de 1859) confirma la misma información.
(21) Compárese: «Baudelaire se apropió sutilmente de las cualidades de la pintura de Delacroix, que tanto admiraba, y las tradujo como equivalentes literarios. La clave de la originalidad de Baudelaire radica en el hecho de que, en lugar de usar a otro escritor como modelo para su trabajo, encontró en Delacroix un ejemplo del artista ideal, un "poeta pintor"» (Johnson 1980: 13).
(22) En 1861, Baudelaire titula por primera vez como poëmes en prose a  un conjunto de textos que fueron publicados en la Revue Fantaisiste. Sobre la incidencia que las relaciones de la literatura con la pintura tuvieron en la génesis y el desarrollo del poema en prosa, me he referido a ello en «Efectos de la imagen en la conformación moderna del sistema de los géneros literarios», Literatura Argentina. Perspectivas de fin de siglo, Ma. Celia VÁZQUEZ y Sergio PASTORMERLO (eds.), Buenos Aires: Eudeba, 2001.
(23) Carta a Charles de Sivry, 27 de octubre de 1878.
(24) Es el caso de «Short Epiphanies: Two Contextual Approaches to the French Prose Poem» de Michael DE BEAUJOUR (Caws y Riffaterre eds. 1983: 47): «La conexión íntima entre las artes visuales y el poema en prosa explica por qué este último siguió siendo completamente descriptivo, anecdótico y mimético: de algún modo, debe estar relacionado con el tema de un cuadro». Véase también Suzanne BERNARD,  Le poème en prose. De Baudelaire jusqu'à nos jours, Paris: Nizet, 1994; Sima GODFREY, «Baudelaire's Windows»,  en L'Esprit Créateur, 22: 4 (1982), pp. 83-100;  Renée R. HUBERT, «La technique de la peinture dans le poème en prose», en Cahiers de l' Association Internationale des études françaises,  18 (1966), pp. 169-178; Philippe ORTEL, «Le poème en prose généré par l'image (Baudelaire et Banville)», en La Licorne, «L'image génératrice de textes de fiction» (1996), pp. 63-75;  Michel SANDRAS, Lire le poème en prose, París: Dunod, 1995; y Jean-Luc STEINMETZ, «À l'heure des merveilles», prefacio a Arthur RIMBAUD, Ouvres,vol. III, París: Flammarion, 1989.
(25) Es pertinente recordar el entusiasmo de Oscar Wilde (s/f 1119), que afirmó: «La idea de crear un poema en prosa a partir de una pintura es excelente».
(26) Lee McKay Johnson (1980: 2) describe las circunstancias y consecuencias de dichos experimentos: «los escritores desafiaron a los pintores y crearon diferentes equivalentes literarios de la estructura de una pintura, formas que se organizaron según un ideal de la totalidad y se diseñaron para operar en simultaneidad teórica. En larga historia de la artes hermanas [sister arts] como dictum estético, nunca se había producido en literatura un intento deliberado de duplicar los aspectos estructurales de una pintura». La noción de «simultaneidad teórica» aspira a describir el mismo fenómeno que Joseph Frank (1945) definió como «forma espacial literaria» [spatial form in literature]. David Scott (1988: 123) reelabora la noción de «textos literarios espaciales» en Pictorialistic Poetics: «son aquellos que, al destacar la materialidad de la palabra como un significante [visual], dependen de la atención visual -así como de la auditiva- para provocar un efecto intenso. [...] en la mayoría de los casos, surgen de una tradición literaria impregnada por las artes visuales, [...] las interrelaciones entre las diferentes partes de los textos tienden a captarse de forma simultánea o a través de estrategias de lectura múltiples (y multidireccionales) entre las cuales el modelo tradicional, lineal y horizontal, constituye sólo una variante de las opciones que se ofrecen al lector».
(27) Sobre la historia del género, véase Webb (1999: 7-18). Transcribo la definición de écfrasis de Spitzer (Hatcher ed. 1962: 72) en «The "Ode on a Grecian Urn" or content vrs. metagrammar»: «[la Oda] pertenece al género, conocido para la literatura occidental desde Homero y Teócrito hasta los parnasianos y Rilke, de la écfrasis: la descripción poética de una obra de arte pictórica o escultórica, cuya descripción implica —en términos de Théophile Gautier— une transposition d'art, la reproducción, por medio de palabras, de objets d'art perceptibles sensorialmente (ut pictura poesis)».
(28) Puede  que una traducción de las descripciones de Ruskin se convierte en un texto metaecfrástico, donde —como señala Mary Ann Caws (1982: 5) acerca de las estrategias cognitivas mediante las que se perciben las relaciones entre literatura y pintura— «no hay [...] influencia de un arte sobre otro, sino más bien el encuentro de éstos en la reflexión de la mente mientras trabaja». También pueden calificarse de metaecfrásticas las descripciones de Gautier (1991) sobre el estilo «crepuscular» de algunos poemas de Baudelaire: «Esos rojos cobrizos, esos oros verdes, esos tonos turquesa que se funden con el zafiro, todas esos matices que se queman y descomponen en el gran incendio final, esos nubarrones de formas extrañas y monstruosas atravesadas por haces luminosas y parecidas al gigantesco hundimiento de una Babel áerea»; sobre sus transposiciones: «Don Juan en los infiernos. Es un cuadro de una grandeza trágica, pintado con un color sobrio y magistral sobre la llama lóbrega de bóvedas infernales» (72); y hasta sobre el aspecto formal de sus versos: «Esos grandes alejandrinos de los que hablamos siempre, que se acercan cuando el tiempo es calmo para morir en la playa con la tranquila y profunda ondulación del oleaje que llega de lejos, que se rompen a veces en enloquecida espuma y lanzan en lo alto blancos vapores contra algún arrecife altanero y feroz para volver a caer enseguida como lluvia amarga» (83).
(29) Carta de Keats a Benjamin Bailey,  22 de noviembre de 1817.
(30) Consecuencias destructivas del tiempo que Philip Larkin interpreta en un poema sobre un grupo escultórico del interior de la catedral de Chichester como: «Their supine stationary voyage/ The air would change to soundless damage».
La relación entre poesía y pintura p. 2 Derechos de autor p. 4