Saltana José Mor de Fuentes y su traducción de Gibbon Revista de literatura i traducció A Journal of Literature & Translation Revista de literatura y traducción
ÍNDICE
1.- Gibbon en la cultura hispánica
2.- La traducción en la época de Mor de Fuentes
3.- Vida y traducciones de Mor de Fuentes
      3.1.- Años de formación
      3.2.- Vocación literaria
      3.3.- Viaje a París
      3.4.- Últimos años: traducciones
      3.5.- Un repentista de la traducción
4.- La traducción de Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, de Edward Gibbon
El día o, mejor dicho, la noche del 27 de junio de 1787, entre las once y las doce, escribí las últimas líneas de la última página en un cenador del jardín. Tras depositar la pluma, di varias vueltas por un berceau, nombre que recibe el sendero cubierto de acacias que domina las vistas sobre el campo, el lago y las montañas. El aire estaba templado; el cielo, sereno; la plateada esfera de la luna se reflejaba en las aguas y la naturaleza guardaba silencio. No ocultaré mis primeras emociones de alegría al recobrar la libertad y, tal vez, alcanzar la fama. Pero mi orgullo quedó pronto humillado y una sobria melancolía se extendió por mi espíritu a la par que la idea de que acababa de despedirme para siempre de un viejo y agradable compañero y que, cualquiera que fuere el futuro de mi Historia, la existencia del historiador debe ser breve y precaria.

Memoirs of My Life, Edward Gibbon


La noche de otro 27 de junio, doscientos trece años más tarde, una traductora (nacida, igual que Gibbon —otra curiosa casualidad—, un 8 de mayo) (1) cerró el archivo informático que contenía su versión de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano y se dispuso a enviarlo a la editorial Alba, de Barcelona, por correo electrónico.

Estas páginas —o bytes— son producto de la curiosidad y las reflexiones surgidas a lo largo de los diez meses que dediqué a la traducción de esta obra. Tuve ante mí, durante todo el proceso, la traducción de la Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Mor de Fuentes y si bien, como es natural, nuestras versiones son muy distintas, desearía rendir homenaje a su trabajo y, al mismo tiempo, reclamar atención para todos aquellos traductores que han pasado sin transición de la oscuridad al olvido.


1.-  Gibbon en la cultura hispánica

Gibbon, autor clásico en lengua inglesa, nació un 8 de mayo (un 27 de abril según el cómputo del tiempo del momento) de 1737 en Surrey y murió en Londres en 1794. Su monumental obra, titulada The History of the Decline and Fall of the Roman Empire, supone una aportación fundamental al campo de la historiografía, en la que supo combinar como nadie una erudición extraordinaria (2) con una reflexión filosófica sobre el hombre y la historia. Estas meditaciones constituyen, a mi parecer, la parte fundamental de su obra y lo que le ha permitido sobrevivir al paso del tiempo sin perder un ápice de interés: resulta apasionante leer su explicación del modo en que los bárbaros fueron introduciéndose en un Imperio apático y ensimismado, y extrapolar la situación a nuestros tiempos. Sin embargo, la influencia de Gibbon no se limita a los estudios históricos: su huella es considerable en la lengua y la literatura, hasta el punto de que en inglés se utiliza el adjetivo gibbonian para referirse a un estilo que creó escuela, de párrafos largos y soterrada ironía. Este peculiar sentido del humor es uno de sus mayores atractivos. A modo de ejemplo, veamos lo que Gibbon comenta sobre el hijo de Gordiano:

Veintidós concubinas reconocidas y una biblioteca de sesenta y dos mil volúmenes daban fe de la diversidad de sus inclinaciones; y por los frutos que dejó tras él, se diría que tanto las primeras como la segunda estaban destinadas al uso y no a la mera ostentación.

No me extenderé sobre Gibbon, sobradamente estudiado por sus compatriotas. Sin embargo, sí parece interesante destacar algo que llama la atención cuando se intenta estudiar el eco que pudo tener su obra en la España de su época: sin duda, su repercusión fue mucho menor de la que merecía. Eso se debió a que sus escritos estaban condenados por el Santo Tribunal de la Inquisición y, por lo tanto, la Decadencia no se pudo leer en castellano hasta 1842, año en que el editor Antonio Bergnes de las Casas publicó la traducción a Mor de Fuentes en ocho tomos. Es decir, con cincuenta y cinco años de retraso en relación con la publicación de la obra original.

Según Jesús Cáseda,(3) estudioso de la obra de Mor de Fuentes, la traducción de la obra gozó de gran fama en España, «donde se hicieron varias ediciones, siendo precursora de una nueva historiografía que dará frutos bien granados en la época romántica». Lamento decir que no he podido satisfacer mi curiosidad sobre esta cuestión: en la Biblioteca Nacional (Madrid) no se encuentra ninguna obra, ninguna tesis doctoral sobre Gibbon y su influencia en España (aunque tal vez haya que buscar en revistas de universidades extranjeras...). Olives Canals,(4) que ha estudiado la tarea editorial de Bergnes, no indica qué tirada tuvo la obra de Gibbon ni si hubo reediciones; o si se encargó de ello Juan Oliveres, ya que los tres últimos tomos llevan su pie de imprenta. Tampoco se encuentra en la Biblioteca Nacional ninguna reedición de la obra hasta 1984, cuando la editorial Turner publicó de nuevo la traducción de Mor en una reproducción facsimilar, también en ocho tomos.(5) Sin embargo, es posible que por España circularan ejemplares en inglés o, más probablemente, en francés, del mismo modo que sucedía con la obra de otros autores censurados.

Actualmente, la versión que he realizado para la editorial Alba es la única disponible en castellano, puesto que la de Turner ya no se encuentra en las librerías. Sin embargo, no es una edición completa, sino traducción de la edición abreviada de Dero A. Saunders, que incluye gran parte de la primera mitad de Decadencia y caída —aproximadamente, desde la época de los Antoninos hasta el fin del Imperio de Occidente—. No sólo es la parte más interesante sino que, además, es la que mejor ha resistido el paso del tiempo. Saunders, para conseguir condensar unas tres mil páginas en setecientas, omite algunos capítulos que no forman parte integral de la narración básica y así lo indica en nota a pie de página. Resume otros fragmentos, que aparecen en cursiva, y, por último, elimina casi todas las notas a pie de página —que en la edición original constituían casi una cuarta parte del volumen total—. Según Low, las notas eran meras «charlas de sobremesa»; según Philip Guedalla, Gibbon vivió gran parte de su vida sexual en las notas a pie de página. El lector curioso puede averiguarlo por sí mismo.

De acuerdo con la cuantificación de Saunders, su versión está integrada por un 96 por ciento de Gibbon y un 4 por ciento de él mismo. Añade éste que se ha tomado la libertad de «alterar la puntuación y los párrafos de Gibbon a lo largo de toda la obra. De acuerdo con los criterios actuales, los lectores tendrían derecho a lamentarse de que Gibbon empleara mucha puntuación y pocos párrafos». La traductora no comparte este criterio del editor y, puesto que el lector español está perfectamente acostumbrado a leer párrafos largos con más de un par de signos de puntuación, en este terreno se ha permitido la libertad de imponer el gusto de Gibbon sobre el de Saunders.

Ante la frustración que supone para la traductora no haber podido trasladar la obra completa, resulta un consuelo la afirmación de Carlos García Gual: «Esta edición abreviada está muy bien hecha, conserva lo esencial y permite apreciar bien la brillantez y grandeza de la Decadencia y caída del Imperio Romano».(6)

Así pues, la monumental obra de Gibbon sólo ha tenido una traducción y media al castellano Y no nos consta que se tradujeran nunca otras obras de menor entidad, como el Essai sur l'étude de la littérature, escrito en francés en 1761, o las respuestas a las críticas a su Historia, titulada A Vindication of some Passages in the Fifteenth and Sixteenth Chapters. Sí se tradujo, en cambio, su Autobiografía, que editó Espasa Calpe.(7)

No es mucho, si lo comparamos con lo sucedido en Francia: Leclerc de Septchênes tradujo el primer tomo en 1777, cuando Gibbon ni siquiera había terminado la obra completa, con gran satisfacción por parte del autor, pero la muerte le impidió seguir adelante. A finales del XVIII, salió a la luz la versión íntegra de Histoire du déclin et de la chute de l'Empire Romain de Lemeunier, Cantwell y Boulard; como, al parecer, ésta dejaba que desear, Guizot decidió emprender otra traducción o, mejor dicho, añadir notas —¡más!— y un prólogo a la traducción de su esposa. Esta versión, de 1812, tuvo mucho éxito y es la que se encuentra normalmente en las librerías, editada por Robert Laffont; no obstante, se publicó más tarde, en 1838, otra de Buchon —bastante inspirada en las anteriores— y una más, por J. Rémillet, que sigue la versión abreviada de D. M. Low.

No cabe aquí hablar de la repercusión de la obra de Gibbon en Francia —enorme, facilitada porque, en cierto modo, él estaba muy próximo al mundo cultural francés y a sus enciclopedistas—, si bien resulta interesante comparar el interés de los franceses del XVIII por traducir las obras importantes publicadas en otros idiomas, así como la agilidad y rapidez de su mundo editorial, con la lentitud y cerrazón que imperaban en la España de la censura y el Índice.

Así pues, mientras en el mundo anglosajón Gibbon es un pilar literario indiscutible, apenas parece tener cabida en las historias de la literatura universal escritas en España. José María Valverde,(8) aunque reconoce que «Gibbon es el último estoico plenamente satisfecho, el verdadero Montaigne inglés», siente por él una antipatía manifiesta:

Sus párrafos, lentos y elegantes, parecen ensalzar la religión y la moral cristianas, pero astutamente dejan su veneno de oculta burla ante lo que él consideraba «superstición» y «barbarie», por su fe racionalista. Por ejemplo, finge reprochar a los filósofos e historiadores romanos su desatención a los primeros milagros del Cristianismo, para insinuar así implícitamente la idea de que no hubiera tales milagros. Y para remachar su intención, insiste hipócritamente en otros prodigios y fenómenos, sin relación con el Cristianismo, que sí fueron anotados por los escritores latinos. Hay que decir, sin embargo, que no es el Cristianismo su único blanco; lo mismo hable de Mahoma o de un colegio universitario de Oxford, aplica siempre el mismo método de corrosión indirecta, método que resulta literariamente admirable cuando se lee un fragmento, pero que a la larga puede llegar a hastiar. Sobre todo, cuando detrás de su obra, vemos asomar la persona de Gibbon, tan satisfecho de sí mismo, pero ocultando también su orgullo detrás de una aparente objetividad humilde de historiador positivo.

Como siempre, el problema está en la cuestión religiosa, en los famosos capítulos XV y XVI de su Historia. Antipatía que ya manifestó antes Marcelino Menéndez y Pelayo,(9) aunque tampoco nos ayuda a aclarar en qué mentes españolas sembró Gibbon «los gérmenes» de la Enciclopedia:

No sólo a Francia, no sólo a los países latinos, Italia y España, se extendió el contagio [de la Enciclopedia]. La misma Inglaterra, que había dado el primer impulso, se convirtió en humilde discípula de la impiedad francesa y le dio discípulos que valían más que los maestros. Así el escéptico David Hume, cuya filosofía tiene mucha semejanza con lo que llaman ahora neo-kantismo, y el historiador Gibbon, ejemplo raro de erudición en un siglo frívolo. ¡Lástima que quien tanto conoció los pormenores, no penetrase nunca el alto y verdadero sentido de la historia, y que, adorador ciego de la fuerza bruta y de monstruosa opulencia y del inmenso organismo del Imperio Romano, sólo tuviera para el Cristianismo palabras de desdén, sequedad y mofa!

Este somero examen nos hace pensar que el catolicismo consiguió su objetivo y, una vez más, cerró con eficacia las fronteras culturales, obstaculizando de modo definitivo e irreversible la difusión de un autor poco grato.

Parece necesario llegar hasta Borges (10) —aunque, probablemente, leería en inglés la obra que él titula Declinación y caída del Imperio Romano— para encontrar un autor en lengua castellana que lo aprecie debidamente:

Dos cualidades, que parecen excluirse, la ironía y la pompa, se unen en la obra de Gibbon, que es el momento histórico más importante de la literatura inglesa y uno de los más importantes del mundo.

Borges escribió en 1961 un interesante prólogo al primer volumen de una colección de textos bilingües de autores clásicos publicada por la Universidad de Buenos Aires; la discutible traducción de los textos corrió a cargo de Susana Chica Salas y la acompaña una selección de fragmentos sobre Gibbon de Coleridge —«el estilo de Gibbon es detestable, pero no es lo peor de él»—, Sainte-Beuve y Lytton Stratchey. Borges termina el prólogo con la siguiente valoración:

Recorrer el Decline and Fall es internarse y venturosamente perderse en una populosa novela, cuyos protagonistas son las generaciones humanas, cuyo teatro es el mundo, y cuyo enorme tiempo se mide por dinastías, por conquistas, por descubrimientos y por la mutación de lenguas y de ídolos.


2.- La traducción en la época de Mor de Fuentes

Lo primero que sorprende cuando se intenta, simplemente, satisfacer la curiosidad personal —no ya abordar un trabajo de investigación— sobre la difusión y traducción al castellano de obras inglesas en los siglos XVIII y XIX es la escasa bibliografía disponible. Muy pocas obras dedican un capítulo específico a la traducción como un género literario más; sólo la mencionan como puerta de entrada, por lo general, falsa.

La Historia de la literatura española dirigida por Víctor García de la Concha (11) dedica un pequeño capítulo a la recepción en España de la novela europea:

La novela europea entra en España mediante traducciones del francés, principalmente. Novelas originales en francés son pocas las que llegan, en parte por la acción de la censura, en parte porque no eran muchos los que podían comprar libros extranjeros y leerlos. La cantidad de escritores que se dedicaban a traducir cualquier tipo de literatura dio pie a crítica por parte de aquellos que despreciaban su labor y a que varias voces se elevaran pidiendo la creación de una Academia de traductores en 1785. A pesar de las críticas que se hacían a estos traductores, que, frecuentemente, tenían una deficiente preparación en materia de lenguas, su labor fue decisiva, tanto para el conocimiento de nuevas formas narrativas como para la consolidación de la novela entre nosotros.

De todo esto se deduce lo excepcional de la figura de Mor de Fuentes en su época —traductor del latín y el griego, inglés, francés y alemán, e introductor de Goethe y Rousseau—. Y, sin embargo, resulta difícil encontrar referencias a su trabajo.

La obra de Ruiz Casanova,(12) de reciente publicación, constituye una excelente herramienta de trabajo. Según cuenta este autor, los estudiosos coinciden en resaltar la conciencia que tenían los contemporáneos de la escasa calidad de las traducciones literarias del momento. E. Allison Peers (13) en su Historia del movimiento romántico español señala:

No es, pues, de extrañar que cuando el nivel de la novela empezó a mejorar lentamente, concedieran los autores gran importancia en las portadas de sus obras a la frase «novela original» y que los editores comenzaran a hacer hincapié en el hecho de que la colección de novelas que editaban no comprendía traducción alguna. Sin embargo, aunque malas, estas traducciones eran recibidas con avidez, y pasaron a formar el núcleo o aún el grueso de colecciones enteras de novelas como las de Olive, Bergnes y Cabrerizo.

Son conocidas también las protestas de Larra (14) contra la calidad de las traducciones, especialmente teatrales:

La tarea, pues, del traductor no es tan fácil como a todos les parece, y por eso es tan difícil hallar buenos traductores; porque cuando un hombre se halla con los elementos para serlo bueno, es raro que quiera invertir tanto trabajo sólo en hacer resaltar la gloria de otro. Entonces es preciso que sea muy perezoso para no inventar, o que su país tenga establecida muy poca diferencia entre el premio de una obra original y el de una traducción, que es precisamente lo que entre nosotros sucede.

Aunque lo que preocupa principalmente a Larra es que se escribe poco y los editores, en su afán de lucro, prefieran recurrir a traducciones para las que «no se necesita más que atrevimiento y diccionario».(15)

Suelo traducir para el teatro la primera piececilla buena o mala que se me presenta, que lo mismo pagan y cuesta menos; no pongo mi nombre, y ya se puede hundir el teatro a silbidos la noche de la representación. ¿Qué quiere usted? En este país no hay afición a estas cosas.


3.- Vida y traducciones de Mor de Fuentes

Sin duda, Mor de Fuentes disponía tanto de atrevimiento como de diccionario, ya que como cuenta en su autobiografía, titulada Bosquejillo de la vida y escritos de José Mor de Fuentes, delineado por él mismo (Barcelona, 1836), gracias a unos libros en alemán regalados por Reding «y un diccionarillo, en breve tiempo vine a quedar corriente en aquel idioma». Mor no se distinguió por su modestia, pero un breve repaso a su biografía y a su obra nos indica que se trataba de un individuo con un talento poco común, probablemente similar al que atribuye a su hermano menor:

El tercero, D. Joaquín, si la ilusión de la sangre no me ofusca, fue uno de los talentos más peregrinos, y el fenómeno más extraordinario que tal vez produjo la naturaleza. Sin abrir la gramática, solo de oídas, aprendió el latín con tal perfección que calaba y retenía a Plauto (uno de los clásicos, como se sabe, más trabajosos) como leemos y entendemos generalmente el Quijote. Otro tanto le sucedía con el francés, poseyéndolo por asalto, sin auxilio de gramática ni diccionario, y este entendimiento tan esclarecido y tan ajeno de todo vicio y de toda flaqueza, vivió siempre arrinconado, gracias a la irracionalidad de nuestra legislación y nuestras instituciones.

José Mor de Fuentes —sus verdaderos apellidos eran Mor y Pano— nació en Monzón en 1762, «de familia más bien ilustre que opulenta»,(16) y murió allí mismo en 1848. Fue ingeniero, sirvió en la marina, dirigió periódicos, tradujo y escribió obras en verso y prosa de cierto éxito en su época, entre las que cabe destacar La Serafina —«delicada y singular novela», según Pere Gimferrer—(17) y el citado Bosquejillo.(18) Poco se sabría sobre él si Azorín no hubiera emprendido la tarea de rescatar su memoria, incluyéndolo en la categoría de autores raros «mezcla de aventureros y de literatos, de que las letras castellanas nos ofrecen tan peregrinos ejemplos».(19) Según Azorín:

Su estilo no es el estilo lento, desvaído, uniforme, generalmente empleado por sus coetáneos; en estas páginas del Bosquejillo... aparece ya la prosa viva, enérgica, real, plástica, pintoresca que más tarde habría de desenvolverse bajo la pluma de escritores más cercanos a nosotros.

Afortunadamente, en fechas más recientes se ha llevado a cabo una importante tarea de investigación sobre su vida y su obra que nos ha permitido conocer a un escritor «menor», que conoció cierta fama en su época pero no resultó afortunado por la criba de la historia. Su novela, su poesía o sus obras de teatro resumen buena parte de la temática literaria de su tiempo. Fue contemporáneo de Moratín hijo, de Jovellanos y de otros eximios ilustrados; y pocos le aventajaron en el conocimiento de Goethe, de las obras inglesas o de la literatura sentimental contemporánea.(20)


3.1.- Años de formación

En este intento de sacar a la luz su labor traductora, haremos un breve repaso a su biografía en relación con la traducción, tomando como hilo conductor el Bosquejillo. Vemos en él que su afición a las letras fue muy temprana:

Me aferraba más y más en mi pasión a la lectura encerrándome con el Quijote, Solís, etc., a la parte de afuera del balcón más retirado que caía hacia el interior de la casa. Esto sucedía a la edad de 6 ó 7 años; a la de diez traduje los tres primeros libros de Solís en latín [se refiere a la Conquista de Méjico], compuse muchos versos latinos, pero ninguno en castellano. Como a los once años, contrastando los ayes y lágrimas de mi inconsolable madre, se empeñaron mis deudos y allegados en que había de ir a helarme por la lobreguez de la tristísima y barbarísima universidad de Zaragoza, a decorar a viva fuerza las irracionalidades de la rancia filosofía peripatética. Por mi instinto, mas poderoso y atinado que la piara de los Catedráticos y demás escolares, miré siempre con asco mortal aquellas insensateces, y mi celebro, de continuo doliente y voluntarioso, desechó la ponzoña, y salió en tres años absolutamente virgen de los asaltos de la barbarie.

Tras la universidad, emprende un viaje a Francia:(21)

Por un incidente, poquísimo interesante para los extraños, me enviaron a Tolosa de Francia, donde me puse corriente en el francés, me perfeccioné en el latín, y aprendí el griego, con un profesor llamado M. Menard, que me manifestó una afición particularísima.

Regresa de Francia y pasa a estudiar al Real Seminario de Vergara, fundado en 1776 por la Sociedad Económica Vascongada, uno de los mejores centros de enseñanza de aquel tiempo. Ahí cursa humanidades, matemáticas, química y empieza con el inglés, lengua que con el tiempo llegaría a dominar, a pesar de no haber puesto nunca los pies en Gran Bretaña (ni Alemania o Italia, de cuyas lenguas también tradujo con notable éxito). Sin ninguna precisión en las fechas, Mor explica:

Iba ya entrando en la mocedad, y era forzoso tratar de emprender una carrera. Fui a Madrid, y preferí por último la de la marina, en clase de ingeniero.


3.2.-  Vocación literaria

Antes de ir a Madrid, estudia matemáticas en la academia militar de Barcelona. De ahí pasa a Cartagena, donde es alférez de fragata, y empieza sus tareas literarias traduciendo del griego:

Vino por fin el arranque, inspiración, flujo u lo que fuere, de meterme a escritor, y así como los aficionados suelen echar mano para sus estrenos de las comedias de más difícil desempeño, yo también quise empezar por la cumbre.

Quiso traducir una edición de Tucídides «con el texto escueto y mondo, sin versión latina, sin comentario», sin diccionario ni gramática. No sólo en esta ocasión declara que traduce sin diccionario: es más, parecía tenerlo a gala.

En suma, repitiendo el audaces fortuna juvat de Virgilio, se me encasquetó verter la brillante introducción de aquel escritor tan clásico, y la corregí en pocos días, reservando el manuscrito que después se imprimió con aceptación en Zaragoza.

Hacia de 1796, antes de pedir licencia real para abandonar la Armada, pasa por Barcelona, donde:

Traté particularmente al famoso Don Teodoro Reding, el héroe de Bailén, quien, al verme deseoso de aprender el alemán, me facilitó y aun regaló libros, con los cuales y un diccionarillo, en breve tiempo vine a quedar corriente en aquel idioma. Media la particularidad de que en inglés el poseer completamente los prosistas de nada sirve para entender la poesía, cuyo alcance requiere un nuevo estudio; pero el alemán es siempre más llano, y su poesía casi ninguna dificultad viene a aumentar sobre la prosa.

Regresa a Cartagena, donde cultiva la poesía mientras estudia alemán e italiano; debe regresar a Zaragoza, para reclamar parte de su herencia —pleiteó en más de una ocasión, sin ningún éxito, para defender parte de sus bienes— y allí va preparando los materiales de La Serafina, que se publicará en 1797.

Entre los libros que me regaló Reding, había uno, después muy conocido, del célebre Goethe, intitulado los Quebrantos o las Cuitas de Werther, que después he traducido, en cartas reales o supuestas del héroe a un amigo. Determiné dar la misma forma a mi pensamiento, pero sin guardar la más remota semejanza con el tudesco. La Serafina logró desde luego tal aceptación por la novedad del intento, por sus afectos, y sobre todo por su lenguaje, que además de la edición de Madrid, me la reimprimieron inmediatamente a hurtadillas, o como dicen, me la contrahicieron a un mismo tiempo en Málaga y en Barcelona, 1798.

Decidido a dedicarse por completo a la literatura, regresa a Madrid en 1797 para publicar La Serafina y allí publica una «Traducción. Oda 30 de Horacio» en el Diario Curioso de Madrid del 21 de noviembre firmada como J. M. y P. Unos meses más tarde da a la imprenta Cano las Poesías de Horacio, con un comentario crítico en castellano. Cáseda nos explica el motivo de estas traducciones de autores clásicos: no sólo era una moda que cultivaban los escritores españoles desde los años setenta —Iriarte, Samaniego, Moratín hijo o Cienfuegos— sino también uno modo de hacerse un hueco entre los escritores cultos «cuyas calidades eruditas tenían ocasión de ponerse de relieve en las traducciones anotadas de los autores clásicos».

Señala Cáseda que Menéndez Pelayo, que estudió estas traducciones en su Biblioteca de traductores españoles y en Horacio en España, consideraba que «el comentario de las odas honra en extremo la ciencia y laboriosidad de Mor de Fuentes, y aun demuestran en él ciertas dotes críticas. El análisis de Diffugere nives es muy notable». Sin embargo, Ildefonso-Manuel Gil (22) destaca que, en un ejemplar de Isabel II, poema de la biblioteca de Menéndez Pelayo en Santander aparece una nota de éste indicando «Isabel II, abominable poesía de Mor de Fuentes». Mucho no apreciaría su trabajo, ya que no lo incluyó en su Biblioteca de Traductores.

En seguida publiqué las Odas de Horacio con un comentario crítico en castellano, y el Ensayo de traducciones, comprendiendo varios trozos de Tácito y de Salustio. Conseguí traducir la Germania, estrechando todavía el laconismo del original, sin que a mi parecer desmereciese un átomo su empuje y despejo. Clemencín vertió ancha y fríamente el Agrícola y algún trocillo suelto de los que van al fin del libro; lo demás todo es absolutamente mío, siendo yo auxiliado, y no auxiliar, como se dijo equivocadamente en el bosquejo que, acerca del citado Clemencín, trajeron los papeles públicos. Estas dos obras, de mucho más trabajo y trascendencia que la Serafina, aunque se fueron despachando, no merecieron grande acogida, a lo menos por el pronto. Después se ha buscado el Tácito con ahínco, y habiéndose hace muchos años apurado la impresión en las librerías, no hemos tratado de reimprimirlo.

Este Ensayo de traducciones que comprende la Germania, el Agrícola y varios trozos de Tácito con algunos de Salustio, un discurso preliminar y una epístola a Tácito, se publicó en la Imprenta de Benito Cano de Madrid en 1798. Este «discurso preliminar» contiene una teoría acerca de la traducción, algo poco frecuente en la época que demuestra hasta qué punto Mor consideraba importante esta tarea.

Hacia 1810 traduce el Cementerio de la Magdalena, de Regnault-Warin con ayuda de su buen amigo Eugenio Tapia; lo edita la Imprenta de José Ferrer de Orga y Compañía.

Por estar más inmediato a mi Aragón, pasé a Valencia, donde empecé a publicar un periódico dos veces a la semana, intitulado el Patriota, cuyos primeros números merecieron grande aplauso; pero habiendo tenido que irse el Impresor a Mallorca, los demás no quisieron orillar las obras que tenían entre manos por la mía, y así fue preciso cesar en mi tarea.

Entretanto un librero bien conocido me propuso traducirle el Cementerio de la Magdalena, novelucha semihistórica, para mí de poquísimo mérito, pero apropiada a las circunstancias. Su estilo era desencajado, y así se hacía forzoso decorar un párrafo y luego de memoria verterlo todo en castellano. Aun con este ejercicio tan violento, despaché el primer tomo en cinco días, pero estas mismas despachaderas se le indigestaron al sandio librero, el cual se fundaba en la imposibilidad para él, de un desempeño acertado con tan inaudita rapidez. Desprecié su absurdo reparo, y tardé mucho más tiempo expresamente en el tercero, con lo cual mereció su ridícula aprobación, aunque venían a ser absolutamente iguales. El buen Tapia, que se apareció también por Valencia, propendiendo igualmente por su blandura al dictamen del mercachifle, se encargó del tercero, y el cuarto cupo a una mano totalmente despreciable. Lo cierto es que esta obrilla tan baladí rentó al solícito empresario larguísimas onzas.

En Madrid es testigo de los acontecimientos del 2 de mayo y durante la guerra de la Independencia, se encarga de la publicación de los periódicos El Patriota y La Gaceta, cuyos redactores los han abandonado, para lo cual traduce o extracta los periódicos ingleses. Participa en la defensa de Zaragoza contra «la francesada».

En la década de los veinte viaja a Francia; algunos estudiosos dicen que exiliado, pero nada dice de ello Cáseda, y sus memorias cuentan lo siguiente:

Avasallada la nación y venido a Zaragoza, un sayón de Policía acongojó sobremanera y trastornó todo el pueblo, pero al menos en mi lugar disfrutaba sosiego; empecé a padecer suma flojedad de nervios, con calambres incesantes, con especialidad por la noche, y este achaquillo junto con mis perpetuos y tristísimos desvelos, me puso en la necesidad de pasar a Bañeras de Bigorra, para tomar aguas marciales, o de hierro, que son esencialmente tónicas y provechosas.

En 1826, «al acercarse la temporada de las aguas, volví a Bañeras»; no mucho después, regresa «reempozado en mi secatura monzonera».


3.3.- Viaje a París

En febrero de 1833 viaja a París, realización de un deseo largo tiempo aplazado. Esta estancia —mansión, dirá él—, a pesar de su brevedad, ocupa más de la mitad de la extensión total de su autobiografía, tal es el entusiasmo que siente por Francia:

Dígase cuanto se quiera del gobierno, al viajar por Francia se ve que el país está en prosperidad, pues por donde quiera andan construyendo, mejorando y adelantando, lo que seguramente no sucede en Aragón, Castilla, Extremadura, Andalucía, etc., donde si cae una casa, allí se queda, si se inutiliza un camino, un puentecillo etc., así se está; pero con tal que tengamos muchas secretarías y oficinas, con secciones y subdivisiones, y sueldazos bestiales con alamares y relumbros, poquísimo importa que expire la labranza entera. Está demostrado que todas las plumadas imaginables de todas las oficinas del universo ni producirán una espiga, una aceituna o un racimo, ni plantearán jamás un telar, o un ramo de industria; pero vamos adelante, viva el delirio.

Ahí vive en una fonda, cerca de la calle de Richelieu. Visita la ciudad y sus monumentos, la Biblioteca Nacional, los teatros, las librerías; parece mantener una intensa vida social: a los ocho o diez días de llegar a París ya tiene numerosas relaciones entre artistas y literatos. En algunos de estos acontecimientos sociales, escribe y recita odas y algún discurso en francés con gran éxito. A pesar de ello, sigue sintiendo un enorme rechazo por el romanticismo y el naturalismo:

Los anovelados, o como dicen bárbaramente románticos, ya que blasonan de escrupulosísimos naturalistas, no tienen más que ostentar en el centro de sus augustas decoraciones, una magnífica letrina, y allí disfrutar las correspondientes operaciones, que por desgracia son todas naturalísimas; y a buen seguro que para todo sujeto pundonoroso no son menos hediondos y abominables los forajidos o galeotes tan íntimos de los ingeniazos modernos, que los más pestíferos albañales, sus dignísimos solios.

Finalmente, se le termina el dinero y en junio regresa a España, «al fin tras una mansión de cuatro meses y cuatro días», aunque no del todo triste:

Si mis facultades me hubiesen franqueado medios para tener carruaje, mesa y vivienda grandiosa, y poder frecuentar de continuo los teatros, hubiérame sido violenta la salida de París; pero viviendo con estrechez, se padecen incesantes y amargas privaciones, con tantísimos objetos tentadores como se abalanzan a la vista, y así fue para mí un alegrón entrañable el verme entronizado en mi asiento [del carruaje que lo trae de regreso].


3.4.-  Últimos años: traducciones

Se instala en Barcelona, tal vez porque tras la vida nómada que ha llevado no tiene raíces en ningún lugar y éste le parece bueno para sobrevivir. Tiene ya setenta y dos años y muchos de sus contemporáneos han desaparecido ya, pero no renuncia a seguir escribiendo.

Llegué por fin al pueblo industrioso y placentero de Barcelona, que no había visto en más de treinta años, y que por consiguiente hallé renovado en gran parte y mejorado en todo su conjunto. Publiqué luego en él mi Cotejo del gran Capitán, con Bonaparte, después el Elogio de Cervantes, y varios papelillos que se han ido insertando en el periódico bien conocido, intitulado El Vapor.

Termina con estas palabras su autobiografía y en 1836 la edita Bergnes de las Casas. Este editor, helenista y catedrático de universidad, fue uno de los creadores del periódico El Vapor, el cual llevó a cabo una importante labor de introducción y difusión del pensamiento progresista: alentó los primeros pasos del socialismo utópico, del romanticismo literario y del renacimiento nacional catalán.

Bergnes creó un gabinete de lectura y en 1833 publicó una Biblioteca de las Damas y más tarde una Biblioteca de Autores Ilustres. En su imprenta de la calle de Escudellers, desarrollaba las funciones de impresor, editor y librero. Según cuenta Jesús Cáseda, tal como era costumbre, contaba con un equipo de traductores y escritores que escribían a toda velocidad.

Mor, a pesar de su avanzada edad, trabajaba incansablemente; había perdido sus propiedades pleiteando con su familia y no tenía más que sus conocimientos y cierta fama. Sus últimos trabajos importantes aparecen mencionados en las «adiciones» al Bosquejillo:

También se debe añadir que en Barcelona he corregido la traducción del Virrey [sic], Historia natural del Género Humano. He traducido la Historia de la Revolución de Francia por Thiers, las Cuitas de Werther del alemán, y estoy ahora traduciendo la Julia de Rousseau.

En 1835 Bergnes publica su traducción de Las cuitas de Werther, de Goethe. Como ya hemos visto, Mor conocía la obra desde tiempo atrás y su influencia se percibe en La Serafina. Tal vez por ello algunos estudiosos creyeron que la traducción de Mor fue la primera que al castellano, error en el que incurre Azorín cuando afirma que, tras el regalo de Teodoro Reding, «inmediatamente nuestro autor comenzó a traducir en lengua castellana el libro del gran poeta». Sin embargo, la primera traducción es la de José Blandeau (París, 1803: en castellano estaba prohibida, ya que figuraba en el Índice) y es también anterior a la de Mor la de Casiano Pellicer. Lo que sí parece estar claro es que la de Mor es la primera realizada directamente del alemán. Afortunadamente, la influencia de Goethe en el mundo hispánico sí está bien estudiada: los especialistas coinciden en lo tardío de su llegada y la importancia relativa que tuvo en la generación romántica nacional; probablemente, Mor fue de los escasos españoles contemporáneos suyos que lo conocían. Debemos resaltar pues su papel introductor de nuevos autores. Robert Pageard, estudioso de la introducción de Goethe en España, afirma que el estilo de la traducción de Mor «es incomparablemente más vivo que el de las traducciones anteriores».

En 1835 Bergnes traduce y edita de la Historia Natural del Género Humano, de J. J. Virey, un eminente doctor, profesor y académico francés, en tres volúmenes. Mor lo ayuda como corrector. En 1836 publica una traducción de la Historia de la Revolución de Francia, de Thiers. Son seis gruesos volúmenes que se fueron anunciando y vendiendo desde enero a julio. Es una edición de lujo con litografías. Olives Canals indica que a esta primera traducción al castellano siguieron otras en 1840, 1845 y 1876.(23) Debió de resultarle atractiva al escritor aragonés la posibilidad de publicar un texto sobre la Revolución; y pocos como él estaban en aquella disposición con su conocimiento de la lengua y su experiencia de la pasada guerra. El Vapor y El Guardia Nacional van anunciando cada tomo en el primer semestre del año, con juicios muy positivos. Algunos ejemplares del sexto tomo llevan añadido al final un «influjo de la Revolución de Francia en España», por J. M. de F.(24)

En 1836 publica una traducción de la Julia de Rousseau, también para Bergnes. Publicada originalmente en 1761 con el título La nouvelle Héloïse, es una narración en estilo epistolar sobre los amores de una joven y su preceptor que perduran después de la boda de ésta, cuando su esposo llama a su lado al enamorado. Tuvo un éxito extraordinario por toda Europa: setenta ediciones desde su aparición hasta 1789. La primera traducción de Julia es del año 1814, publicada en Bayona, pero algunos ejemplares consiguieron cruzar antes la frontera, copiados incluso a mano parcialmente. Mor de Fuentes y Marchena fueron los más importantes traductores de la obra de Rousseau, objeto ésta de censuras y prohibiciones a lo largo de más de medio siglo.(25)

Entre 1839 y 1845 Bergnes publica cuatro tomos de su traducción de la Historia de España de Carlos Romey, el cuarto ya con el pie de imprenta de la Casa de Juan Oliveres. Los tomos I y II corresponden a los cuatro primeros de la Histoire d'Espagne depuis les premiers temps jusqu'à nos jours, que salieron de 1838 a 1841, escritos por el autor por encargo del editor Furne. La mitad del tercero corresponde a partes de los tomos VI y VII de Romey. El resto de lo publicado por Furne —hasta el noveno— no fue aprovechado en la edición de Oliveres, que se muestra decidido a acabar con la obra prescindiendo del autor y sin advertirlo en ninguna parte. Según Olives, cabe atribuir a Mor la mitad del tomo III y la totalidad del IV por ciertas peculiaridades del lenguaje y del estilo. La crítica, sin embargo, le fue una vez más adversa. Un artículo de El Heraldo, del jueves 16 de Julio de 1840, titulado «Sobre traducciones» se refiere a esta obra y a otras suyas de forma indirecta. Comienza el redactor indicando en primer lugar que «en ninguna población de España, excepto Madrid, se imprime tanto como en Barcelona»; y como casi todo lo que se imprime es traducido, «en ninguna parte de España se traduce tanto, pero tampoco tan mal». Después de nombrar los «desbarros y desatinos» de las novelas publicadas por Francisco Oliva, o las comedias impresas por Saurí, Piferrer y otros —apenas salva a Brusí— tiene palabras de elogio para Bergnes, al que censura que en sus talleres se imprimiera «la Historia de la Revolución Francesa traducida por D. (respetémoslo por anciano) que bastaba para llevar descrédito donde nunca lo hubiese habido». Evidentemente, el aludido era Mor, recordado ahora por la inicial que empleó en sus artículos de El Diario Mercantil. Tal circunstancia hace presumir que el autor de este otro sea el propio Pedro Mata. (26)

En 1840 Bergnes publica la traducción de El abuelo, de Fouquau de Pussy, obra infantil de 1832 utilizada como libro de texto en las escuelas de primaria francesas. El prólogo es de Mor, pero probablemente la traducción corresponde a Bergnes. Entre 1840 y 1841 Bergnes publica la traducción de Mor del alemán de la Biblioteca infantil de Schmidt (en colaboración con otro traductor), en seis gruesos volúmenes. En 1842 se edita su traducción de Gibbon, de la que trataremos más adelante.

Sigue escribiendo prólogos, artículos y algunas obras de creación; en 1847 se fecha su última producción; una colaboración para la Crestomatía griega de Bergnes que edita el Establecimiento Tipográfico de Juan Oliveres y un poema llamado «Elisa». Tiene ya ochenta y cinco años. Aunque durante estos últimos años trabajó incansablemente para Bergnes, no consiguió salir adelante. Vivía pobremente en un cuartucho de la Rambla a pesar de su desesperado ritmo de trabajo. Mor, acosado por la miseria, regresó a Monzón, donde residían sus parientes pero ya no poseía ninguna propiedad. Nadie quiso recibirlo, lo acogió un sastre por caridad y murió el 11 de diciembre de 1848. Según consta en el acta de defunción, «se enterró a pobre en el cementerio».


3.5.- Un repentista de la traducción

Este período de la vida de Mor de Fuentes ilustra una serie de aspectos interesantes sobre la traducción en España en el siglo XIX.

En primer lugar, resulta evidente que no se podía vivir exclusivamente de la traducción literaria, cosa que, al fin y al cabo, no constituye ninguna sorpresa. Como hemos visto, el propio Larra se lamentaba de que más difícil todavía era vivir de la creación literaria. (Probablemente, en España no ha sido posible la profesionalización del traductor literario hasta hace relativamente pocos años.) Durante esta estancia final en Barcelona, entre 1833 y 1847, Mor «da a luz un abundante número de traducciones y no menos de obras originales»,(27) colabora con El Vapor y participa en polémicas con los románticos catalanes; vive pobremente, no tiene familia que mantener, carece de vicios conocidos y no hace otra cosa que trabajar: bien, pues eso no le basta para sobrevivir. Y no es que Bergnes lo explote, ya que él mismo «ya no puede intentar nuevas empresas ruinosas»:(28) la vida cultural del país no daba para más.

Se deduce también de sus memorias que Mor no poseía biblioteca alguna y vemos que, tal vez debido a su carácter independiente, le molestaba incluso trabajar con ayuda. En sus últimos tiempos planeaba escribir una:

Historia Crítica de la Literatura Castellana desde su origen hasta nuestro días; y es mi ánimo escribirla sin abrir un libro, esto es, absolutamente de memoria.

Lo que, desde nuestro punto de vista, es francamente absurdo. Podemos imaginar a Mor traduciendo a destajo, de varios idiomas y obras de considerable entidad, en el local de Bergnes de la calle de Escudellers, con escasa documentación y algún diccionario. Un fragmento ya mencionado, aunque referido a otra época de su vida, ilustra esta situación:

Así se hacía forzoso decorar un párrafo y luego de memoria verterlo todo en castellano. Aun con este ejercicio tan violento, despaché el primer tomo en cinco días, pero estas mismas despachaderas se le indigestaron al sandio librero, el cual se fundaba en la imposibilidad para él, de un desempeño acertado con tan inaudita rapidez.

Además, del pequeño análisis realizado sobre su traducción de Gibbon y que veremos más adelante, se deduce que apenas se corregían las traducciones (aunque hemos visto que Mor corrigió alguna de Bergnes: eso sí, no llegó a aprender el nombre del autor y confunde Virey con «El virrey») y que, a medida que el traductor las iba entregando, se pasaban a la imprenta. En el caso de las adendas del Bosquejillo, vemos que Mor ni siquiera se molestó en introducirlas en el lugar que les correspondía en el texto. En cierto modo, podríamos decir que Mor fue un repentista de la traducción, ya que trabajaba a toda prisa y, en gran medida, resolvía sus dudas —con brillantez— improvisando:

Hablando de mi Padre, se me olvidó decir, que era el coplero de las concurrencias del país, y así quien lo hereda no lo hurta dice el refrán; pero media la notable diferencia de que el hijo no es repentista, sino con la tablilla de la pluma y el papel, cuando el padre lo era de boca sumamente ejecutivo.

Ni siquiera un traductor como Mor —que trabajaba para un editor culto que apreciaba su trabajo y era consciente de la misión que desempeñaban ambos como introductores en España de obras señaladas en la cultura europea— merecía que su nombre apareciera en lugar destacado en todas las obras publicadas. En la edición de la Decadencia se da la curiosísima paradoja de que aparece un prólogo del traductor sin firma alguna; tampoco se encuentra su nombre en ninguno de los volúmenes, a excepción del último, en el que firma una larga oda al autor.En esta situación tan precaria, no es sorprendente que la calidad de las traducciones que se publicaban en España —las de Mor serían algunas de las escasas excepciones—, no pudiera ser muy buena.


4.- La traducción de la Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, de Edward Gibbon

Ante todo, y tras la extraordinaria experiencia de comparar las variadísimas versiones de Werther que aparecen con la firma de Mor de Fuentes, cabría preguntarse si corremos el riesgo, al cotejar su Historia, de estar analizando una versión que es sólo remotamente suya. Sin embargo, en este caso, contamos con la edición de Turner, facsímil del original de 1842, de modo que podemos estar seguros de su autoría.

Además, podemos confirmar que ésta también es una versión directa del original, tal como afirma Mor en el prólogo:

¡Ojalá que el desempeño del traductor (en el idioma de suyo mas entonado, mas histórico y mas oratorio de Europa) corresponda colmadamente á sus deseos, y ante todo al mérito del original! Solo falta advertir que la presente traducción se ha hecho de la última edición inglesa por Milman, con las notas de este y de Guizot, según podrá verse por el prólogo de aquel que sigue á continuación, y enterará al lector del mérito de la obra y del objeto de las anotaciones.

Barcelona 1º de julio de 1842

Sin embargo, puesto que poseía mayor dominio del francés, ¿no le habría resultado mucho más sencillo traducir la versión de Guizot? ¿No habría sido más fácil que llegara a manos de Mor o de Bergnes —desconocemos cuál de los dos fue el promotor de esta empresa— una edición francesa?

Una serie de errores ayudan a eliminar las posibles sospechas. En el capítulo XXI, por ejemplo, se menciona el concilio de Nicea del año 325; en la traducción de Mor, éste dice «Niza». Este despiste —es una distracción: Mor es un hombre culto que no comete ningún otro error de este calibre en toda la obra— resulta comprensible si se entiende que en inglés ambas ciudades reciben el nombre de Nice, en tanto que en francés una es Nicée y la otra Nice: traduciendo del francés, esta equivocación sería imposible. El hecho de que en la página siguiente el nombre de la ciudad aparezca correctamente traducido nos hace pensar que Mor entregaba sus traducciones a medida que las escribía y no tenía oportunidad de repasarlas, y que la labor de corrección, si se llevaba a cabo, era de modo bastante somero.

Tampoco se repiten las alteraciones —añadido de cursivas, signos de puntuación—, las omisiones ni los errores de Mme. Guizot. (Resulta muy curioso el estudio de estas equivocaciones, extrapolables a las que solemos cometer todos los traductores. En su inmensa mayoría son puros despistes: confusión entre un singular y un plural, cambio de una cifra por otra, etc. Son frecuentes los errores que pertenecen a la categoría que podríamos denominar «binaria»: confusiones entre arriba y abajo, este y oeste, mayor y menor, sustitución de una afirmación por una negación... Este tipo de confusión altera de modo radical el significado de lo traducido, pero, al parecer, en nuestro cerebro los opuestos están muy próximos.)

Podemos afirmar, pues, que Mor de Fuentes fue un traductor excepcional. En primer lugar, su dominio de la lengua castellana era excelente. En segundo lugar, también conocía a fondo el idioma de partida, en este caso, el inglés. A lo largo de su traducción de la Historia, los errores de comprensión son muy escasos (y él no contaba con la ayuda del Oxford English Dictionary ni con la Encyclopædia Britannica y, como hemos visto, sus condiciones de trabajo distaban de ser cómodas).

Sin embargo, tal vez el mayor mérito de Mor como traductor se derive de una concepción de esta tarea que se adelanta a su época. Para Mor, merecían la misma consideración sus traducciones —tanto de lenguas clásicas como modernas— que sus obras de creación. Esta modernidad queda también patente en su respeto por el autor y por el lector, de modo que, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, traduce siempre del idioma en que la obra está escrita originalmente, no omite frases ni palabras de traducción enojosa ni cae en la tentación de adaptar a la cultura española aquello que le parece confuso o complicado.

Este interés por la traducción lo llevó a escribir en 1798 el Discurso preliminar mencionado anteriormente, incluido en el prólogo a su traducción del Ensayo de traducciones que comprende la Germania, el Agrícola y varios trozos de Tácito con algunos de Salustio, un discurso preliminar y una epístola a Tácito.

Esta declaración de principios sobre la traducción resulta de gran interés para analizar su trabajo. Tras unas reflexiones sobre las lenguas clásicas, afirma que la tarea de traducir no está al alcance de cualquier escritor. A continuación añade:

Pero el desacierto más corriente de los traductores modernos consiste en desviarse de aquella sencillez sublime que caracteriza descollantemente a los antiguos; como si una hermosa no pareciese mejor con cierto desaliño, y como si los conceptos verdaderamente atinados necesitasen de afeites. Los escritores del día andan a caza de relumbrones y de puro enlucir y arrebolar la naturaleza la disfrazan sin engalanarla. El distintivo genial de los antiguos se advierte en sus alegorías, tan sencillas todas y oportunas cuanto las modernas son confusas y complicadas; y la propia diferencia asoma por do quiera. Los antiguos figuran por pinceladas, los modernos dan un retoque tras otro, éstos se esmeran en decir, aquellos en excusar cuanto les sea posible; y por lo mismo en manos de su traductor un antiguo muda de estampa, pues si es brioso lo hacen bronco, si agudo enigmático, si elegante acicalado, y por último si es garboso lo representan danzarín. Lo más aventurado para un traductor es el alterar una frase a fin de abrillantar su concepto; y solo se debe franquear un derecho tan disputable a quien a costa de infinito desvelo se ha estrechado con su autor, tiene presente, por decirlo así, toda la gradería de sus ideas, y cala hasta el fondo de sus intenciones por entre el rebozo de una expresión dudosa: pero decir por cuenta de uno lo que ni siquiera dejó insinuado, es sinrazón indisculpable con sus visos de felonía. (Cursivas de C. F.)

Así, el primer propósito del traductor sería la sencillez: como dice García Yebra, «No omitir, no añadir, no adulterar. / Decirlo todo lo mejor posible».(29) Resulta paradójico que la violación de este principio, que describe con tanta precisión, sea el mayor reproche que, a mi entender, podemos hacerle hoy. A modo de ejemplo, analizaremos una frase del capítulo II:

Rome, the capital of a great monarchy, was incessantly filled with subjects and strangers from every part of the world, who all introduced and enjoyed the favourite superstitions of their native country.

Mor traduce:

Hervía Roma, la capital de tan gran monarquía, de súbditos y extraños de todos los ámbitos del orbe, que disfrutaban sus predilectas y recientraídas supersticiones de sus respectivos países.

Tenemos aquí una inversión sujeto/verbo innecesaria; una expresión ponderativa con «tan» que no aparece en el original; un «hervía» más expresivo que el original «was filled», al igual que «todos los ámbitos del orbe» resulta excesivo para traducir el sencillo «every part of the world»; un «recientraídas» que podría ser uno de esos compuestos que admiraba, aunque tal vez se trate de una errata...

El Discurso preliminar prosigue diciendo:

Ante todo es innegable que si su valor [de la lengua castellana] se graduase por esos ridículos abortos, esas traducciones francesas empozoñadas todas con un turbión de barbarismos y un ensarte perpetuo de impropiedades, merecería por seguro el ínfimo lugar entre cuantas se conocen. Por otra parte nuestros autores afamados atesoran a la verdad un inmenso acopio de voces, y apuntan algunas metáforas atinadas, pero generalmente desconocen el artificio de la composición y no acertando a apropiar las frases a los conceptos según su vigor o templanza, su elevación o llaneza; no cuidando de oracionar con despejo y concisión, mucho menos de parrafear debidamente, se hace por lo común su lectura en extremo penosa y desabrida para cuantos han disfrutado otras más amenas. De aquí se infiere que la lengua castellana debe en realidad conceptuarse más por sus cualidades constitutivas que por lo palpable de nuestros actuales escritos. Empezando por la sonoridad de sus ecos, baste decir que se iguala con la italiana, y se le aventaja en la variedad de las terminaciones; y en cuanto a su caudal, tengo regulado que en el uso común apenas corre una tercera parte de las dicciones que contiene. [En una nota al pie pide a los despreciadores del castellano que hallen equivalencias en las lenguas griega, latina, alemana, inglesa, francesa e italiana a voces como escarmiento, desenfreno, requiebro, tiento, arrebol, endiosar, risco, apigmearse, entrañable, calavera, saña, garbo, chusco, etc.] Aun estas admiten por lo mas una infinidad de modificativos de aumento, disminución o menosprecio, cuales no se hallan en ningún otro idioma. También permite la formación de compuestos, pero en fuerza de una vulgaridad lastimosa tanto estos como los aumentativos y diminutivos se descartan comúnmente del estilo culto y quedan vinculados en el familiar.

Mor pone especial empeño en escribir en un castellano genuino: por ello, siente verdadera afición a los aumentativos y superlativos (en el Bosquejillo, en menos de un centenar de páginas, aparecen 220 superlativos); evita los barbarismos y, entre dos términos similares, se queda siempre con el más lejano al inglés o el que le parece más castizo: así, titula la obra Decadencia y ruina, cuando nada impide traducir fall literalmente por «caída». Se advierte también en su traducción un notable apego a palabras que le parecen especialmente sonoras o castellanas. Así, repite «castizo», «orillar», «denuedo», «nombradía», «blasonar», etc. con frecuencia mucho mayor de lo que piden las equivalencias del texto original. La frontera es siempre «raya»; el altar, «ara»; la fama, «nombradía». Donde el original dice mankind, Mor prefiere «linaje humano»; Roman world se traduce por «anchuroso señorío»; moderating hand, «diestra enfrenadora»...

Su traducción de los topónimos y antropónimos es fluctuante, pero esta falta de precisión era habitual en la época (el propio Gibbon se refiere a Spain y a Britannia en un mismo párrafo). Por otra parte, debemos recordar que algunos calificativos que parecen adaptaciones del propio Mor, como «Plinio el Mozo», no lo son; simplemente, son formas que han caído en desuso.

En el discurso preliminar, Mor señala la admiración que le produce la «pastosidad» de la lengua griega y el modo en que se presta a las manipulaciones y alteraciones. Mor defiende un punto de vista peculiar e innovador: dentro de la lógica de la lengua, el escritor o traductor (es interesante que no establezca diferencias) debe crear términos y forzar las posibilidades del idioma. Así, en su traducción de Gibbon, Mor introduce algunos verbos derivados de sustantivos, adverbios o adjetivos,(30) de los que ya hemos visto algunos ejemplos.

Sé que un escritor moderno rompiendo la valla ha dicho en poesía seria dulci-ardiente, y otro hondi-sonante, y estos ejemplos deben seguirse hasta en la prosa, despreciando altamente las críticas de esos mentecatos, que ajustando el idioma a la estrechez de su cerebro intentan encarcelarlo en las expresiones ya establecidas. [...] El defecto común de las dicciones castellanas es su largueza, y por lo mismo deben, particularmente en verso, cercenarse siempre que sea dable sin perjuicio de la inteligencia, y decir desprovechar, desgalanar, desfrenado, despiadado, desosiego, sensiblez, insensiblez: por desaprovechar, desengalanar, desenfrenado, desapiadado, desasosiego, sensibilidad, insensibilidad. [...] Sacamos por conclusión, que la lengua castellana corre pareja con las más aventajadas, y si la lucición de las siguientes traducciones no corresponde a sus originales se deberá culpar nuestra insuficiencia, no la del instrumento que usamos.

De la comparación entre la versión de Mor con el original y con francesa de Guizot, sale a la luz otra curiosa paradoja: en multitud de ocasiones, resulta más fácil entender el texto en inglés y en francés que en castellano.

Dos son las hipótesis que se me ocurren a modo de explicación. La primera sería que el inglés de Gibbon ha creado escuela, está en el centro del canon lingüístico (aunque, naturalmente, ya nadie escriba como él); no es ése el caso de Mor, que posee un modo de expresión propio —cultivado durante años de dedicación a una literatura— situado en lo que con el paso del tiempo ha quedado en la periferia lingüística. Mor defendía el castellano castizo frente a los bárbaros galicistas; sin embargo, nuestro castellano desciende de aquellos violadores del idioma. Los derivados que inventa, sus peculiares modismos no han entrado en el caudal de la lengua, sólo han quedado como idiolecto. La segunda explicación apuntaría a que la sintaxis de Gibbon resulta sorprendentemente parecida a la del castellano y permite una traducción literal, con pocas modificaciones: sin duda, el sustrato latino está muy presente en sus largos períodos. Tal vez Gibbon exija un traductor más humilde, con menos deseos de dejar su huella. Mor, en su empeño por «casticizar» su texto, lo complica innecesariamente a nuestros ojos. Si, tras leer el prólogo de Mor de Fuentes se inicia la lectura del texto de Gibbon, el lector tiene la sensación de no haber cambiado de autor. El Gibbon de Mor sabe mucho a Mor.

En cuanto a la versión francesa, también podríamos encontrar varias explicaciones para el hecho de que ésta resulte tan clara y comprensible —a pesar de que se publicó treinta años antes que la de Mor—. En primer lugar, como dice el prólogo de Michel Baridon, «Mme Guizot ... joue sur l'harmonium une musique composée pour l'orgue». Es decir, su versión ha pasado por un proceso de simplificación. En segundo lugar, su traducción se distingue por una tendencia —estoy tentada de decir «muy francesa»— a iluminar toda ambigüedad y dejar clara toda posible duda: se añaden los pronombres, nombres propios y puntuación necesarios para que todo se entienda sin tropiezos: el lector agradece un afán didáctico que tal vez el autor rechazaría.

Afirmaba Meschonnic que las traducciones —salvo contadas excepciones— no envejecen, sino caducan. En palabras de Juan Gabriel López Guix, «son en cierto modo fósiles, ofrecen una foto fija del modo en que un texto fue leído en un momento determinado por unos lectores determinados».(31) A mi entender, este supuesto carácter efímero de la traducción se debe a que el lector, por lo general, desea someterse deliberadamente al engaño de la inexistencia del traductor. Cuanto más cercanos están el lector y el traductor —en el tiempo, en el espacio, en su cultura: en su lengua— más transparente resulta este último y más fácil resulta sostener la falacia de su inexistencia. A medida que aumenta la distancia entre un lector concreto y el traductor de la obra que lee, la presencia de éste se hace menos transparente, más evidente, de modo que cada vez es más difícil fingir que no existe. Así, las traducciones no caducan, simplemente se hacen visibles. Los lectores que por sus intereses o su preparación prefieran leer a dos autores en uno, seguirán considerando interesante hacer el esfuerzo disociador que exige la lectura de un tándem, y así pueden disfrutar de Dante y de Enrique de Villena simultáneamente; en este sentido, probablemente, Gimferrer sea uno de los que se recree con la pareja Gibbon-Mor. Mientras exista algún lector así, no se podrá afirmar que una traducción ha caducado. En cambio, aquellos lectores que, por uno motivo u otro, no deseen ver al traductor, buscarán la versión más próxima a ellos mismos, la que les permita creer en el engaño de la inexistencia del traductor.
NOTAS
(1) La vida del traductor se ameniza con estas coincidencias. Pero no hay motivo para la alarma: éste no es el inicio de una plutarquiana vida paralela Gibbon-Francí.
(2) Por ejemplo, a los diecinueve años Gibbon decidió reseñar todos los clásicos latinos -historiadores, poetas, oradores y filósofos- desde Plauto y Salustio en adelante hasta «la decadencia de la lengua y el Imperio de Roma», y lo consiguió en catorce meses.
(3) Jesús Cáseda Teresa, Vida y obra de José Mor de Fuentes, Monzón y Cinca Medio: Centro de Estudios de la Historia de Monzón, 1994.
(4) Olives Canals, Bergnes de las Casas. Helenista y editor 1801-1876, Barcelona: Escuela de Filología, 1947.
(5) En 1988, en la colección Biblioteca Personal J. L. Borges, la editorial argentina Hyspamérica Ediciones reeditó fragmentos de la traducción de Mor.
(6) «Erudición e inteligencia», reseña publicada por el diario El País el 18 de noviembre del 2000. 
(7) Los datos que aparecen en el ISBN son incompletos: no indican fecha ni autor de la traducción, sólo que la obra está agotada.
(8) Martín de Riquer y José María Valverde (eds.), Historia de la literatura universal, Barcelona: Planeta, 1968, tomo 2, p. 428. Es interesante comparar este fragmento con el que aparece en la edición de 1985 (tomo 6, p. 439), más moderado: «Sus párrafos, lentos y elegantes, aunque parezcan ensalzar la religión y la moral cristianas, deslizan suaves insidias hacia lo que él consideraba su superstición. Por ejemplo, finge reprochar a los filósofos e historiadores romanos su desatención ante los primeros milagros del cristianismo, para insinuar que no los hubo, a la vez que anota otros prodigios que sí fueron registrados por los escritores latinos. Pero Gibbon aplica a cualquier otro tema el mismo método de corrosión indirecta, método literariamente admirable en lectura fragmentaria, pero un tanto monótona a la larga. Sobre todo, cuando, detrás de su obra, vemos asomar la persona de Gibbon, contento de sí mismo, pero disimulándolo bajo una aparente objetividad de historiador positivo» (cursivas de C. Francí).
(9) Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, en Obras completas, tomo V, p. 464.
(10) Prólogo de Jorge Luis Borges a Edward Gibbon, Páginas de historia y de autobiografía, traducción de Susana Chica Salas, Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires, 1961.
(11) Historia de la literatura española, dirigida por Víctor García de la Concha, Madrid: Espasa Calpe, tomo 8.
(12) José Francisco Ruiz Casanova, Aproximación a una historia de la traducción en España, Madrid: Cátedra, 2000.
(13) E. Allison Peers, Historia del movimiento romántico español, Madrid: Gredos, 1954, p. 176. 
(14) Véanse los artículos «De las traducciones» y «Horas de invierno».
(15) De El pobrecito Hablador, «Carta a Andrés». Citado por Allison Peers, ob. cit.
(16) Bosquejillo de la vida y escritos de José Mor de Fuentes, delineado por él mismo, Barcelona: Imprenta de don Antonio Bergnes de las Casas, 1836.
(17) Pere Gimferrer, «Mor de Fuentes, un transeúnte», en Los raros, Barcelona: Planeta, 1985, pp. 146-148.
(18) Otras de sus obras son: Poesías varias (Madrid, 1796), Poesías varias, segunda parte (Zaragoza, 1797), entre las que se encuentran las tituladas Mis placeres en Zaragoza, Mi despedida, El paseo del Torero, El Pirineo, El calavera (Madrid, 1800); Poesías, tercera parte (Madrid, 1800), entre las que figuran una oda a la Física, otra a Francisco Goya, la zarzuela titulada «La presumida»; Poema histórico con motivo del combate naval sobre el cabo de Trafalgar (1805); Elogio del excelentísimo señor don Federico Gravina, capitán general de la Real armada, etc. (Madrid, 1806); Método fácil y económico para limpiar los canales navegables y las rías y puertos, especialmente del Océano (Madrid, 1806). Sus más célebres comedias son: La fonda de París, Una mujer varonil y El egoísta o el mal patriota.
(19) Lecturas españolas, 1912. Dos años antes, Azorín había publicado ya en La Vanguardia un artículo titulado «Mor de Fuentes».
(20) Jesús Cáseda, ob. cit.
(21) En el curso de su investigación, Cáseda ha encontrado referencias a un hijo de Mor, del que no se habla en el Bosquejillo ni hay constancia en ningún documento. ¿Tal vez sea ese el incidente que provocó el viaje a Francia? Mor tendría quince años.
(22) Ildefonso-Manuel Gil, Escritores aragoneses, Zaragoza: Colección Aragón, 1979.
(23) He podido examinar una edición de 1876 de Montaner y Simón con un extenso prólogo de Castelar, en dos volúmenes en cuarto, de unas quinientas páginas cada uno. No aparece el nombre del traductor.
(24) Jesús Cáseda, ob. cit.
(25) Ruiz Casanova, ob. cit.
(26) Jesús Cáseda, ob. cit.
(27) Jesús Cáseda, ob. cit.
(28) Manuel Alvar, prólogo al Bosquejillo..., Nueva biblioteca de autores aragoneses, Zaragoza: Guara Editorial, 1981. 
(29) Valentín García Yebra, «Mi experiencia como traductor», en Traducción: historia y teoría, Madrid: Gredos, 1994, p. 258.
(30) Ildefonso-Manuel Gil analiza estas invenciones en la poesía de Mor.
(31) Juan Gabriel López Guix y Jacqueline Minett Wilkinson, Manual de traducción, Barcelona: Gedisa, 1997.
Derechos de autor José Mor de Fuentes y su traducción de Gibbon